Segunda vuelta
Tokio 2020, por fin lo vulnerable se hace fuerte
Cuando Simone Biles habla, el mundo escucha. Y lo hemos pasado tan regular este año que mientras esperábamos ver cómo la mejor gimnasta del mundo acumulaba medallas “cual imanes de la nevera”, decía el New York Times, nos ha sacudido más desde el suelo que en el aire. Decir ‘No puedo más. No estoy bien. No disfruto de lo que hago’ tiene un poderoso mensaje ejemplificador como mínimo para los jóvenes. Para los que conocen la ansiedad y se sienten ninguneados cuando lo cuentan, para quienes creyeron que el ‘Vete al médico’ de un diputado del PP en el Congreso iba por ellos (y no por él).
El mensaje de Biles en defensa de la salud mental pasa por recuperar el control de la vida cuando esta tira tan rápido que arrastra. Reconocerlo e intentar parar a tiempo. Y en su caso viene de otro mensaje valiente: la denuncia a su entrenador Larry Nassar por abuso sexual.
La depresión, ese no encontrarse mentalmente bien, al margen de las causas, empieza a desprenderse de su estigma. Esto ya había pasado antes. Michael Phelps, el nadador olímpico de las 23 medallas, escribió una carta desgarradora el pasado mayo. En varias entrevistas explicó cómo se disparaba su depresión si perdía un entrenamiento, los demonios mentales de los que era incapaz de despojarse. La presión del mundo mirando, ser el mejor, no saber gestionarlo.
A ojos del resto, la depresión de Phelps era un problema suyo casi incomprensible desde fuera. Ese desconocimiento, ese “pero, si lo tiene todo” nos ha imposibilitado empatizar. Igual que tampoco entendimos muy bien cuando nuestro héroe Andrés Iniesta confesó que había pasado por lo mismo después del Mundial. Y nos ha costado décadas asumir que detrás del bienestar psicológico hay una sociedad que obliga a reprimir emociones, a competir, a no desfallecer. Que se hace cargo de las lesiones físicas y no de las mentales.
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En el escenario mundial de Tokio 2020 Simone Biles ha hablado desde la vulnerabilidad, ese lugar que hemos transitado todos desde la fecha original de estas olimpiadas. Desde ahí también lo ha hecho el saltador británico Tom Dayle con su grito: “Soy gay y campeón olímpico”. Y nos ha emocionado su triunfo recordando a Samuel Laíz, asesinado con la edad de Dayle en Galicia, al beso en la portada de El País Semanal que todavía a algunos “da pudor”, al jugador español de waterpolo Víctor Gutierrez denunciando entre lágrimas la homofobia de un compañero. “No importa cómo te sientas ahora. Puedes lograr cualquier cosa”, ha dicho Dayle recordando que todavía hace falta decirlo.
Desde el sitio donde te acosan y señalan también han dicho basta las deportistas de élite. O quién no se ha enterado de que la tenista Paula Badosa ha pasado a cuartos de final en los Juegos Olímpicos, al margen de con quién haya salido. O el nombre de la tenista de mesa olímpica que ha corregido en público un titular machista: “Hola, Marca, la olímpica española soy yo y me llamo María Xiao. Gracias!”. También la selección noruega femenina de balonmano ha dejado claro lo que ya sabíamos: el machismo retrógrado del Comité Olímpico, ese club de señores hombres blancos, que en pleno siglo XXI ha multado a las jugadoras por competir en shorts, como los hombres, y no en bikini. Una multa que tendría que pagar el comité y no la cantante Pink.
La universidad de estos Juegos Olímpicos es esto, los deportistas de élite están representando nuestro tiempo con mensajes que van mucho más allá de las medallas. En 2020 la pandemia nos demostró nuestra interdependencia de todo lo esencial: un sistema sanitario fuerte, alguien que nos salve la vida, las estanterías de los supermercados llenas. En 2021 sabemos que la salud mental es la asignatura pendiente en los meses que quedan de este año. El lema del gobierno “no dejar a nadie atrás” tiene que recoger ahora la grandeza de Simone Biles. Si alguien dice “no puedo más”, y pierde el equilibrio en cualquier salto, que los planes de prevención te extiendan una lona, o te levanten del suelo. Como la salud física, la salud mental no es solo eso, pero qué menos que eso.