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IDEAS PROPIAS

De la dana, a la riada: sobre catástrofes y responsabilidades (I)

La catástrofe causada por una descomunal riada que arrasó el día 29 de octubre más de 70 municipios de varias comarcas de la provincia de Valencia, especialmente en l’Horta Sud y La Ribera (más de un 30% del territorio de esa provincia), es, probablemente, el mayor desastre de origen natural que se ha vivido en España en casi cien años. Los datos de la tragedia, comenzando por las víctimas humanas, son aterradores para un país como el nuestro. A pesar de que apenas han transcurrido unas semanas, creo que vale la pena tratar de apuntar algunas pistas para una reflexión sobre esta catástrofe, desde una perspectiva que trata de evitar la discusión partidista y los debates marcados por la polarización sin freno, pues quiere centrarse en exponer algunos argumentos sobre cómo debemos enjuiciar nuestra respuesta ante ese tipo de acontecimientos y, en su caso, el establecimiento de responsabilidades.

En el intento de entender cómo reaccionar ante el desastre que nos ha sacudido a los valencianos, muchos de nosotros hemos acudido a algunas lecturas. En mi caso, he releído la polémica entre Voltaire y Rousseau a propósito del terremoto de Lisboa de 1755. También, un texto imprescindible de Camus, La peste (1947), que tantos releímos durante la epidemia del COVID. Pero, como hilo conductor de mi reflexión, he recurrido sobre todo a un ensayo de Ernesto Garzón Valdés, Calamidades (2004). En el trasfondo de esas referencias está un asunto de calado filosófico (teológico, según otros planteamientos): la vieja cuestión del mal. Pero, como he prometido, no abrumaré al lector con esa inacabable discusión, sino que trataré de llamar su atención sobre otras, bastante más terrenales.

Ernesto Garzón, que parte de la noción kantiana de mal moral, ofrece una distinción conceptual entre dos tipos de desastres, las catástrofes y las calamidades, pues considera que las primeras son el resultado de causas naturales y las segundas, producto de la intencionalidad humana: …aquella desgracia, desastre o miseria que resulta de acciones humanas intencionales, es decir, excluiré los casos que pueden caer bajo la denominación general de individual o colectiva, o que son consecuencia de actos voluntarios no intencionales…, la desgracia, el desastre o la miseria provocados por causas naturales que escapan al control humano” . Es interesante anotar que relaciona las calamidades con lo que denomina “arrogancia insensata” y con la “ignorancia”, aunque no así las catástrofes.

Hoy, la mayoría de nosotros tenemos claro que ya no vivimos en los tiempos en los que dominaba la visión que subrayaba el azar desgraciado como causa de las catástrofes. Esa mirada es la que propuso Voltaire en su largo poema de 234 versos “Poème sur le désastre de Lisbonne, ou examen de cet axiome, tout est bien” (Sobre el desastre de Lisboa, o un examen del axioma todo está bien), publicado en 1756. Su origen fue la carta que dirigió Voltaire desde Ginebra a su amigo Jean Robert Tronchin, el 24 de noviembre de 1755, cuando tuvo noticia del desastre acaecido el 1 de noviembre. En ese poema, tras poner de relieve la fragilidad de la vida humana, lamenta la muerte de “cien mil a quienes la tierra devora” y nos recuerda lo cerca que estamos todos de la muerte por “crueldades del destino”; pero, sobre todo, se rebela contra las tesis del mejor de los mundos posibles, que minimiza la existencia del mal (la posición de Leibniz, ejemplificada en un poema de Pope, que Rousseau cita en su carta a Voltaire), y también contra el quietismo de quienes aceptan una resignación impotente, desde la convicción de que se trata de “las leyes de hierro que encadenan la voluntad de Dios”. 

