Vivimos en una época en la que el populismo se ha infiltrado peligrosamente en todos los ámbitos de la vida social, política y cultural. Esta nueva especie de populismo tan propio de la modernidad líquida, como la denominara Baumann en su ya clásico ensayo del mismo nombre de 1995, intenta dar respuesta a los problemas sociales no con argumentos, sino apelando a las emociones y a los frágiles sentimientos del ser humano. En el derecho penal de un Estado de Derecho, tradicionalmente asentado en los principios de legalidad, proporcionalidad, proscripción de la tortura y de los tratos inhumanos y degradantes han vuelto, también a nuestro país y desde hace ya demasiado tiempo, propuestas más propias de tiempos pasados que creíamos superados, o propuestas punitivas nuevas que nunca se transformaron en leyes penales.
No cabe duda de que el derecho penal se enfrenta hoy a nuevas realidades que antes no existían, y que la valoración social de ciertas conductas especialmente reprobables –entre las que se encuentran, por ejemplo, la violación o los abusos cometidos contra menores de edad- ha cambiado en lo que llevamos de siglo, junto con la conciencia de la necesidad de protección mayor de ciertos bienes jurídicos, como, por ejemplo, la libertad e indemnidad sexuales, especialmente en relación de las conductas cometidas contra menores.
Por otra parte, si queremos seguir rigiéndonos por un derecho penal propio de los países culturalmente más avanzados, y que debe seguir siendo un derecho penal “de mínimos”, que pene sólo donde sea imprescindible y por el tiempo estrictamente necesario para estabilizar el cumplimiento normativo de la sociedad con respecto a determinados bienes jurídicos –como la vida, la libertad sexual o la libertad- o para disuadir, ya sea a la sociedad, ya sea al delincuente, de la comisión de delitos especialmente atroces, y que, a la vez, sea un Derecho que deje abierta la puerta al mandato de resocialización previsto en el artículo 25.2 de la Constitución Española, las inquietudes punitivistas más exacerbadas deberán ser descartadas y sustituidas por un debate razonado y razonable sobre las consecuencias jurídicas del delito.
Es este contexto en el que, a mi juicio, ha de situarse el debate sobre la prisión permanente revisable que se reavivaba el mes pasado, con ocasión del debate parlamentario sobre esta pena, lo que ha propiciado a su vez un debate mediático al hilo de la petición en change.org, en la que el padre de la madrileña Diana Quer, junto a las familias de Marta del Castillo, Mari Luz Cortés, Ruth y José, Candela y Amaia, y otros, han querido recoger firmas para que no se derogue esta pena, establecida por el legislador español con la reforma del Código Penal de 2015. La reciente y terrible muerte de Gabriel ha reabierto de nuevo el debate sobre esta pena.
Desde una perspectiva histórico-dogmática y de derecho comparado, la cadena perpetua o reclusión perpetua fue eliminada de nuestro ordenamiento jurídico-penal por el Código Penal de 1928, que vio la luz bajo el auspicio de la dictadura de Primo de Rivera.
En la mayoría de los países occidentales –cuyos ordenamientos jurídico-penales vienen históricamente de la supresión de la pena de muerte-, en relación con la cadena perpetua, habría que distinguir entre sistemas de civil law otros y sistemas de common law.
En los sistemas de common law –vigente en el Reino Unido, excepto en Escocia-, en Estados Unidos y Puerto Rico -excepto en Pensilvania-, en Canadá, Irlanda, Australia y Nueva Zelanda, así como en otros Estados de la Commonwealth, la cadena perpetua fue históricamente un logro del liberalismo penal, que posibilitó la no aplicación de la pena de muerte que el common law preveía sin excepción para los delitos de asesinato u homicidio premeditado (murder), y su sustitución por la de cadena perpetua, en los países abolicionistas, o la diferenciación en grados (1st degree murder, 2nd degree murder, etc.) en los países o Estados no abolicionistas, reservando la condena a muerte, o a cadena perpetua o muerte, a elección del juez, al homicidio o asesinato en primer grado. Para las condenas a cadena perpetua, es habitual, todavía hoy, que el juez establezca un período de seguridad, a cuyo cumplimiento se subordine la posibilidad de revisar la pena a efectos, por ejemplo, del otorgamiento de la libertad condicional. Los plazos de los períodos de seguridad suelen oscilar entre los 10 y los 25 años, según los Estados o la legislación penal federal.
En los sistemas de civil law o mixtos, la evolución del Derecho penal hacia principios más humanistas hizo progresivamente que éstos se incorporaran al grupo de países abolicionistas.
Si bien es verdad que en la mayoría de ellos se mantuvo la cadena perpetua como sustitutiva de la pena de muerte, también lo es que el establecimiento de plazos para revisar la condena o período de seguridad presenta rangos distintos, desde los 10 años de Suecia a los 26 años de Italia y, ahora, los 25 o 35 años –para determinados delitos de terrorismo-, de España.
Quizá uno de los argumentos a favor de la cadena perpetua que haya gozado de mayor popularidad es el que fuera defendido, por ejemplo, en Alemania, por el penalista Jescheck, uno de los penalistas más conocidos del siglo XX, y se basa en la idea de que hay al menos uno, o varios bienes jurídicos –normalmente la vida humana suele estar entre ellos-, cuya vulneración o menoscabo merecen un reproche social absoluto, por lo que la pena naturalmente indicada para ellos debe ser la de cadena perpetua o reclusión de por vida (life imprisonment). En los Estados Unidos, este es el planteamiento que mantienen los defensores de las teorías expresivas de la pena.
