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Los diablos azules

Epílogo en un acto

'Nadie lo diría', de José Luis García Martín.

José Luis García Martín

(El jardín de una villa cercana al mar con estatuas corroídas por la humedad, una fuente que fluye en el silencio y una pequeña alberca en la que se reflejan las estrellas. Sentados en un cenador, fumando, hay tres amigos. Pasa un largo rato sin que nadie diga nada.)

VIVIAN. Se está bien aquí. Es muy tarde, mañana hay que madrugar, pero no tengo ninguna ganar de irme a dormir.

CYRIL. Ni yo.

MARTÍN. Ahora es el momento de que alguien cuente una bonita historia de fantasmas.

CYRIL. Me aburren esa clase de historias, son todas iguales, sobre todo las que tú cuentas.

VIVIAN. También podríamos jugar a las confidencias, a contar algo que no hemos contado nunca a nadie, algo que nos avergüenza, con la promesa de que mañana por la mañana lo habremos olvidado del todo.

CYRIL. Esa es una promesa imposible. No se puede olvidar a voluntad. Se puede hacer como que no se recuerda, pero todos leeríamos en la mirada del otro que sabe nuestro secreto inconfesable. Y ya conocéis aquellos versos de no sé qué drama clásico. Un caballero mata a otro “porque no sepas que sé / que sabes flaquezas mías”.

 

MARTÍN. Yo no tendría ese problema. Me he pasado la vida hablando de mi vida. Acabo de corregir las pruebas del último, por el momento, tomo de mi diario: Nadie lo diría. Hace el número dieciocho, creo, y, aunque yo no sumo las páginas como mi amigo Andrés Trapiello, me temo que son ya unos miles, lo que no es poco para una vida en la que nunca pasa nada.

CYRIL. Pues yo creo que tú hablas y hablas para ocultar mejor eso de lo que no quieres hablar.

MARTÍN. Es posible.

VIVIAN. A mí más bien me parece que también habla de lo que no quiere hablar. Pero solo lo hace entre líneas, hay que estar muy atento.

MARTÍN. También es posible.

CYRIL. En cualquier caso yo no pienso leerte. Me temo que ya te he escuchado decir todo lo que tienes que decir, y más de una vez.

MARTÍN. No te diré yo que no. A cierta edad no hace uno más que repetirse.

VIVIAN. Pero la repetición también tiene su encanto. Sin repetición no hay ritmo y sin ritmo no hay música ni poesía. La obra de un escritor, de cualquier escritor, no es más que un tema con variaciones. Un tema, o unos pocos temas fundamentales, y luego una serie indefinida de variaciones. Eso está muy claro en Borges, pero también en un poeta tan profuso como Neruda.

MARTÍN. El ser humano es monótono y me temo que yo, que también soy un ser humano...

CYRIL. Dejémoslo en humanoide.

MARTÍN. …que también soy un ser humano, aunque a veces no lo parezca, soy más monótono que nadie.

CYRIL. ¿Y entonces por qué te empeñas en escribir un diario? ¿Por qué no escribes novelas? Cuenta otras vidas más interesantes, ya que la tuya carece de interés. Has vivido siempre en la misma casa, has conservado siempre el mismo trabajo, nunca te has casado…

VIVIAN. Bueno, también ha estado en la cárcel y ha comido con un rey.

MARTÍN. ¿Qué vida, si bien se mira, no es monótona? Y las de los aventureros, las más monótonas de todas, siempre corriendo de un lado para otro, siempre escapando en el último momento de la tormenta o la emboscada. A mí las películas de acción, llenas de persecuciones y explosiones, son las que más me aburren.

VIVIAN. No es lo que se cuenta, sino cómo se cuenta, lo que importa.

CYRIL. En cualquier caso, amigo Martín, yo creo que tú ya te pasas un poco. Va llegando la hora de que dejes de hablar de ti mismo y te dediques a hablar de otras cosas.

MARTÍN. Claro, de la crisis económica mundial, de los problemas de la inmigración o de los peligros de Internet; de esas cosas de las que no habla nadie.

CYRIL. Es que da la impresión de que no te interesan los problemas del mundo, de que solo te dedicas a mirarte el ombligo.

MARTÍN. A mí el propio ombligo me aburre mucho; me interesa más mirarle el ombligo a los demás, y en algunos casos mirar un poco más arriba o un poco más abajo.

CYRIL. Pues de tu vida erótica no das muchos detalles. Para quien no te conozca personalmente, no queda muy claro si te acuestas con hombres o con mujeres.

MARTÍN. En mi caso, yo creo que la curiosidad estaría más bien en saber si con quien no me acuesto es con hombres o no me acuesto con mujeres. Me gusta mucho repetir una frase apócrifa de Woody Allen: “No me molestan los rumores sobre mi vida sexual; así me hago la ilusión de que tengo vida sexual”.

