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Lo que queda del socialismo

Cartel del Partido Socialista francés.

Frente a la ola nacional-populista y a las tentaciones autoritarias que se derivan de ella, el socialismo se presenta como dique protector e inspirador. La propuesta parece descabellada, habida cuenta del estado deplorable de las fuerzas que dicen (o decían) compartir ese ideal. Los autores de dos importantes obras publicadas en Francia, Qu’est-ce qu’un gouvernement socialiste ? [¿Qué es un gobierno socialista?] y Sociologie et socialisme [Sociología y socialismo] son muy conscientes de ello.

En el primero de estos dos títulos, publicados a comienzos de este año, el profesor de Filosofía Frank Fischbach admite de buen grado que “lo que prácticamente ha desaparecido es incluso la posibilidad misma de concebir la sociedad como la obra común en cuya elaboración cooperan los individuos, en beneficio propio. Ahora bien, esta idea no es otra que la idea central del socialismo”.

Menos alarmistas, el filósofo Bruno Karsenti y el sociólogo Cyril Lemieux reconocen que la etiqueta aparece actualmente superada o resulta pesada para los movimientos comprometidos con la defensa de la justicia global, el medio ambiente o los derechos humanos. Al igual que Jourdain, que hacía prosa sin saberlo, éstos conceden sin embargo una aspiración al socialismo, “lo quieran o no”. El problema, según Karsenti y Lemieux, reside en el carácter informe de esta aspiración.

Portadores de intuiciones justas, los movimientos en cuestión parecen incapaces de presentar un proyecto ajustado a escala de la sociedad y pueden correr el riesgo de caer en el aislamiento o el sectarismo. De ahí la urgencia “a la hora de recuperar intelectualmente el control de la situación”. Así lo cree también Fischbach, que subraya que, por encima de demostraciones sobre la vacuidad de proyectos xenófobos y neoliberales, “se debe luchar por los valores y la concepción moral o ética de la vida social”.

Ambas obras, que presentan estilos diferentes e incluyen numerosas referencias intelectuales, sólo se solapan en parte. Y es que las dos publicaciones persiguen un mismo objetivo: sacar al socialismo de las incomprensiones y de las confusiones que han terminado por quitarle sentido y atractivo por culpa tanto de algunos de sus teóricos como por las experiencias vividas en el ejercicio del poder. Sin ser repetitivas entre sí, cada una de estas publicaciones arroja luz sobre los orígenes del socialismo, su naturaleza, lo que lo distingue de otras ideologías y lo que lo acerca a a determinados modos de aprehensión de lo real.

Respuesta cooperativa a la división del trabajo social

Los tres autores convergen en la identificación de un vínculo consustancial entre el socialismo y la modernidad de la era industrial. Esta última responde a un crecimiento espectacular de la división del trabajo social, es decir, la diferenciación de las funciones que garantizan la reproducción de una sociedad. No sólo las funciones económicas se han liberado de las formas existentes de regulación, sino que las prácticas y las lógicas de mercado han adquirido una centralidad sin precedentes en la historia humana.

No obstante, el socialismo, como reacción a las patologías sociales nacidas de esta situación, no tiene como objetivo la restauración de un antiguo régimen. Bien es verdad que algunos de sus representantes han podido rechazar el industrialismo en sí, lo mismo que otros, más numerosos, han celebrado hipócritamente cualquier innovación técnica con la excusa del “progreso”. Sin embargo, la tendencia fundamental del socialismo ha sido sobre todo  querer organizar las relaciones sociales fruto de las transformaciones ya materializadas, para hacerlas responder a fines emancipadores en lugar de a fines de acumulación.

En ese sentido, hay un desafío ético (una determinada visión de la vida buena), pero también la necesidad práctica de responder a las patologías sociales exacerbadas por una división del trabajo no controlada. La complejidad creciente de las sociedades, que suscitan una interdependencia de los individuos siempre más fuerte, requiere justicia e igualdad para que sea soportable. Según Fischbach, el socialismo propone justamente “pasar de una dependencia sufrida, inconsciente y no elegida, a una dependencia voluntaria, consciente y organizada”.

Su horizonte es el de “la asociación de cara a la cooperación”, expresión que resume bastante bien su “delicada esencia” explorada hace unos años por Philippe Chanial. El sociólogo, apoyándose en autores ya mencionados en estos dos libros, describió la recuperación de esta tradición de la mano de corrientes estatalistas que han derivado o bien hacia un colectivismo autoritario o hacia un reformismo impotente.

