Moción de gobernabilidad Pilar Velasco
Moción de gobernabilidad
El Ejecutivo demostró con la reforma fiscal el mejor retrato de la legislatura. Gobernar con 121 diputados, sinónimo de hacerlo para todos y con todos, aprobando medidas económicas y fiscales a varias bandas. Virtuosismo parlamentario o cómo poner de acuerdo a seis grupos contrarios en lo ideológico y en permanente disputa electoral. Hubo otro fiel retrato este pasado lunes, cuando la ausencia de un solo diputado socialista olvidadizo no acudió a la comisión de Hacienda y el PP tumbó con Junts el impuesto de generación eléctrica. Un voto menos y al traste unos 1.500 millones de euros de recaudación, según Hacienda. La legislatura está más viva que nunca y se juega en las Cortes. Y es ahí donde al PP más le cuesta entender el juego. La sesión de control es el show televisivo, el rifirrafe para lucir golpes. Pero no donde se desarma la mayoría, aislada en una bancada desde donde el resto de grupos son los aliados del gobierno y, por tanto, enemigos del PP.
El órdago de la moción de confianza de Carles Puigdemont, de vuelta a la presidencia de Junts desde octubre, en realidad es un órdago de gobernabilidad. Junts lleva meses negociando con el Gobierno medidas de su agenda política pero también económica, en sintonía con su alianza natural con la empresa catalana. Hay un Junts activista, impredecible, y un Junts más serio. Como decían desde el Senado este martes al votar en contra de las enmiendas fiscales del PP: “Aunque las apoyamos ideológicamente, por seriedad con el Gobierno, votaremos en contra”.
El PP tiene un problema de soledad política y parlamentaria. En la reforma fiscal, está tan poco acostumbrado a negociar que no ha sido capaz de desmontar o sacar adelante medidas con su mayoría absoluta del Senado. Y otro problema estructural, más de fondo: está atrapado en Vox
La moción no fue un farol, fue un gesto de presión. Una forma de hacer política y tensionar en las negociaciones. El PSOE ya les eligió como socio preferente para ir armando la reforma fiscal y ahora buscan el mismo sitio en el tablero de los Presupuestos. Junts tampoco lo tiene fácil pero, de las tres opciones, la más inútil es la moción de censura. Esa “fantasía” del PP, en palabras de Jordi Turull. Si dejan caer a Sánchez, el resultado de su abstención para forzar un adelanto electoral –como pide expresamente el PP–, terminaría en un gobierno PP-Vox, desaparecerían del mapa nacional y les costaría explicar en casa cómo han aupado a un gobierno donde el PP pidió hace un año la ilegalización de partidos independentistas por “deslealtad constitucional" y Vox lo sigue haciendo. O donde Feijóo pasa de llamar “terrorista” a su líder, a hacerle un guiño a Miriam Nogueras en sesión de control.
Junts es un partido de derechas, pero no de coordenadas madrileñas. Más allá de la agenda independentista, liberal y europeísta. Que cruza la línea roja de estigmatizar y criminalizar la inmigración como el PP, uno presionado por Alianza Catalana, otro por Vox. Por contra, nunca llevaría al Constitucional el matrimonio homosexual, el aborto o la ley trans. Desde ahí, con sus siete votos, los exprime y juega a largo plazo con el PSOE y en el corto, puntualmente, con el PP, aunque Feijóo lo niegue.
El PP tiene un problema de soledad política y parlamentaria. En la reforma fiscal, está tan poco acostumbrado a negociar que no ha sido capaz de desmontar o sacar adelante medidas fiscales con su mayoría absoluta del Senado. Y otro problema estructural, más de fondo. Está atrapado en Vox. En el suyo propio y el de Santiago Abascal. Incapaz de mandar una señal a la corriente interna que prefiere antes a la ultraderecha que a Junts o el PNV. Una corriente que se siente más cómoda con ese Vox que jalea el franquismo en sede parlamentaria antes que a Nogueras, Turull o Andoni Ortuzar. Los nacionalistas e independentistas aliados de Aznar, de Rajoy y artífices también de la Transición que tanto reivindican. Esa corriente que choca frontalmente con un PP de centro liberal.
El 28M Feijóo decidió un pacto orgánico de alianza con Vox. El error valenciano no fue pactar con la ultraderecha, fue hacerlo público. Si no le hubieran faltado cuatro escaños, hoy serían gobierno. La experiencia del último año, su aislamiento e incapacidad para interactuar con el resto de formaciones, no le ha hecho cambiar de estrategia. Ni apostar por reforzar una mayoría de centro con guiño a Cataluña y los conservadores vascos. Aitor Esteban les llamó “torpes” al empezar el año. Después Vox rompió, por segunda vez, las negociaciones de presupuestos. Pero el problema de gobernabilidad siempre son los otros.
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