CYRIL. Sabes a qué me refiero. Ese pudor tuyo, y de los escritores de tu generación, es el que una experta en el tema, Anna Caballé, considera uno de los mayores defectos de los diaristas españoles. Dejáis por completo de lado la intimidad.

MARTÍN. Pues a mí, si se trata de la intimidad sexual, me parece algo muy de agradecer. Y lo mismo me da que el diarista tenga veinte que sesenta años. Incluso en las memorias de Casanova, una de mis lecturas preferidas, lo que importa es lo que hay antes y después. Lo otro cualquiera puede imaginárselo una vez pasada la adolescencia.

CYRIL. No se trata solo de sexo. Tampoco hablas mucho de tus afectos. Parece que no tienes amigos ni familiares. Solo conocidos literarios a los que hacer blanco de tus ironías.

MARTÍN. Reconozco que no soy muy dado a expresar mis emociones en público. Recuerdo a un poeta que, en todas sus lecturas, incluía un poema dedicado a la muerte de su padre. Y a mitad de los versos se interrumpía entre sollozos. También yo quedé conmovido la primera vez. A partir de la segunda, me pareció un farsante. Un caballero no llora en público, si puede evitarlo. Los comerciantes de vísceras tienen su sitio en ciertos programas de televisión, no en los recitales de poesía, no en la literatura.

VIVIAN. Así, “comerciante de vísceras”, llamaste tú una vez a un poeta catalán que a mí me gusta mucho.

MARTÍN. Ya estoy arrepentido. Tiendo a ser innecesariamente cruel. Hay cosas que se pueden pensar, pero que no se deben decir.

CYRIL. ¿Y no te parece un absurdo rehuir la intimidad en los diarios que precisamente se califican de íntimos?

VIVIAN. Yo creo que la intimidad, en los tiempos de Facebook, ha perdido mucho prestigio.

MARTÍN. Antes para reconocer a un tonto bastaba con escucharle presumir de no tener televisor en casa. Ahora de lo que presumen es de no tener teléfono móvil o de detestar las redes sociales.

VIVIAN. Como tu amigo Juan Manuel de Prada. En mi moleskine he copiado una frase de uno de sus últimos artículos que me ha dejado alucinado. Respiro hondo y os la leo: “Internet es, hoy por hoy, el principal instrumento del sistema para apacentar a las masas cretinizadas, haciéndoles creer ilusoriamente que fomenta la participación democrática y que fortalece la vida comunitaria, cuando en realidad fue creado para que la herida irrestañable que la destrucción de la vida comunitaria deja en el corazón humano sea anestesiada por un espejismo virtual que no hace sino fomentar la disolución de los vínculos naturales, creando individuos absortos y prendidos de una pantalla, como Narciso estaba absorto y prendido de su fuente, hasta perecer por inanición”.

MARTÍN. Hace tiempo que Juan Manuel de Prada no es mi amigo. Cuando lo era, muy jovencito, a veces me llamaba preocupado porque pensaba que yo no le admiraba demasiado. “A ti la prosa que te gusta es la de Juan Bonilla, no la mía. No me lo niegues”. Tenía toda la razón. La retórica vacua y rimbombante nunca me ha encandilado. Pero las tonterías sobre Internet no las dice solo Prada, también gente presuntamente inteligente.

VIVIAN. No sé si a Mariano Antolín Rato se le puede aplicar la presunción de inteligencia…

MARTÍN. Como la presunción de inocencia, todos tienen derecho a ella.

VIVIAN. De ese escritor, creo que asturiano, he anotado el comienzo de un artículo: “Ni siquiera dormir nos dejan. El sueño significa pérdida de tiempo. Es lo que predican los nuevos tiranos de la innovación permanente. Hay que estar conectados las veinticuatro horas del día. Y los siete días de la semana. Todo lo demás supone una pérdida del tiempo que obligatoriamente se debe dedicar a satisfacer la voracidad del actual sistema económico de mercados”.

MARTÍN. Es como si alguien se quejara de tener agua corriente en casa las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana. “¿Tenemos que estar bañándonos a todas horas? ¡Ni siquiera dormir nos dejan!”, se lamentaría un Mariano Antolín Rato de hace cien años. ¡Cuántas tonterías! Tener conexión a Internet las veinticuatro horas del día no significa que haya que estar pegado a la pantalla el día entero, como tener línea telefónica todas las horas del día (y de la noche) no quiere decir que haya que estar hablando a todas horas, sino solo cuando tenemos necesidad, sea a mediodía o a las cuatro de la madrugada.

CYRIL. Te gusta repetir obviedades, Martín. Se nota que eres profesor.

