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Por una excelente educación pública, sin mamandurrias

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José María Barrionuevo Gil

La educación y sus leyes han estado siempre presentes, sobre todo, desde que dicen que llegó la democracia. “La democracia ha venido, todos sabemos cómo ha sido”. Nos podíamos haber ahorrado tantas orfandades educativas que ha sufrido el pueblo desde la Ley de Instrucción Pública, Ley de Moyano de 1857, que ya casi hemos perdido la cuenta, aunque nos hayan adoptado un número demasiado crecidito de leyes de Educación. Ya somos mayorcitos y no nos pega ni con cola tantos pantalones bombachos de leyes que parecen mantenernos en una poco saludable, y casi eterna, adolescencia (que “adolece, pena y muere”). Es que estamos ya bastante sufridos, hasta con hambrunas posbélicas incluidas, como para seguir con tanto tira y afloja de intereses, que, a veces, hasta son bastante poco educativos.

La nueva ley de educación, la LOMLOE (Ley Orgánica de Modificación de la Ley Orgánica de Educación) o Ley Celaá quiere conceder equidad a la hora de convocarnos hacia una educación más moderna y, a la vez, más solidaria, pero todavía adolece de improntas de un sistema económico y civil y político que nos deja sus marcas para que nadie se sulfure. Con los sulfuros, que nos resultan tóxicos, no debemos jugar; sin embargo, se abrió enseguida la caja de Pandora y se salieron de madre las manifestaciones de los privilegiados, que no nos demostraron gran talante conciliador, ya que no querían entender que no era para tanto la renovación que se nos concedía y que ellos no perdían prácticamente nada. Con la dictadura, con su catadura moral y todo el contento social, los favorecidos por la libertad eran “libres” de elegir centros educativos, pero se los tenían que pagar.

“Por sus frutos los conoceréis” nos dijo a todos Jesús, y ya salta a la vista que el “divino paciente” tiene émulos que, sin embargo, pierden la paciencia, porque el vértigo les seduce. La impaciencia se generaliza, incluso cuando las huestes parlamentarias de muchos voceros de la libertad saltan con interrupciones, dicterios y hasta golpes en las sacrosantas y finas maderas del “hemihemiciclo”, como si se tratara de golpear los toscos troncos de antiguas tribus que tocan a rebato.

Nuestra escuela pública está desconcertada, porque encuentra infinidad de dificultades en su labor educativa, ya que “la escuela de todos y para todos” se siente orillada, porque los medios nos muestran, generalmente, noticias de educación con imágenes de centros que son de unos pocos.

Nuestra escuela pública está desconcertada, porque las zonas educativas están predeterminadas por una discriminación social, que ha creado guetos en extrarradios, e incluso más lejos, de las ciudades, donde las dificultades crecen como setas tóxicas que envenenan la labor educativa en “ciudades que parecen sin leyes”. Antes (fue nuestra experiencia) la convivencia de las familias era más vertical, ya que en una misma construcción podían vivir familias de distinto estatus y poder adquisitivo, aunque las diferencias se manifestaran por los distintos estratos o plantas de las viviendas, pero en la calle los vecinitos nos encontrábamos y mezclábamos para nuestros juegos, aunque unos fuéramos a la escuela pública y otros a centros privados. Ahora, las ciudades se han ido desgajando horizontalmente, y las familias menos favorecidas se encuentran lejos y formando islas no solo por sus recursos económicos.

Nuestra escuela pública está desconcertada, porque la educación de todos se siente, muchas veces, con numerosas dificultades, además de con un ambiente ya enrarecido y, de esa manera, se encuentra sin poder evitar que se le escapen alumnos que dan con sus huesos en la delincuencia.

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Nuestra escuela pública también está desconcertada, porque las élites, a pesar de sus distinguidos recursos educativos, tampoco consiguen que sus pupilos terminen siendo modelos de ciudadanos intachables. “Del rey abajo, ninguno” parece confirmarse con las andanzas de eméritos, jefes de estados, presidentes, ministros... que “hicieron de su capa un sayo”, político y pecuniario. Sin embargo, a éstos se les trata de corruptos, que suena más raro o exquisito. Si en estos días Pablo Casado nos ha dicho que “el PP no habla con delincuentes”, lleva toda la razón. Siempre ha habido clases.

La Educación sabe muy bien que “no somos esclavos de nuestros genes”, pero no debe olvidar que tampoco debemos ser esclavos de nuestros prejuicios y adoctrinamientos, que nos separan y dividen. Tenemos que defender una verdadera y buena y excelente educación y pública, sin mamandurrias, porque la necesitamos y nos necesitamos.

José María Barrionuevo Gil es socio de infoLibre

La educación y sus leyes han estado siempre presentes, sobre todo, desde que dicen que llegó la democracia. “La democracia ha venido, todos sabemos cómo ha sido”. Nos podíamos haber ahorrado tantas orfandades educativas que ha sufrido el pueblo desde la Ley de Instrucción Pública, Ley de Moyano de 1857, que ya casi hemos perdido la cuenta, aunque nos hayan adoptado un número demasiado crecidito de leyes de Educación. Ya somos mayorcitos y no nos pega ni con cola tantos pantalones bombachos de leyes que parecen mantenernos en una poco saludable, y casi eterna, adolescencia (que “adolece, pena y muere”). Es que estamos ya bastante sufridos, hasta con hambrunas posbélicas incluidas, como para seguir con tanto tira y afloja de intereses, que, a veces, hasta son bastante poco educativos.

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