Hoy, la mayoría de nosotros tenemos claro que ya no vivimos en los tiempos en los que dominaba la visión que subrayaba el azar desgraciado como causa de las catástrofes

La tesis de Voltaire tuvo una respuesta terminante por parte de Rousseau, en una carta que le dirigió el 18 de agosto de 1756 (aunque no se publicó hasta 1759). No pocos sostienen que el Candide de Voltaire fue, a su vez, una réplica de Voltaire para reafirmar sus argumentos, frente a Leibniz y Rousseau. Pero lo que me parece más interesante es la crítica de Rousseau. Este adopta una perspectiva que subraya el papel de la acción del hombre en detrimento de la naturaleza (“por doquier observo que los males que nos produce la naturaleza son menos crueles que los que nosotros le producimos a ella…es constante nuestro abuso hacia la vida, que recargamos de un peso que no le corresponde”) y critica con contundencia la tesis del “azar desgraciado”: “…creo haber demostrado que, a excepción de la muerte, que no es un mal, más que en los momentos que la preceden, la mayor parte de nuestros males físicos son obra de nosotros mismos. En cuanto a lo sucedido en Lisboa, convenga usted que la naturaleza no construyó las 20 mil casas de seis y siete pisos, y que, si los habitantes de esta gran ciudad hubieran vivido menos hacinados, con mayor igualdad y modestia, los estragos del terremoto hubieran sido menores, o quizá inexistentes…¡Cuántos desgraciados perecieron por querer rescatar, unos sus vestidos, otros sus papeles, otros su dinero! ¿No se habrá convertido la persona de cada hombre en su parte menos importante, al grado de no valer la pena salvarla cuando se ha perdido todo lo demás?”.

Frente al mal, inevitable, lo importante es nuestra actitud: cómo responder, cómo rebelarse, y la medida es desechar el “sálvese quien pueda” y tratar de hacer el bien a los otros, comenzando por las víctimas

En La Peste, de Camus, encontramos la visión de las catástrofes asociada a la tesis existencialista de la ausencia de sentido. Su protagonista, el doctor Rieux, cuando se enfrenta a ese mal terrible que azota Orán, se agarra a la ciencia y sobre todo a la solidaridad, pero insiste en el peso de la ignorancia y la arrogancia insensatas por parte de muchos de nosotros, y en particular, de los responsables públicos: “el mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia, y la buena voluntad, sin clarividencia, puede ocasionar tantos desastres como la maldad”. A mi entender, lo más interesante es que, pese a que Camus subraya el absurdo de buscar sentido a un azote como el de la peste, señala que estas catástrofes tienen la capacidad de rehumanizar, pues pueden ser el detonante de la fraternidad, de la solidaridad: frente al mal, inevitable –tanto si hablamos de desastres naturales o epidemias, como si nos referimos al mal moral que subyace a las calamidades, de acuerdo con la propuesta de Ernesto Garzón–, lo importante es nuestra actitud: cómo responder, cómo rebelarse, y la medida es desechar el “sálvese quien pueda” y tratar de hacer el bien a los otros, comenzando por las víctimas. Creo que eso plantea de nuevo un debate sobre el que intervino el propio Garzón Valdés y sobre el que hemos debatido ampliamente: el de los deberes de solidaridad que, más allá de la solidaridad espontánea, del voluntariado, remite a lo que podríamos calificar de “solidaridad institucionalizada”, como respuesta propia de lo que denominamos Estado social, consecuencia de la concepción política que entiende que la necesaria respuesta solidaria no se puede dejar sólo en manos de la espontaneidad de la sociedad civil.