MARTÍN. Lo que me gustaría es ser el director de las revistas donde publican Prada o Antolín Rato y devolverles subrayado en rojo sus artículos con una indicación al margen: “Pensar antes de escribir”. ¿Está, como Narciso, absorta en la pantalla, amigo Prada, la abuela que cada noche conversa por Skype con su nieto de cinco años? ¿Lo hace así porque la realidad virtual ha hecho desaparecer “la vida comunitaria” o porque el niño vive con sus padres a miles de kilómetros?

CYRIL. Yo solo colecciono tonterías graciosas. En la conferencia que me pasaste el otro día, de Ángel-Luis Pujante, se dice que uno de los primeros estudiosos españoles de Shakespeare “murió en Madrid, al parecer bastante enfermo”. ¡Y tan enfermo que debía de estar!

MARTÍN. Es como aquella biografía de Chamfort que nos cuenta que intentó suicidarse, no lo consiguió, pero murió a consecuencia de las heridas que se causó en el intento.

VIVIAN. Deberías tener una sección en la prensa, Martín, dedicada a replicar a las generalizaciones abusivas y a las tonterías de los escritores cuando hablan del mundo contemporáneo.

MARTÍN. Ya me gustaría, ya. Pero no daría abasto. Solo con Félix de Azúa ya tendría para una sección.

CYRIL. ¡Siempre creyéndote en posesión de la verdad! ¡Eres incorregible!

MARTÍN. Reconozco que por Félix de Azúa siento una cierta debilidad. No me pierdo ninguna de sus columnas. Puede dedicarlas a la filosofía de Hegel, la muerte del arte o la inmortalidad de los cangrejos, pero siempre se las arregla para acabar denostando a Artur Mas, ese avatar contemporáneo del demonio, y al nacionalismo, causa de todos los males.

CYRIL. Reconoce que tú tienes cierta debilidad por los nacionalismos.

VIVIAN. No entremos en política, que nos pasaríamos aquí la noche. Volvamos a los diarios íntimos y a la intimidad en los tiempos de Facebook.

MARTÍN. Volvamos. Yo creo que la intimidad sigue estando donde estaba, en el almario de cada cual, donde nadie más puede entrar; solo se la dejamos entrever a gentes muy cercanas o a lectores desconocidos. La privacidad es otra cosa.

CYRIL Para mí son sinónimos.

MARTÍN. Para casi todo el mundo. Pero conviene distinguir. Privadamente ceno con una señorita, o con un gigoló, en el reservado de un restaurante. Si un fotógrafo me espera a la salida o si con un micrófono captan nuestra conversación, esa es una vulneración de mi privacidad. Pero en mi intimidad, en mis sueños y en mis deseos, en lo que yo siento o dejo de sentir por la mujer de un amigo, o por un amigo de mi mujer, nadie puede entrar, ni el más indiscreto paparazzi.

CYRIL. Pues esas son las cosas que uno esperaría encontrar en un diario íntimo.

MARTÍN. Y las encontrará, pero exactamente las que el autor quiere que se sepan, ni más ni menos.

CYRIL. Eso en tu caso, que se trata de un falso diario íntimo publicado en un periódico, antes La Nueva España, ahora El Comercio, a los pocos días de escribirlo. Me refiero a los verdaderos diarios íntimos, a los diarios que se publican muchos años después y sin manipulación del autor, a los diarios póstumos.

MARTÍN. A menudo más mentirosos que los otros. Los diaristas pueden mentir, algo que les está vedado a los novelistas. Yo pude haber intercambiado unas palabras de cortesía, en un acto público, con Borges, con Alberti, con la reina de España, con Ophelia Queirós, la que fue novia de Pessoa, e incluso con políticos como Netanyahu (comí una vez con él en Jerusalén). Si a los tres días narro ese encuentro en mi diario publicado en la prensa (es lo que hago desde hace más de una década), no puedo dedicarme a fantasear. Sería desmentido de inmediato. Unas amigas quisieron que les hiciera una foto con la reina Sofía en una de las comidas en el Reconquista con motivo de los premios Príncipe de Asturias. Le pedimos permiso y ella accedió muy amablemente. Al final, nos dijo: “Bueno, vosotros sabéis quién soy yo, pero yo no sé quiénes sois vosotros”. Y se lo explicamos brevemente y ella escuchó con cortés atención, como si le interesara. En mi diario del domingo siguiente, no hablé de ello, no me parecía que tuviera interés. Pero si yo escribiera un diario para publicarse dentro de muchos años, o incluso póstumo, como los que les gustan a mi amigo José Luna Borge y a Laura Freixas, no tendría inconveniente en contar, como si hubiera sido verdadera, la conversación que me habría gustado tener. “¡Por fin lo conseguimos, señora! ¡Qué peso nos hemos quitado de encima!”, diría que le habría dicho (acababa de ocurrir la abdicación del anterior Jefe del Estado). Y unos se lo creerían y otros no, pero difícilmente nadie podría desmentirme.

