Sobre ser ‘queer’, las siglas y los derechos de todas Marta Jaenes
El pueblo y el Estado, ante la dana
La gestión del espantoso desastre de la dana, en las ciudades y pedanías de comarcas de Valencia y en Letur (Albacete), las poblaciones más afectadas, ha dado lugar a mensajes tan aparentemente obvios y convincentes en su simplicidad, como –a mi juicio– engañosos, cuando no ejemplos de manipulación.
Uno de los más efectivos es el que apela a la contraposición entre el pueblo –siempre adornado de todas las bondades– y el Estado, con frecuencia presentado como una bestia insaciable, caricatura en la que coinciden los neoliberales iletrados pero poderosos (Milei o Trump son algunos de esos analfabetos funcionales y exitosos políticos) y de otros enemigos del sistema que, por el contrario, son ilustrados pero nada poderosos, como les sucede a buena parte de la tipología de los anarcas y anarquistas (Jünger nos enseñó la diferencia).
En lo que se refiere a la dana en Valencia, se puede ejemplificar esa tentación mediante el contraste entre las imágenes de miles de ciudadanos que dedican su tiempo y sus recursos, altruistamente, a tratar de ayudar a los damnificados (los ríos de gente que cruzan el “puente de la solidaridad” que une el casco de Valencia con un barro periférico fuertemente afectado, el de La Torre, quedarán en nuestra memoria para siempre) y las quejas por el abandono que viven esas poblaciones, denunciadas por alcaldes de todo signo político y por sus habitantes y sintetizadas en la frase “en estos días aquí no hemos visto ningún uniforme” (militar, bomberos, policía, guardia civil), con la que se proclama la ausencia del Estado, denunciada también por personas que influyen en la vida pública pero que no parecen conocer la situación, como el habitualmente ponderado Antonio Banderas, que proclamaba en un tuit su indignación por no ver al ejército en las calles de esos pueblos. Para opinar, conviene hacerlo desde la base de un mínimo conocimiento de la realidad de este desastre y también, del marco normativo y competencial de situaciones de emergencia que, por supuesto, también ha dado para la disputa partidista.
Lo que trato de señalar es que hay no poco que matizar sobre el buen pueblo. Soy de los que ha aprendido acerca de lo que significa que el pueblo es el sujeto de la política, leyendo por ejemplo a Ranciére, que enseña que la democracia es ante todo lucha por la democracia, por el poder de las gentes reunidas como pueblo (y hoy, más allá de la condición de nacimiento o pasaporte), porque los sistemas políticos tienen como hilo común, en no poca medida, el miedo al poder del pueblo. Como también he aprendido de Thoreau, Fromm, Zinn o Chomsky, la necesidad democrática de la desobediencia civil: la indignación, la frustración ante la incompetencia de sus gobernantes, no digamos la rabia, es una buena razón para la protesta. Pero si uno ha leído a Canetti, o ha visto películas como La jauría humana, Matar a un ruiseñor o Grupo salvaje, sabe bien que el pueblo es tantas veces también masa, moldeable por demagogos de toda laya, de Hitler, Stalin o Mussolini, a Milei, Bolsonaro o Trump. Y que, en situaciones extremas, sale lo mejor y lo peor de todos nosotros: altruistas y saqueadores. Bien es verdad que, afortunadamente, como hemos visto en Valencia, aquellos son muchos más que éstos. En cualquier caso, bueno es que todos aquellos que se dediquen a la política tengan bien presente la advertencia de las Mémoires de un contemporáneo de Mazarino, el cardenal de Retz (tantas veces mal atribuida a Lichtenberg), escritas en 1675: “Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto, y despiertan de su letargo, pero de forma violenta”.
No vamos a mejorar si nos quedamos en la apología del pueblo y la execración del malvado Estado. Mejor sería estudiar cómo corregir cuestiones tan concretas como la respuesta al cambio climático
Y también hay que matizar, y mucho, sobre la pretendida ausencia del Estado. Para empezar, sobre la eficaz falacia de que todos los políticos son incompetentes, cuando no ladrones. Por ejemplo, he leído en estos días a un ilustre hispanista sostener la afirmación, tan atractiva como –a mi juicio– tramposa, de que la corrupción e incompetencia de nuestra clase política hoy, es la misma –sin solución de continuidad– que denunciara Valle Inclán en Luces de Bohemia. Queda muy bien, pero es una falsedad colosal. Que el poder político corrompe, como sentenciara Lord Acton, y casi siempre a manos de los poderes de facto, no significa que no se haya avanzado nada, también en España, para controlar al corrompido (aunque sea a posteriori) y también –menos, la verdad– al corruptor. En un Estado de Derecho que funcione, y el nuestro, con todos sus defectos, lo es, la actividad de la administración pública está sometida hoy a controles normativos (por ejemplo, la Ley de Contratos del Sector Público), de diferentes instituciones (como el Tribunal de Cuentas) y al contraste ante los tribunales de justicia, que establecen responsabilidades y sanciones: económicas, administrativas y, si es preciso, penales. Nada que se pueda comparar a las denuncias de Larra o Valle.
Como escribía el profesor Juan Romero, sonroja tener que recordar que tan Estado son las Autonomías y los Ayuntamientos, como el gobierno y la administración pública central. Más penoso es tener que subrayar obviedades como que, sin lo que llamamos Estado, y en concreto, sin un modelo como el del Estado social, serían muy difíciles buena parte de los avances en ciencia ni investigación (por ejemplo, los que no están al servicio de intereses empresariales, que son legítimos en principio, claro), ni habría salud pública, ni educación pública, ni sistema de pensiones, ni seguridad social.
Si queremos sacar de verdad lecciones, la cuestión no puede centrarse en reiterar lugares tan comunes como falsos. No vamos a mejorar si nos quedamos en la apología del pueblo (al fin y al cabo, sí, el soberano) y la execración del malvado Estado. Mejor sería estudiar cómo corregir, a fondo si es preciso, cuestiones tan concretas como importantes en relación con la respuesta al cambio climático, tal que el marco normativo y la ejecución de los sistemas de prevención y alerta y, más aún, los protocolos de colaboración institucional entre los agentes del Estado, las diferentes administraciones. Corregir en lo posible las aberraciones urbanísticas que hemos cometido, contra las enseñanzas básicas de la ciencia (geógrafos, geólogos, climatólogos, por ejemplo), por no decir los cinco puntos de la agenda que propone el profesor Romero en el artículo que he citado.
No podemos perder de vista que el sentido de la acción del Estado, de la acción política, es, desde luego, el mejor servicio a los ciudadanos, algo que no parece haber entendido la todavía hoy (a mi juicio, inexplicablemente) consellera de turismo de la Comunitat Valenciana, la señora Nuria Montes, que trata a las familias de los muertos y desaparecidos con la misma displicencia con la que imagino trataba a sus subordinados en su empresa hotelera. Quizá porque no ha entendido que su función como consellera de turismo no es defender los legítimos intereses de esa patronal, sino los de los valencianos, sea cual fuere su relación con los establecimientos de hostelería.
Debemos reconstruir. Pero con sentido común y con la guía de la prudencia, lo que significa la guía de la ciencia. Sin arrojar al niño con el agua sucia, pero limpiando todas las cloacas que podamos, ahora que aún podemos.
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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de València.
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