Pues bien, según creo, el problema de la distinción entre calamidades y catástrofes propuesta por Garzón Valdés es el mismo de tantas propuestas dicotómicas y tiene que ver con el hecho de que, como advirtiera Weber, se trata en todo caso de tipos ideales, que sufren al confrontarse con la realidad, que es histórica, plural y cambiante y difícilmente se deja atrapar en categorías conceptuales abstractas. Y es que hablar de esos desastres que denominamos catástrofes en términos de acontecimientos naturales, ajenos a la mano del hombre, tal y como nos propone Ernesto Garzón, en línea de continuidad con el argumento del “azar desgraciado”, que vimos en Voltaire (“la desgracia, el desastre o la miseria provocados por causas naturales que escapan al control humano), tropieza con la evidencia de que existe una suerte de zona gris entre ambas categorías, tal y como le señaló Rousseau a Voltaire. Es algo que se advierte incluso entre quienes han recurrido al ensayo de Ernesto Garzón para sostener, paradójicamente, pues contradice la tesis de ese ensayo, que el caso de lo sucedido en Valencia nos encontraríamos ante una calamidad (así, por ejemplo, Norbert Bilbeny). Lo hacen, evidentemente, porque quieren subrayar la importancia que tiene en esos desastres naturales la intervención humana, en dos dimensiones: activa, porque actúa como factor acelerador del cambio climático y por omisión, esto es, por incumplimiento de tareas de prevención y respuesta. A mi juicio es un error: ninguna de esas dos características anula la distinción básica. Nos encontramos ante una catástrofe, ante un desastre natural, porque la causa directa es un fenómeno de la naturaleza (una dana) asociado al cambio climático. Lo que sucede es que ese tipo de desastres naturales incrementan sus consecuencias cuando concurren las dos dimensiones antes referidas y que vinculan las consecuencias -los efectos terribles de la riada- a la intervención humana que, en el ensayo que comento, no entra en la caracterización de las catástrofes.

El cambio climático, mata, en efecto. Pero mata, sobre todo, porque quienes han de poner en marcha las acciones que lo contrarresten arrastran los pies

Lo que trato de explicar es que ya no podemos decir sin más que los desastres naturales escapan al control humano. No, desde luego, en cuanto a la capacidad de prevención de los mismos, gracias precisamente a los avances de la ciencia y la tecnología. Tampoco, desde luego, en lo que se refiere a la gestión de las consecuencias de esos desastres naturales. Todo ello abre otras perspectivas acerca del establecimiento de responsabilidad: moral, política y jurídica, como abordaré en el tercer apartado.

De cualquier modo y a mi juicio, el problema de esa distinción entre catástrofes y calamidades es que choca con un argumento que, también a mi parecer, no está suficientemente presente entre los asuntos de filosofía moral, jurídica y política a los que dedicó su brillante inteligencia Garzón Valdés ni, reconozcámoslo, tampoco en nuestra generación, con algunas excepciones. Me refiero a la dimensión ecológica de justicia, que integra las exigencias de justicia social y la perspectiva de las respuestas ante la gran transformación que deriva de la crisis ecológica. Pese a su necesidad, aún más, a su urgencia, la filosofía moral, jurídica y política no ha proporcionado suficientemente propuestas sobre ello, salvo excepciones como los ensayos de filósofos como Hans Jonas, Bruno Latour o Michel Serres, o los de juristas como Michelle Delmas-Marty o Luigi Ferrajoli. 