CYRIL No entiendo a qué viene eso.

MARTÍN. A que de la intimidad cada uno cuenta lo que quiere contar, y nunca hay pruebas de si lo que cuenta es verdad o no (se publique a los pocos días o dentro de un siglo), pero de todo lo demás la publicación inmediata es garantía de verdad.

VIVIAN. Pero hay cosas que no se pueden decir sin riesgos.

MARTÍN. Cierto, hay asuntos de los que solo se pueden hablar pasado cierto tiempo. Secretos de Estado y demás. Yo de esas cosas tengo poco que contar. Un poeta que admiro, y que un tiempo fue amigo mío, Miguel d’Ors, escribe semblanzas de los escritores que ha conocido. Pero no las publica hasta que estos no se han muerto. Para no molestarles, dice. Para no poder ser desmentido por ellos, pienso yo. A mí eso me parece una cobardía. Yo digo lo que tengo que decir, y si no puedo o no quiero decirlo, callo. No soy de venganzas póstumas. Me gusta dar la cara.

CYRIL. ¿Y aún no te la han partido?

MARTÍN. Aún no, por suerte. Y no habrá sido por falta de ganas en algunos.

CYRIL. Lo que yo no entiendo es esa manía tuya, y de otros, de escribir un diario y de publicarlo tomo tras tomo. ¿No te cansas? ¿No temes que tus amigos dejen de confiar en ti y no te cuenten nada? ¿No temes aburrir?

MARTÍN. Si te he de ser sincero, eso último es lo único que temo. Ya sé que debería decir que escribo para permanecer, para dejar constancia de mi tiempo, para aclarar los enigmas del hombre y del mundo, para algo trascendental que haya que pronunciar con voz engolada y puedan luego repetir los periodistas y los estudiosos del género. Pero yo solo escribo para entretener. Escribir un diario es como contar un cuento. Mientras los niños te miran absortos y con la boca abierta uno sigue contando. En cuanto notas que se aburren y empiezan a alborotar, hay que pasar a otra cosa, inventarse un nuevo juego.

VIVIAN. Sé lo que es eso. Tengo sobrinos pequeños. Son incansables e insaciables.

MARTÍN. Como los buenos lectores. A mí me gusta gustar, yo creo que es lo único que me gusta. En cuanto note que los lectores se aburren con mis diarios, dejaré de publicarlos. Y de escribirlos porque yo solo escribo para publicar. No me gusta hablar solo.

VIVIAN. Lo que ocurre es que a veces uno habla solo sin darse cuenta.

CYRIL. Yo ya llevo tiempo no leyéndote y elogiándote vagamente como si te hubiera leído.

MARTÍN. Los poemas quizás, los diarios lo dudo. Ya sabes lo que contaba Jorge Edwards de Pablo Neruda. En sus últimos años seguía publicando libro tras libro de poemas y dedicándoselos con su peculiar caligrafía y su habitual tinta verde a los mejores amigos. De todos recibía abundantes elogios, como de los reseñistas habituales. Pero él sospechaba que ni unos ni otros le leían. “Y era verdad”, confiesa Jorge Edwards, “nos limitábamos a hojearlos y a colocarlos en la estantería”. No creo que a ti te pase eso con mis diarios. Te puede la curiosidad.

CYRIL. Muy seguro estás de ti mismo.

MARTÍN. O muy bien lo finjo. Soy alérgico a la falsa modestia, pero me encanta la falsa vanidad.

CYRIL. No estaría yo tan seguro de que sea falsa. En ese caso, no te dedicarías una y otra vez a hablar de una vida tan normal y corriente, por no decir vulgar, como la tuya.

MARTÍN. Me gustan los retos. Me gusta mentir con la verdad. Me gustan los juegos de manos, los trucos evidentes e invisibles, las vidas monótonas, en las que nunca pasa nada. Bien mirado, todas lo son. Y todas extraordinarias si se miran de cerca.

VIVIAN. Las vidas en las que nunca pasa nada, salvo el tiempo, como en el poema de Ángel González.

MARTÍN. El tiempo que nos hace y nos deshace,

VIVIAN. Ese enigma inagotable.

CYRIL. Pues a mí me aburren las vidas vulgares, sobre todo si se dedican a contármelas una y otra vez.

MARTÍN. Todas las vidas son vulgares, Cyril. Pero solo aburren las que se cuentan mal. Volver o no inolvidable la propia vida depende de cada uno.

  Letojanni, agosto 2015

*José Luis García Martín es poeta, diarista y crítico literario. Su último libro es José Luis García MartínNadie lo diría (Renacimiento, 2018), al que pertenece este fragmento. 

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