En la La cité du travail [La ciudad del trabajo], el sindicalista Bruno Trentin había presentado un relato similar. En su opinión, las corrientes dominantes de la izquierda habían sucumbido a la fascinación del taylorismo y del fordismo, cuya supuesta racionalidad productiva había sido desconectada de la irracionalidad de la repartición de la riqueza, aparentemente más sencilla. El ideal de la democracia económica se habría quedado por el camino, con lo que esta ausencia acaba de antemano con cualquier plan de transformación social.

Imperativo de conocimiento

La originalidad de Fischbach, y especialmente la de Karsenti y de Lemieux, radica en la demostración del imperativo de conocimiento requerido por cualquier intención socialista consecuente, mientras los segundos insisten en la “voluntad previa de saber” que debe acompañar a “la voluntad de actuar”. Por lo que se hace necesario un trabajo de dilucidación objetiva de las dinámicas sociales para quien quiere dominarlos y canalizarlos hacia normas subjetivas de progreso humano. Y ya que esta voluntad de saber concierne a la sociedad, los dos autores consideran que con la sociología es con lo que el socialismo encontraría más afinidades electivas.

Por su parte, los liberales se dirigirán de forma espontánea hacia las corrientes dominantes de la economía y de la psicología, impregnados de un individualismo metodológico, mientras que los nacionalistas se decantarán por las corrientes dominantes de la historia y de la antropología, impregnadas de “holismo genealógico”, que pone el acento en la dependencia fuerte de los grupos humanos de su propio pasado. La sociología, al menos la que prefieren Karsenti y Lemieux, está impregnada de un holismo más abierto: “El interrogante se centra en el cambio histórico, es decir, en la liberación relativa del presente con relación al pasado, así como en la autonomía de lo social, es decir en la independencia relativa del orden de la cultura con relación al orden psicológico”.

Más allá de su alegato por la sociología, los dos autores subrayan que la ambición de conocimiento del socialismo implica, simultáneamente, el rechazo de cualquier dogmatismo y el objetivo de aumentar la inteligencia colectiva. Por eso el socialismo carece de sentido si no es democrático, al tiempo que precisa de un amplio acceso y abierto a una educación, que favorece la autonomía intelectual. Por su parte, Fischbach explica que la extensión de las relaciones de cooperación a toda la vida social es sinónimo de una “extensión del campo de la consciencia gubernamental, lo que no quiere decir únicamente que [esta] conciencia se extienda a más objetos, sino que se extiende a más sujetos, en el sentido de que se extiende a otros actores y no exclusivamente a los gobernantes”.

Diferencias con el liberalismo y el comunismo

Los autores, tras describir los orígenes del socialismo y su método, lo distinguen más fácilmente de las ideologías con las que ha podido compartir lucha o ha podido ser confundido.

Cabe recordar que Carlo Rosselli, asesinado por los esbirros de Mussolini hace 80 años, en París, presentó el socialismo como la culminación del liberalismo. Según el antifascista italiano, su misión consistía en dar un alcance universal al principio de libertad, proclamado filosóficamente desde al menos el Renacimiento, pero reservado hasta entonces a las clases sociales privilegiadas o a ámbitos particulares. Fischbach identifica una diferencia de naturaleza más clara: allí donde el liberalismo pretende preservar la autonomía de las diferentes esferas de acción (política, económica, privada...), el socialismo pretende politizar las relaciones de interdependencia que se establecen, rechazando la idea de lógicas propias que se escapan a la deliberación colectiva.

De esta vocación se deriva una originalidad del “arte de gobernar” socialista, cuya existencia negó Michel Foucault. En concreto, Fischbach explica que la “gubernamentalidad liberal” supone una conducta de la “sociedad civil” desde un lugar exterior, exclusivamente orientado hacia los “medios” de maximizar el rendimiento de las actividades que se despliegan. La “gubernamentalidad socialista”, que concibe la sociedad civil como un lugar de asociación y de cooperación, llega incluso a plantear la cuestión del sentido y de los objetivos de estas actividades. “Presupone por parte de los actores sociales un esfuerzo constante de reflexión y un ejercicio permanente de inteligibilidad social sobre los procesos sociales y sus finalidades”.

La diferencia con el comunismo, según los autores, estriba en otras dos razones. Si se acepta definir el comunismo como la utopía de una sociedad sin clases, que pone en común sus recursos, primero hay que reconocer su antigüedad, si se compara con el socialismo. Esta utopía, lejos de ser indisoluble de la modernidad, se manifiesta desde la Antigüedad, presentando así una genealogía distinta.

Karsenti y Lemieux la ven portadora de “una concepción [...] no sociológica de las sociedades humanas”, que cultivan el fantasma de “la abolición completa de la división del trabajo social”. En esta línea, Fischbach describe el comunismo como una empresa “mesiánica” más que “de conocimiento”, que erosiona a su paso a promotores como Alain Badiou o Slavoj Zizej, de quien destaca el poco interés por los resultados de las ciencias sociales.