La consecuencia más relevante de esa necesidad de matizar la distinción entre catástrofes y calamidades es que cabe sostener que aquéllas también nos plantean asuntos de relevancia moral, política y jurídica. Me refiero, por ejemplo, a la necesidad de replantear un modelo civilizatorio que ha conducido al Antropoceno. Pero también creo que remiten a cuestiones más específicas, como la influencia que tiene la desigualdad ante las catástrofes naturales de enorme magnitud, según hablemos de países con alto grado de desarrollo (pienso en los sismos en Japón, en los huracanes y tornados en los EEUU), por contraste con lo que acaece con los monzones en buena parte del sureste asiático o con los terremotos en el Magreb o incluso en zonas deprimidas de Turquía), o también en la diferencia de impacto entre clases acomodadas y clases más vulnerables en un mismo territorio. Las catástrofes, como decía, nos plantean asimismo el debate sobre el papel del voluntariado y el del Estado en relación con la solidaridad. Y, desde luego, la relación entre la ciencia y las decisiones políticas que, como se ve en el caso de Oppenheimer, descrito como un Prometeo americano en la biografía que publicaron en 2005 Kai Bird y Martin J. Sherwin -en la que se inspira a su vez la conocida película de Nolan (Oppenheimer, 2023)-, tiene su cara y su cruz: el proyecto Manhattan no se entiende sin un ambicioso proyecto puesto en marcha por el presidente Roosevelt que inicialmente sí tenía que ver con la Defensa (el National Research Defense Committee, 1940) devino en la creación de una agencia científica de asesoramiento al gobierno (Office of Scientific Research and Developpment, 1941), con fines mucho más amplios, relacionados con la salud y bienestar, como se lee en la carta que el mismo presidente dirigió a esa Agencia y que fue el origen del famoso informe Science, the endless Frontier, de 1944. Finalmente, en este breve repaso de cuestiones de relevancia social y política, las catástrofes exigen hoy replantear la cuestión de la responsabilidad política. En la apertura de la COP 29, en Baku, el presidente del gobierno español advirtió: “el cambio climático, mata”, evocando expresamente la tragedia ocurrida en Valencia. En esa misma cumbre, la Unión por el Mediterráneo y la red de científicos ambientales y climáticos euromediterráneos, MedECC presentaron un detallado informe, “Cambio climático y ambiental en la cuenca mediterránea: situación actual y riesgos para el futuro. Primer informe de evaluación del Mediterráneo” (MAR1) que analiza el avance imparable del cambio climático en el Mediterráneo y sus consecuencias, si no se adoptan medidas: precisamente el informe contiene un “Resumen para los responsables de políticas”, en diferentes idiomas. Porque el problema es ese: la ausencia de voluntad política. El cambio climático, mata, en efecto. Pero mata, sobre todo, porque quienes han de poner en marcha las acciones que lo contrarresten arrastran los pies.

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1.- Este artículo tiene su origen en mi contribución al homenaje al profesor Ernesto Garzón Valdés, celebrado en la Fundación Coloquio Jurídico, en noviembre de 2024. Agradezco a mi compañero, el profesor Rodríguez Uribes, sus observaciones sobre la polémica entre Voltaire y Rousseau.

2.- Al cumplirse dos semanas del desastre, la pérdida más importante son las víctimas mortales y desaparecidos aún por localizar, en una cifra que supera las 220 personas. En las poblaciones afectadas (la mayoría de la comarca de l’horta Sud, una zona de la conurbación de la metrópolis de Valencia) viven cerca de 850000 personas. Los cálculos más fiables permiten hablar de 400000 personas afectadas directamente, casi 100000 hogares gravemente dañados, con más de 350000 trabajadores, buena parte de los cuales se han quedado sin puestos de trabajo o en precario, y más de 30000 empresas seriamente perjudicadas. Un estudio del Instituto Valenciano de Investigaciones Económicas, IVIE cifra las pérdidas en 28.000 millones de euros, y subraya que los 70 municipios que han salido más golpeados por la DANA generan el 34,5% del PIB provincial y el 22% del PIB regional (más de lo que producen en un año las comunidades de Asturias, Cantabria, Extremadura, La Rioja o Navarra). El desastre ha dañado gravemente a infraestructuras, incluidas la comunicación, que impactan directamente sobre la movilidad de toda esa población e incluso sobre las comunicaciones de Valencia con otros territorios, a través de carretera y ferrocarril. Por su parte, el Departamento de geografía de la Universitat de València ha cartografiado el mapa del desastre y cifra el área afectada en 562,7Km2, de los que casi 60 constituyen área urbana y están ocupados por viviendas familiares (21km2 son zonas residenciales) y empresas (33 km2 son superficies industriales). El estudio permite identificar las zonas definidas como inundables, en las que se cebó la catástrofe, una de las razones de su magnitud, más que previsible en ese sentido.

Continuará

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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de València.

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