Ulises Najarro Martín

El concepto “urbicidio” hace referencia a la destrucción deliberada o sistemática de una ciudad o de elementos como su arquitectura, infraestructuras y patrimonio cultural. Este fenómeno puede tener raíces de diversa índole, aunque en este caso me centraré en la vulnerabilidad de las ciudades ante la violencia bélica. Aunque ya ocurrió en episodios históricos del pasado, en la actualidad asistimos a un proceso de “urbicidio” en toda regla. La guerra de Rusia contra Ucrania y de Israel contra Gaza son ejemplos recientes de este fenómeno urbano. El ataque físico descontrolado contra edificios o infraestructuras supone un ataque a la identidad, la historia y la cohesión de las comunidades urbanas de estos territorios.

Las ciudades son más que construcciones: son lugares donde se forja la identidad colectiva de las personas, son centros de vida social, de memoria histórica y de cultura. Los conflictos armados no solo destruyen vidas humanas inocentes, sino que desmantelan los espacios urbanos de su simbolismo.

Los conflictos bélicos mencionados son claros ejemplos de contextos de “urbicidio”, donde vemos cómo los bombardeos, que dicen destruir exclusivamente instalaciones u objetivos militares, arrasan infraestructuras civiles como hospitales, escuelas y barrios históricos. Lugares con identidad, cuya destrucción quebranta la moral de las poblaciones urbanas. Además de la pérdida material, la destrucción de edificios históricos, monumentos y espacios culturales constituye un ataque a la memoria colectiva de los pueblos. En este sentido, el “urbicidio” puede entenderse como una forma de genocidio cultural. En décadas recientes, muchos territorios han sufrido este fenómeno: Sarajevo (1992-1995), Bagdad (2003), Alepo (Siria, desde 2011), Ucrania (2022) o Gaza (2023) y Líbano (2024). 

Las consecuencias del “urbicidio” para las poblaciones afectadas de estos territorios son profundas y de carácter multifacético. La pérdida de seres queridos, de bienes materiales y la posterior necesidad de reubicarse geográficamente tienen un fuerte impacto en su bienestar físico, emocional y social.

Una de las consecuencias más inmediatas de los conflictos armados es la destrucción de viviendas, lo que obliga a las personas a abandonar sus hogares, generando desplazamientos masivos de población o provocando un éxodo de refugiados hacia otras naciones. Perder el hogar físico también significa perder la conexión con la comunidad, el vecindario y el entorno social, lo que provoca un sentimiento de desarraigo hacia los lugares de origen. La ruptura del tejido social y comunitario implica la dispersión de las personas en el espacio geográfico y provoca el aislamiento de las poblaciones. El impacto emocional generado por vivir en medio de la destrucción continua de hogares y ciudades, sumado a la amenaza de muerte diaria, implica vivir en un estado de alerta constante, provocando un impacto emocional que afecta gravemente a la salud mental de las poblaciones afectadas.

Además, la destrucción de monumentos, edificios históricos y símbolos culturales crea un vacío en la población y provoca una desconexión con el pasado y de pérdida del sentido de pertenencia. A su vez, la destrucción de infraestructuras esenciales (fábricas, suministro de agua, electricidad, transporte…) afecta a la economía, provoca desempleo y deja a muchas personas sin acceso a servicios esenciales como la educación o la sanidad. Todo este bucle de fenómenos empuja a la pobreza en estos territorios. Esta destrucción de la infraestructura estatal también conlleva el aumento de delincuencia y la violencia; si el Estado pierde el control, el caos permite la proliferación de grupos armados o bandas criminales. 

La destrucción de monumentos, edificios históricos y símbolos culturales crea un vacío en la población

En definitiva, el “urbicidio” no termina ahí, sino que la dificultad para la reconstrucción física y social de una ciudad será lenta y muy costosa. La recuperación de la cohesión comunitaria llevará generaciones y, en muchos casos, nunca llegará a ser completa. Esto llevará a que nuevas generaciones crezcan sin un sentido pleno de pertenencia o identidad arraigada a su lugar de origen. A este fenómeno se une, desgraciadamente, el proceso de marginación y estigmatización que sufren las personas provenientes de ciudades devastadas por los conflictos armados. Actualmente, observamos imágenes de niños y niñas que crecen en medio de la destrucción continua y del horror de la guerra. Son las nuevas generaciones que crecen en espacios de violencia, sin hogar, sin identidad, y con profundas heridas sociales y emocionales, lo que dificultará la construcción de una nueva sociedad en estos lugares. Como sociedad global, debemos tomar medidas urgentes para frenar esta espiral de violencia y devastación, ya que, de no hacerlo, condenaremos a las poblaciones afectadas a vivir en un mundo sin raíces, sin identidad y cargado con el dolor de las ciudades arrasadas por el “urbicidio”.

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Ulises Najarro Martín es socio de infoLibre.

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