Cuántas veces se ha oído decir aquello de que el hombre es una animal de costumbres, ¿verdad? Y cuántas veces nos hemos sentido protagonistas en oráculos terrenales. Somos prototipos vinculantes a una sociedad que nos maneja a capricho porque nosotros mismos la alimentamos con nuestras conductas. Forjamos una sociedad a nuestra imagen y semejanza bien creando rutinas o hábitos y siendo agentes activos de esa construcción, alcanzando así, la condición de ciudadano. Sin embargo, hay dudas en cuanto a esa condición. Ya Aristóteles decía, en el Siglo V a. C. que el ciudadano de una democracia, con frecuencia, no lo sería en una oligarquía y atendiendo a esa reflexión y, observando el hacer político en el Siglo XXI, el uso y caso que nuestros políticos hacen a las demandas de los ciudadanos a través del voto, es evidente que tenemos proporcionalmente de ciudadanos lo que ellos tienen de honrados.
Sin duda somos nosotros quienes les preparamos sus nidos faraónicos con nuestras rutinas y hábitos democráticos. Permitimos con nuestras actuaciones domésticas que gobierne quien más y mejor ha utilizado la desvergüenza y el abuso y contemplamos cómo más que aficionados templarios que dicen llamarse socialistas, modelan a su capricho los votos de sus militantes, arrebatándoles sus banderas de honestidad a cambio de sus miserias para que siga gobernando la concupiscencia y el libertinaje. Por tanto permitimos que se nos siga tratando como meros espectadores en una sala de cine ante una tediosa película de mafiosos; viendo infinitos paseíllos a los juzgados de todo un abanico de de seres indeseables que impunemente, éstos nunca pagarán sus culpas, se siguen paseando libremente como heroicos mecenas de una España humillada, más que por lo que han hecho, por los apoyos ciudadanos que aún tienen. Pero también, y ya ampliando horizontes, ver cómo tras los muros domésticos, identidades democráticas llamadas sociedades avanzadas convierten océanos en cementerios, o permiten ciudades como Alepo o diásporas como las del pueblo Sirio, es desolador. Permítanme solo un recuerdo: Se llamaba Aylán Kurdi y no era un niño, no tuvo tiempo. En cuatro años, sólo vio desesperación y huida, llantos, gritos y lágrimas. No, no le dejaron ser niño, no pudo ser un niño. Se llamaba Aylán Kurdi Y murió ahogado en una playa de Turquía mecido por olas marinas, asfixiado por metralla, por odios y por venganzas... Se llamaba Aylán Kurdi.
Estas sociedades, decía, autistas y mezquinas que para vergüenza, no de todos, sustentan polvorines bélicos amparándose en cómodos privilegios de quienes las gobiernan, son tan miserables que no permiten que se manche su ADN llegando a taponarles la puerta de la dignidad. Esta vergüenza de países a los que estamos unidos no alcanzan, ni mucho menos, el honor de llamarse demócratas por mucho que pronuncien la honrosa palabra, sino que son serviles feudos al servicio de mercados oligárquicos que están por encima de ellas, y donde se prioriza el dinero frente a todo. En su mundo, en nuestro mundo, solo parece existir la impudicia, no importan las enfermedades, desprecian la justicia, odian la educación, se ríen cuando se habla de igualdad, y una retahíla interminable de desprecios a quienes les han convertido en monstruos, en unos perfectos Padrinos de Coppola. Siendo así y volviendo a Aristóteles dudo mucho que podamos llamarnos ciudadanos, tan solo porque muestran, con esa retahíla citada, que les importamos un carajo. No, este traje de ciudadano no me sienta bien, como no me sienta bien, una sociedad que vive en la inopia y en una cómoda impudicia. También, los que nos llamamos ciudadanos somos responsables de ello, nuestros silencios les hace soberbios y alimenta su despotismo. Este traje nos queda demasiado grande a todos porque somos ajenos y desmemoriados con aquellos que asentaron bases y valores para una sociedad moderna, amparada en derechos y deberes que hoy deberíamos defender. Sí, vivimos instalados en una cómoda impudicia a la que cada día corremos un tupido velo amparados en hábitos y costumbres banales que van desdibujando el carácter de ciudadano en beneficio de cortesanos con servidumbres indignas.
Rafael Granizo es socio de infoLibre
Cuántas veces se ha oído decir aquello de que el hombre es una animal de costumbres, ¿verdad? Y cuántas veces nos hemos sentido protagonistas en oráculos terrenales. Somos prototipos vinculantes a una sociedad que nos maneja a capricho porque nosotros mismos la alimentamos con nuestras conductas. Forjamos una sociedad a nuestra imagen y semejanza bien creando rutinas o hábitos y siendo agentes activos de esa construcción, alcanzando así, la condición de ciudadano. Sin embargo, hay dudas en cuanto a esa condición. Ya Aristóteles decía, en el Siglo V a. C. que el ciudadano de una democracia, con frecuencia, no lo sería en una oligarquía y atendiendo a esa reflexión y, observando el hacer político en el Siglo XXI, el uso y caso que nuestros políticos hacen a las demandas de los ciudadanos a través del voto, es evidente que tenemos proporcionalmente de ciudadanos lo que ellos tienen de honrados.