@cibermonfi
Votaré
"Nunca se cae dos veces en el mismo abismo, pero siempre se cae de la misma manera, con una mezcla de ridículo y de pavor”. Esta idea cierra El orden del día, la singular novela de Éric Vuillard sobre uno de los momentos cruciales de la conquista del poder por los nazis: la reunión que, el 20 de febrero de 1933, sostuvo Adolf Hitler con los patronos de muchas de las empresas que hoy en día siguen formando parte del corazón industrial y financiero de Alemania, gigantes como BASF, Bayer, Agfa, Opel, IG Farben, Siemens, Allianz, Telefunken o Thyssen-Krupp.
En aquella reunión, Hitler, recién llegado a la cancillería con el apoyo del “centroderecha” de Von Papen, consiguió la bendición del capitalismo germano a cambio de prometerle que terminaría de modo expeditivo con los partidos de izquierda y el sindicalismo obrero. Los patronos podrían hacer en sus empresas lo que buenamente les pluguiera a cambio de que le dejaran a Hitler las manos libres para hacer aún más grande el Reich alemán. Ese fue el pacto.
Soy de los que sienten gran inquietud por las semejanzas entre lo ocurrido en la Europa de los años 1920-1940 y lo que sucede ahora en este continente y también en América. Y de los que se alarman ante la ceguera de tantos para no comprender que estamos ante la segunda gran oleada fascista. Atribuyo esa ceguera a la rutina y la pereza, al deseo de que todo siga igual –la democracia, los derechos y las libertades, el Estado social...– sin necesidad de tener que hacer algo extraordinario, unas ganas de no complicarse la vida que ya desarmaron a los demócratas y progresistas ante Mussolini, Hitler, Franco y compañía.
Es obvio que este fascismo no es un calco exacto del primero. Yo lo llamo fascismo 2.0 porque ha aprendido unas cuantas lecciones y ya no viste con uniformes y correajes paramilitares, ya no hace el saludo romano, ya no confiesa en voz alta sus objetivos más espeluznantes. Pero, fíjense, sataniza a los mismos colectivos que el primero –los rojos, las mujeres libres, los homosexuales, los extranjeros pobres, las minorías étnicas, culturales y religiosas...–, reivindica el mismo tipo de nacionalismo que el primero, el de las patrias con Estado propio –America first; Brasil por encima de todo; la sagrada unidad de España...– y les promete a las grandes fortunas lo mismo que Hitler a los patronos con los que se reunió en 1933: con nosotros os irá muy bien.
Sí, este abismo no es el mismo que el de hace ochenta años, como señala Vuillard al final de su novela. Pero, como él mismo se apresura a añadir, estamos cayendo en él de la misma manera, con ridículo y pavor. A mí me parecen ridículos y hasta patéticos los eufemismos con los que el establishment evita llamar a la bestia por su nombre, tanto para no enfadarla como para no preocupar a los telespectadores. A mí me causan pavor las afirmaciones oficialistas de que la democracia es sólida y está asegurada para siempre jamás, las temerarias apuestas a favor de que la bestia no osará aplicar su programa si llega al gobierno.
Estoy hablando también de España. Vox está demostrando que aquello de que nuestro país estaba vacunado contra el fascismo era una solemne estupidez. En España siempre ha habido mucha gente –puede que hasta tres o cuatro millones– que piensa como Vox; lo nuevo es que ahora se atreve a decirlo en voz alta. Como dicen ellos mismos, Vox les ha quitado el complejo a reconocerse abiertamente como fachas. Pero Vox está haciendo mucho más que eso: está sacando a la luz el extremo derechismo de dos partidos, PP y Ciudadanos, que la mayoría de nuestros medios siguen presentando como “centristas”.
A mí no me sorprende en absoluto escuchar las barbaridades que sueltan últimamente Casado y Rivera: siempre he supuesto que piensan ese tipo de cosas en su fuero interno. A mí no me extrañó que PP, Ciudadanos y Vox se coaligaran para gobernar Andalucía: era lo más natural del mundo, son primos hermanos en el autoritarismo, el nacionalismo rojigualda y el capitalismo salvaje. Y a mí no me asombrará que, de poder hacerlo, repitan el Trifachito a escala española.
Votaré el 28 de abril. Votaré contra el Trifachito, preciso. No son estas unas elecciones en las que un progresista puede permitirse el lujo de la abstención. Sigo muy enfadado con las fuerzas de izquierdas, con la facilidad con la que el PSOE olvida sus promesas y se hace pragmático y hasta conservador cuando llega al poder, con las querellas fratricidas de Unidos Podemos y toda esa patulea de mareas, compromisos, comunes y más madriles que le rodean, con el dominio del nacionalismo sobre el republicanismo y el socialismo en ERC... Sigo tan enfadado con todos como hace unos meses, pero no por ello dejaré de votar a alguno.