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Instrucciones sobre la introducción y conservación de la vacuna

Luis García Montero nueva.

Es el título de un libro del médico español Francisco Javier Balmis. Nos contó en él lo que había aprendido como responsable de la expedición que en 1803 partió del puerto de A Coruña para llevar la vacuna contra la viruela a través del mar de Magallanes. El remedio consiguió imponerse al “azote destructor” en Caracas, Puerto Cabello, Veracruz, Chiloé, Texas, Nueva Granada y Filipinas.

Me gusta la palabra vacuna. Muchos vocablos que se hacen dominantes en la actualidad de nuestras conversaciones suenan a siglas y compuestos mecánicos. Vacuna y vacunación vienen de vaca. El médico inglés Edward Jenner descubrió que las mujeres que ordeñaban vacas no se contagiaban de la viruela e inició en 1798 un proceso de variolae vaccinae para combatir la enfermedad. Casi un siglo después, el médico francés Louis Pasteur consagró el nombre de vacuna al nombrar así las nuevas inoculaciones defensivas para otras enfermedades.

Las palabras parecidas a siglas, compuestos raros con mezclas de letras y apariencia de neologismos, suelen transmitir la idea de que el mundo es una sucesión de instantes y el tiempo una mercancía de usar y tirar, un vértigo sin arraigo en la memoria. Una palabra como vacuna nos recuerda que la historia humana es larga y que el presente tiene mucho que aprender del pasado si quiere llegar a acuerdos bondadosos sobre el futuro. Un acto de solidaridad y una conciencia de los cuidados tienen mucho que ver con “la ternura de los pueblos”, y eso se comprende mejor en una historia que reúne a las vacas, las ubres, las manos y la medicina.

Francisco Balmis consiguió que Carlos IV financiara una expedición para llevar la vacuna contra la viruela a los territorios españoles de América y Asia. El médico alicantino pudo realizar su proyecto gracias a la ayuda de Isabel Zendal, rectora del Orfanato de la Caridad de A Coruña, que cuidó a los niños de la expedición, entre ellos a su hijo Benito. Entonces no había cámaras frigoríficas para conservar los remedios a bajísimas temperaturas y fue necesario reunir a niños que no hubiesen estado enfermos de viruela. Inyectándoles la vacuna, y transmitiéndosela de unos a otros cada 10 días, fue posible llegar a la otra orilla y salvar a más de 250.000 personas. Los cuidados, los sentimientos y la razón científica se unieron en una de las páginas más luminosas e iluminadoras de la historia de España.

La expresión “ternura de los pueblos” pertenece a la Oda a la vacuna (1804) del poeta y lingüista venezolano Andrés BelloOda a la vacuna . Conmovido por una amenaza fúnebre que afectaba “al palacio igualmente que a la choza”, agradeció en su poema que la generosidad del rey Carlos IV salvara tantas vidas americanas. Llaman la atención sus grandes elogios al rey y a España, porque poco después el joven liberal Bello se convirtió en uno de los líderes intelectuales de los movimientos de independencia en Venezuela y América Latina. El independentismo americano tuvo mucho que ver con la reacción liberal contra una monarquía empeñada en ampararse en el absolutismo más que en los intereses patrióticos.

Es posible que el recuerdo de la solidaridad de la vacuna entrase a formar parte de la mejor experiencia humana e intelectual de Andrés Bello. Al tiempo que defendía con todo derecho la soberanía de su pueblo, defendió la unidad de la lengua y la cultura castellana como una riqueza cultural frente a los que querían destruir el idioma. Era posible una comunidad, una historia compartida, respetuosa de los matices y de las independencias nacionales.

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Un poco mayor que Bello y más conocedor entonces de los pesares del absolutismo, el madrileño Manuel José Quintana prefirió encarnar en Balmis el mérito de la solidaridad en su poema A la expedición Española para propagar la vacuna (1806). Su voluntad patriótica encontraba motivos para sentirse orgulloso de esta aventura de ciencia y humanidad. Miró hacia América pensando en el futuro y, al reconocer las innegables barbaridades de la conquista, fijó la atención en una idea: “Su atroz codicia, su inclemente saña / crimen fueron del tiempo, y no de España”. Si la costumbre en el siglo XVI era –en todo el mundo– el poderío militar y la soberbia sañuda del más fuerte, al principio del siglo XIX debía convertirse en costumbre el reconocimiento de la ciencia, las ventajas de la civilización y la ética solidaria de la libertad. Una herencia más propia de Bartolomé de las Casas que de los grandes guerreros.

Pero el ilustrado tardío que fue Quintana no podía sostener en 1806 un optimismo ingenuo, debido a la situación europea, partida entre los tradicionalistas y las ambiciones napoleónicas. Por eso llegó a confiar en la juventud de América y por eso escribió: “Balmis, no tornes; / no crece ya en Europa / el sagrado laurel con que te adornes”.

En fin, recuerdos de historia, poesía, cuidados, humanismo, enfermedades y ciencia. Modos de pensar en el pasado para tomar decisiones de futuro en el presente a partir de la palabra vaca. Deseos de que la codicia, la saña, las mentiras y el absolutismo no infecten la convivencia y la ternura de los pueblos. Deseos también de que el laurel de Europa sea de nuevo una referencia de cordura, igualdad y libertad.

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