En la prensa de hace unos días, se abrió paso —entre nuestra extenuante actualidad— el interesante argumento sobre lo que sucede, y ha sucedido, en nuestro mundo en los últimos años, de Zygmunt Bauman, sociólogo, filósofo y ensayista, polaco de origen judío, dedicado a lo largo de su noventa años de existencia al estudio del consumismo, el socialismo, las clases sociales, la globalización y la nueva pobreza, creando el concepto de la “modernidad líquida” para explicar cómo todo lo que creíamos sólido se ha licuado, especialmente la estabilidad de la clase trabajadora, dinamitada para siempre con la desregulación laboral. Los mercados financieros valoran la certidumbre, pero en la maximización del beneficio empresarial la incertidumbre del factor trabajo formaba parte de la hoja de ruta alentada por aquellos. Las certezas han sido abolidas, salvo para los que imponen las normas.
Bauman explica, acertadamente desde la atalaya de su conocimiento y de su experiencia –más sabe el diablo por viejo, que por diablo-, que ha sido una catástrofe dinamitar la clase media, arrastrándola hacia el precariado, incrementándose la desigualdad, los ricos son más ricos, pero los pobres son más pobres y cada día son más, anidando y engendrando la desconfianza entre los individuos, antes satisfechos con la democracia y sus representantes en ella, y ahora rabiosos ante una clase política a la que califican no ya de corrupta ó estúpida, sino directamente incapaz y mediocre, solo preocupada por sus propios privilegios y perpetuarse en ellos. El conflicto, el antagonismo, ya no es entre clases, sino el de cada persona con la sociedad, expresión máxima del individualismo en nuestro hoy.
El pesimista premio Principe de Asturias de Comunicación y Humanidades en 2010, afirma que los sistemas democráticos de la vieja Europa generan desafección entre sus ciudadanos, éstos eligen entre las alternativas disponibles a quien entregar el gobierno de sus Estados-nación, pero el verdadero poder no reside en los elegidos, sino en instituciones supranacionales o directamente en oligopolios de empresas multinacionales que depositan sus líneas de producción en aquellos lugares donde sus “cash flow” son mejor tratados; para finalmente afirmar que la crisis contemporánea de la democracia es, realmente, una crisis de las instituciones democráticas, algo que conecta con el argumento largamente escuchado en estos últimos años que la crisis, primero financiera y luego económica, es realmente una crisis ética y de principios, cuyo origen tuvo que ver con la decisión de cambiar la certidumbre de la mayoría, por incertidumbre, y la burbuja de endeudamiento fue una herramienta a la medida, al final la ambición nos perdió, bajo el sueño de que la riqueza de los de arriba se filtraría a los de abajo, pero como todo cuento, ha resultado mentira, porque la riqueza, por definición, si lo es, solo es de unos pocos.
Bauman identifica la sociedad actual como un mercado y así lo manifiesta en su conocida cita: "La cultura de la modernidad líquida ya no tiene populacho que ilustrar y ennoblecer, sino clientes que seducir”, pero en nuestras manos sigue estando la capacidad de revertir “la catástrofe del precariado".
Mario Martín Lucas es socio de infoLibre
En la prensa de hace unos días, se abrió paso —entre nuestra extenuante actualidad— el interesante argumento sobre lo que sucede, y ha sucedido, en nuestro mundo en los últimos años, de Zygmunt Bauman, sociólogo, filósofo y ensayista, polaco de origen judío, dedicado a lo largo de su noventa años de existencia al estudio del consumismo, el socialismo, las clases sociales, la globalización y la nueva pobreza, creando el concepto de la “modernidad líquida” para explicar cómo todo lo que creíamos sólido se ha licuado, especialmente la estabilidad de la clase trabajadora, dinamitada para siempre con la desregulación laboral. Los mercados financieros valoran la certidumbre, pero en la maximización del beneficio empresarial la incertidumbre del factor trabajo formaba parte de la hoja de ruta alentada por aquellos. Las certezas han sido abolidas, salvo para los que imponen las normas.