La historia rima
Propaganda, miedo y mentiras
Estamos inundados de propaganda, miedo y mentiras. La pandemia que comenzó hace un año puede convertirse en una línea divisoria de la historia de la primera mitad del siglo XXI, una ruptura –y corte generacional– con valores y comportamientos muy presentes hasta hace poco tiempo.
Cuanto estalló la Primera Guerra Mundial, los ciudadanos se enteraron por los periódicos. Veinticinco años después, en la segunda de las catástrofes que marcaron la primera mitad del siglo XX, los ciudadanos de los mismos países seguían a sus líderes y partes de guerra, propaganda y mentiras, por la radio y los noticiarios que se proyectaban en los cines. La televisión aceleró el ritmo frenético de informarse con imágenes en vivo de las tensiones sociales, luchas políticas, guerras, desastres naturales y grandes atentados terroristas. Las nuevas redes sociales han posibilitado que los dogmas lleguen mejor, que las mentiras se las crea más gente y que los vicios y defectos de los otros sean siempre mayores.
Resulta fácil y tranquilizador atribuir las mentiras y la propaganda a los políticos, especialmente a los considerados populistas, pero la fotografía completa ilustra sobre más cosas. Dice, por ejemplo, que muchos periodistas, tertulianos y hooligans de la comunicación estimulan rivalidades nacionalistas y patrióticas y una cultura de la exclusión. Hablan en nombre de la democracia, aunque en realidad ambicionan un nuevo orden que ponga a los adversarios y disidentes a sus pies.
La incapacidad de la mayoría de las democracias para evitar o mitigar los desastres provocados por el virus ha hecho crecer la cultura del enfrentamiento y la hostilidad a los valores del diálogo y de la negociación. El triunfo de la ciudadanía, de los derechos civiles y sociales que, tras décadas de violencia, sinuosos destinos y contrastes, se había consolidado en toda Europa desde el último cuarto del siglo XX se encuentra ahora en peligro. Diferentes formas de autoritarismo son ahora polos de atracción, vehículos para la política de masas, viveros de nuevos líderes que, aunque comparten un mundo exclusivo y elitista, proponen soluciones radicales frente al viejo orden democrático, ese que ha abierto las puertas a los migrantes, a los feminismos, a las religiones no cristianas y a los antipatriotas.
La cultura del enfrentamiento echa raíces también en medio de un corte generacional entre quienes han vivido los años dorados de la Europa unida, próspera y estable y los más jóvenes, una generación a la que ya la crisis de 2008 le impidió desarrollar su formación y capacidad profesional, obligada por las nuevas normas del capitalismo a vivir con bajos salarios, trabajo precario y escasas esperanzas de superar el nivel económico y estatus social de sus padres. Esa generación aparece ahora mutilada, especialmente en los países más pobres y desiguales, frente al desmoronamiento social que seguirá a la crisis sanitaria y económica.
Las democracias van a tener mucho más difícil el compromiso de extender a través del Estado los servicios sociales a la mayoría de los ciudadanos y de distribuir de forma más equitativa la renta. Si la crisis se agrava, las democracias se vuelven más frágiles y los Estados dejan de redistribuir bienes y servicios, que fue su principal aportación a la estabilidad social, reaparecerán los fragmentos más negros del siglo XX.
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Hay que recuperar los caminos que las democracias abrieron en el progresivo aumento del bienestar social patrocinado por el Estado. Para eso necesitamos políticos comprometidos con la sociedad, con los más débiles. Devolver al centro del escenario el valor de la educación, del conocimiento, del respeto por las personas y la ambición por ampliar los estrechos horizontes que las políticas nacionalistas y populistas están imponiendo.
Y a los jóvenes, además de trabajo y promesas de un futuro mejor, conviene ofrecerles un salto cualitativo de la mera preparación, de un conocimiento informado, a una apreciación crítica de las cosas, a la formación profunda, algo que solo se consigue con ahínco a través del estudio continuo, del estímulo del hábito de la atención y del pensamiento crítico. Investigación, desarrollo e innovación. Desarrollar los poderes del razonamiento y del análisis, más allá de la mentalidad del cortoplacismo que anima a obtener beneficios inmediatos. Y más allá de la propaganda, del miedo y de las mentiras.
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza.