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La otra curva

Carolina Bescansa

El estallido de la pandemia hace poco más de un año parece estar abriendo lo que algunos historiadores denominan cambio epocal: una transición global desde un tipo de sociedad que entra en crisis hacia otro tipo de sociedad nueva e incierta. Los cambios de época son algo más que revoluciones tecnológicas o culturales. Son cambios totales que atraviesan el conjunto de las esferas de la vida política, económica, social, familiar y personal.

En España, la gran desgracia del covid-19 sobrevino en un contexto de inestabilidad e incertidumbre extensas e intensas. Las peores consecuencias sociales, económicas y políticas de la crisis financiera de 2008 estaban lejos de haberse superado y el virus infectó un país ya gravemente enfermo de desigualdad social, precariedad laboral, conflictividad territorial, corrupción e inestabilidad política. Sin embargo, la virulencia con la que se instaló la enfermedad en las primeras semanas abrió la puerta al despliegue de decenas de iniciativas ciudadanas que por su transversalidad parecían germen de un nuevo patriotismo cívico. En abril de 2020, el 58% de las y los españoles consideraba que las medidas que estaba adoptando el Gobierno eran suficientes para combatir el virus y una aplastante mayoría del 94% de la población entendía que, como sociedad, estábamos dando un ejemplo de civismo y solidaridad a través de la forma en la que afrontábamos las medidas contra la Covid-19 (CIS ES3279, p.4 y p.11). Hoy, un año después de las movilizaciones ciudadanas para la confección masiva de mascarillas, la asistencia a las personas dependientes o la expresión de gratitud al personal sanitario del país a través de las citas puntuales a todos los balcones de España, ya no queda rastro de aquellos embrionarios cimientos sobre los que construir una nueva identidad nacional democrática y cívica. La incapacidad política para liderar la gestión de la crisis, la inmediata partidización de todas las propuestas y la descentralización autonómica de la gestión sanitaria como requisito sine qua non para sostener el marco jurídico del Estado de alarma han terminado por demoler lo que podrían haber sido un gran hito cívico español, tan necesario desde el punto de vista moral e histórico. Mientras en Francia, dos meses después del estallido de la crisis, el gobierno planteaba un debate sobre las consecuencias de la deslocalización hacia China de la fabricación de productos esenciales, en la España de mayo de 2020 la amplia mayoría de los partidos políticos de oposición exigían al gobierno la inmediata descentralización hacia las Comunidades Autónomas de la gestión de la crisis como condición de posibilidad para poder mantener jurídicamente el confinamiento domiciliario. Un espectáculo vergonzante que, lejos de saldarse con un golpe de mano –o de audacia– capaz de abrir la puerta a la transformación de la estructura institucional que sigue permitiendo estas miserias, se resolvió improvisando la activación de un Consejo Interterritorial de Salud que carece de capacidad jurídica efectiva y convocando la Conferencia de Presidentes, órgano que nunca ha poseído estatuto jurídico de tipo alguno. Desde entonces ya sabemos cuál ha sido el argumento de casi todos los que estaban llamados a liderar la salida de la crisis: yo no he sido porque no tengo la competencia. Pregúntele Ud. a quien sí la tiene. Ese famoso jingle que el pujolismo político enseñó a entonar a prácticamente todos los gobiernos autonómicos y que en esta crisis del Covid hemos visto tararear al Gobierno de España por primera vez en nuestra historia.

Esta deriva política no logró doblegar la curva de contagios y fallecimientos, pero sí la de la construcción de un sentimiento compartido de orgullo por lo común e identificación solidaria. La inhibición del Gobierno de España para acometer las reformas estructurales que le habrían permitido desplegar una estrategia de país frente a la pandemia ha tenido, como efecto secundario, el doblegamiento de la curva del sentimiento cívico nacido en las primeras semanas de la crisis y la destrucción de la épica que brotaba a borbotones de todos los balcones del país entre los meses de abril y junio de 2020.

Y así, la otra curva, la de nuestros sentimientos frente a esta desgracia, no ha dejado de empeorar. La preocupación por la propia salud y por las consecuencias económicas de la pandemia no ha disminuido a lo largo de este año y nuestros miedos se han disparado.

En febrero de este año, el CIS elaboró un estudio destinado a explorar la salud mental de la sociedad española tras casi un año en esta situación. Las conclusiones de la encuesta han entrado a formar parte del debate político-partidista, pero pareciera que sus resultados han sido menos visibles que las reacciones que ha desencadenado. Muchos de los datos que ahora conocemos estaban implícitos en indicadores presentes en los barómetros del verano y el otoño de 2020, pero la fuerza de algunas de las preguntas formuladas en febrero nos obliga a atender a esta otra curva cuya evolución no mejorará necesariamente con la caída de los contagios.

A diferencia de lo que ocurría hace un año, hoy la mayoría de la sociedad española reclama medidas más exigentes o más eficaces en la lucha contra la Covid (CIS, ES3313, marzo 2021). A su vez, y en contra de la narrativa que protagoniza gran parte de los informativos de las cadenas de televisión generalista, la inmensa mayoría de la gente cumple las normas dictadas por las autoridades sanitarias y en torno a un persistente 30% de la población va más allá y ha decidido autoconfinarse, independientemente de que se suavicen o se endurezcan las restricciones. No es una posición testimonial ni un comportamiento que vincule exclusivamente a la gente mayor. El autoconfinamiento tiene presencia significativa en todos los grupos de edad y expresa no sólo el temor a la enfermedad; también nos habla de la desconfianza y los problemas de credibilidad de quienes nos comunican las decisiones que adoptan los responsables políticos de la lucha contra la pandemia.

Así, conforme desaparece la percepción de estar enfrentándonos colectivamente a un problema común, las mayorías sociales nos individualizamos y nos deprimimos en soledad, condenadas a privatizar nuestro miedo y nuestra incertidumbre a la hora de tomar decisiones frente a las consecuencias de la pandemia sobre nuestra salud y la de los nuestros, pero también sobre nuestros trabajos, nuestros negocios, nuestras familias y nuestro entorno social. Los datos del estudio de febrero nos dicen que el 35% de la gente ha llorado en algún momento como consecuencia de la situación en la que estamos, un 16% de la población ha sufrido uno o más ataques de ansiedad a lo largo de esta crisis y un 24% de la población duerme menos que antes (CIS, ES3312. p.14.a, p.10 y p.16). Una de cada cuatro personas ha cambiado sus costumbres relativas a sus cuidados personales; en su mayoría han dejado de arreglarse todos los días o ponen menos esmero en hacerlo (CIS, ES3312. p.19). Hay una España grande que lleva meses en ropa de casa y zapatillas, preocupada, asustada y sin saber bien en quién o en qué confiar.

Hay una España que se está deprimiendo. Nos estamos deprimiendo. A lo largo de estos meses, la mayoría de los y las españolas nos hemos visto en algún momento sin interés o placer por hacer cosas, hemos perdido la esperanza o nos ha sobrevenido la ansiedad. Y al contrario de lo que parece ocurrir con la curva de los contagios por covid-19, esta otra curva dibuja un escenario en el que los síntomas de depresión estarían afectando en mayor medida a las personas con niveles de estudios más altos, normalmente en posiciones de clase más supraordinadas. Serán necesarias otras investigaciones para explicarnos el por qué de esta distribución desigual, pero bien podría ser una consecuencia cuidadosamente obviada del teletrabajo.

El escenario que describen los datos es desolador. No puedo evitar preguntarme si esta tristeza que se respira en todos los ambientes no podría haberse contrarrestado con la ilusión que genera cualquier gran proyecto colectivo cuando se afronta con honestidad y compromiso. Seguramente ya no es posible dar respuesta a esta pregunta. Pero entre tanto, la extensión del proceso de vacunación, aunque carezca de épica, sí está modificando las expectativas. En febrero, apenas el 17% de la población consideraba que lo peor de esta crisis había pasado. Un mes después, la proporción se disparó hasta el 45% (CIS, ES3312 y CIS, ES3313. p.4). No es un asunto menor. La superación de una crisis, como casi todo en la vida, es también una cuestión de expectativas.

A lo largo de este año hemos visto errores y aciertos; gente honesta y oportunistas; personas muy capacitadas y personajes indocumentados. Hemos visto mucho y estoy segura de que nos queda mucho por ver. Pero lo que parece que ya no veremos es la posibilidad de transformar todo el caudal de solidaridad social que desató la pandemia en orgullo cívico e identidad nacional. Una oportunidad más que se pierde.

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Con la falta que nos hace (desde hace siglos).

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Carolina Bescansa, socióloga y profesora de la Universidad Complutense de Madrid.

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