“Problemas” del socialismo

Un último punto en común que presentan las dos obras es el de no actuar como si las experiencias del socialismo real en el Este, y de la socialdemocracia en el Oeste, sólo hubiesen sido errores ajenos a la doctrina original.

Así, Karsenti y Lemieux revelan una “virtualidad peligrosa” en el centro del socialismo. Su exigencia de racionalidad crítica, tanto en la dilucidación como en la transformación de lo real, requiere condiciones sociales y una disciplina intelectual cuya ausencia o abandono puede salir caro. La degeneración dogmática puede ser el precio, la “ciencia” que sirve de argumento de autoridad más que de recurso a la acción política.

Por su parte, Fischbach alude a las “faltas originales” del socialismo identificadas por el filósofo Axel Honneth, en un libro reciente. Su enumeración, bastante clásica, va de la tendencia a un economismo excesivo hasta la creencia en leyes de la Historia, pasando por la focalización en un grupo social único del que se espera desarrolle el socialismo. El profesor no los niega, pero prefiere destacar las corrientes minoritarias del socialismo no abordadas.

Además, considera que estas advertencias no deben ocultar que el trabajo productivo constituye el terreno privilegiado de la reflexión y de la acción socialistas. Según él, “el socialismo es una articulación local y situada de la reivindicación de emancipación democrática, [en el sentido de que se revela] específicamente socioeconómica”. No es hasta un segundo tiempo cuando esta reivindicación se extiende a otros terrenos o más bien se alía a otras corrientes emancipadoras que le socialismo no pretende englobar. El alcance de la “acción política democrática” debe ser universal, pero Fischbach considera que se encuentra en la esfera económica “un anclaje, una afectividad y un contenido sin los que quedaría en estado de [...] pura abstracción”.

Hallamos aquí la herencia de la crítica marxista que nos lleva a uno de los pocos puntos de divergencia entre las dos obras analizadas. Para Karsenti y Lemieux, el marxismo tiene el mérito de haber ofrecido una crítica sociológica de la economía y de la ideología, pero se equivoca al continuar con ese esfuerzo intelectual con la política. Los coautores prefieren el enfoque de Durkheim, de quien concluyen que el Estado en sí mismo debe ser socializado. Este órgano debe permanecer separado de la sociedad, pero convertirse en su instancia de “autodirección”: por encima de las elecciones, se trata de multiplicar los foros deliberativos entre los ciudadanos, los grupos intermediarios y los representantes del momento.

Por contra, Fischbach critica dos puntos de Durkheim. En primer lugar, contesta la importancia y la exterioridad del Estado a las que éste estaba visiblemente apegado. Si la democratización de las relaciones sociales se concretase de verdad y si los ciudadanos desarrollasen su autonomía, se debería asistir por el contrario a una reducción cada vez más mayor de la distancia entre los aparatos de Estado y la sociedad misma. En segundo lugar, lamenta que Durkheim no viese la “especificidad capitalista” de las sociedades industriales.

Comprender esta especificidad pasa por entender que el conflicto entre capital y trabajo, y el imperativo de acumulación que lo sostiene, no son tanto patologías de la división del trabajo como fundamentos normales del capitalismo. Además, llama la atención que este último término sólo aparezca muy de pasada en el libro de Karsenti y de Lemieux. Sin embargo, la mejora continua del valor supone una obligación sin la cual este sistema se hunde y a la que vincula cada vez más formas de vida.

Se trata del principio de la dominación abstracta e impersonal del capital que identificó Marx y gracias al cual Fischbach demuestra que el mercado no es libre con el liberalismo. Dándole la vuelta con malicia a la idea de que sólo el poder público alteraría el buen funcionamiento de los intercambios comerciales, subraya que es la lógica capitalista quien lo hace. Productores y consumidores no son libres o lo son de forma desigual, precisamente porque la obligación de “maximizar los beneficios” viene a pervertir las relaciones.

Pese a estas matizaciones, las dos obras llevan el mismo mensaje de rehabilitación de un socialismo democrático, organizador y reflexivo. No obstante, no ocultan la dificultad a la hora de lograr su advenimiento. De este modo, la transición al socialismo se describe como una verdadera “conversión mental”, mediante la cual se abandona la simple gestión de procesos sociales no cuestionados, en beneficio de su orientación “hacia formas de vida que poseen un mayor grado de perfección”.

 

Fabien Escalona, doctor en Ciencias Políticas y especialista en socialdemocracias, es colaborador habitual de Mediapart, socio editorial de infoLibre.

Traducción: Mariola Moreno

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