Tanto la pena de muerte como la de cadena perpetua son penas, en cierto sentido, absolutas, y se basan en la idea de atribuir al culpable la máxima responsabilidad subjetiva (o culpabilidad) por un hecho cometido contra un bien jurídico al que atribuimos valor absoluto o cuasi absoluto (por ejemplo, la vida humana en el delito de asesinato).
Sin embargo, de acuerdo con una concepción más empírica de la conducta humana y de los bienes jurídicos protegidos, y desde un planteamiento iusfilosófico que tenga en cuenta la fragilidad de la actividad humana, en los Estados más avanzados tendemos a pensar que nadie merece –en sentido estricto-, un reproche absoluto, pues la plenitud de la culpabilidad o de las facultades mentales puede darse solamente en un hombre ideal, pero no real, fuertemente sometido a los condicionantes de la genética y del ambiente, y de sus circunstancias particulares. Y, sea como fuere, pensamos que la pena no debería ser un instrumento para impartir una justicia absoluta –ese terreno corresponde a la filosofía moral o a la teología-, sino únicamente, como bien expresara el penalista Mir Puig, aquella pena necesaria para mantener el orden social, con el límite –garantista- de la medida de la culpabilidad individual.
Este planteamiento hace que cualquier sanción de por vida resulte un elemento extraño en el ordenamiento jurídico, y mucho más en el ordenamiento jurídico-penal.
No obstante, no es en una cadena perpetua en lo que pensó el legislador de 2015. No lo es, como veremos, por su naturaleza y función, pero también atendiendo a las declaraciones de los responsables de su implantación –ponentes de la Comisión General de Codificación, Ministro de Justicia-, que han dicho repetidamente que lo que se ha instaurado en España no es una cadena perpetua, sino una pena que permita asegurar a las víctimas de potenciales delitos muy graves con el encarcelamiento permanente, pero revisable, de sus autores. Esto hace pensar más bien en una sanción de naturaleza híbrida.
La prisión permanente revisable no sería una pena de prisión de por vida, sino una pena de prisión de hasta 25, 30, 32 o 35 años –tiempo a partir del cual puede revisarse la pena-, y el tiempo que excediera de ese límite sería una medida de seguridad postdelictiva aplicable a un sujeto criminalmente responsable como medida de defensa o de contención –e incluso inocuización del sujeto- de la sociedad frente al criminal.
La discusión de si esto es admisible desde los postulados del viejo derecho penal liberal excede en mucho el propósito de este artículo, pero basta contemplar que estamos ante una sanción nuevanueva que choca bastante con los principios de proporcionalidad, culpabilidad, y con el mandato resocializador del artículo 25.2 de la Constitución.
Quizá buena parte del reproche constitucional que algunos penalistas españoles, como Lascuraín Sánchez, han hecho a esta pena, consiste en el elevado número de años necesario para que pueda procederse a la suspensión de dicha pena. Efectivamente, una comparación del plazo de revisión escogido por nuestro legislador penal nos muestra, también acudiendo al derecho comparado, que el plazo para revisar la pena ya es de por sí demasiado largo. La revisión tiene lugar a los 25 o incluso 35 años, cuando la pena ya ha causado, según el consenso de la comunidad científica, un deterioro irreversible en la personalidad del delincuente, que se produce a los 12 o 15 años de su entrada en prisión. Bajar el plazo de revisión de la pena de prisión permanente revisable en torno, por ejemplo, a los 10 o 15 años de prisión, así como los plazos para acceder a la libertad condicional de las otras penas de prisión superiores a 15 años, constituye un imperativo humanitario y eliminaría una buena parte de las tachas de constitucionalidad de dicha pena.
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Así las cosas, surge sin embargo una pregunta: ¿qué hacemos, desde las herramientas que nos proporciona el derecho penal como medio de control social, con los autores de los crímenes más atroces, como con el violador en grupo y asesino o el asesino múltiple, o el asesino de menores?
Mi propuesta es aprovechar la horquilla –muy pocas veces utilizada- de los 20 a los 30 años prevista en nuestro Código Penal para regular estos supuestos. Más allá de ahí sólo cabría pensar en ciertas limitaciones aplicables durante un tiempo no demasiado largo a los criminales que ya han cumplido condena –como su seguimiento y control a través de pulseras electrónicas-, la vigilancia policial y, después, nada. Baste eso. Es el precio que tenemos que pagar para poder vivir en una sociedad que quiere seguir primando la libertad frente a la seguridad. Eso nos acercaría a los códigos penales más progresistas del mundo –el Código Penal portugués, que tiene como límite máximo de la prisión los 25 años-, o los códigos penales de Croacia o Noruega, junto con otros, que no contemplan penas perpetuas. __________
Pablo Guérez Tricarico es socio de infoLibre
Vivimos en una época en la que el populismo se ha infiltrado peligrosamente en todos los ámbitos de la vida social, política y cultural. Esta nueva especie de populismo tan propio de la modernidad líquida, como la denominara Baumann en su ya clásico ensayo del mismo nombre de 1995, intenta dar respuesta a los problemas sociales no con argumentos, sino apelando a las emociones y a los frágiles sentimientos del ser humano. En el derecho penal de un Estado de Derecho, tradicionalmente asentado en los principios de legalidad, proporcionalidad, proscripción de la tortura y de los tratos inhumanos y degradantes han vuelto, también a nuestro país y desde hace ya demasiado tiempo, propuestas más propias de tiempos pasados que creíamos superados, o propuestas punitivas nuevas que nunca se transformaron en leyes penales.