El calificativo de fascista está de nuevo en vigor. Siempre lo estuvo, pero en los últimos tiempos ha adquirido mayor difusión y extensión distribuyéndose por doquier, en las plataformas de las redes sociales o en los medios de comunicación. Resulta difícil saber qué se entiende como tal porque se aplica a actitudes o manifestaciones distintas que tendrían semejanzas con lo que fue, históricamente, el movimiento político nacido en los años 20 del siglo XX en Italia y que ascendió al gobierno del Estado de la mano de Mussolini. Después el término también ha servido para englobar al nazismo de Hitler y movimientos similares de otros países, con una ideología autoritaria y racista, contraria a la libertad de asociación política y dominio de un partido único. Los estudiosos del tema dan varias explicaciones para su advenimiento en la Europa del primer tercio del siglo XX. Desde las condiciones sociales, políticas y económicas por las que atravesó nuestro continente después de la I Guerra Mundial, hasta la ineficacia del sistema parlamentario liberal incapaz de resolver las demandas de muchos sectores sociales que se movilizaron para intervenir en la vida política. Países como Italia y Alemania, que no llevaban en aquella época un siglo de unificación nacional y perjudicadas en la paz de 1919, vieron crecer un movimiento de masas contrario a las soluciones propuestas por socialistas, anarcosindicalistas y comunistas. El peso nacionalista y el papel central del Estado como organizador de toda la sociedad predominaron sobre los elementos universalistas que proclamaban muchos líderes de la clase obrera o del liberalismo, y por encima de la dinámica de ambos países el fascismo se convirtió en una ideología internacional que pretendía luchar contra la extensión del comunismo, que había triunfado en la Unión Soviética.
El pensamiento de las izquierdas interpretaba, con la base ideológica del marxismo o de los anarquismos, que el fascismo era la expresión de las clases dominantes que imponían una dictadura para impedir que los trabajadores consiguieran sus objetivos y el capitalismo monopolista se hiciera hegemónico en su expresión imperialista. Aquí, en España, se ha debatido si el franquismo fue un fascismo durante todo el tiempo que duró o solo una dictadura autoritaria bajo la supervisión militar, que fue variando a lo largo de los años y donde el papel del partido único fue diluyéndose con el paso del tiempo porque no pudo extender su concepción política a los nuevos sectores sociales. Fue Juan José Linz, residente en EEUU y desde la sociología funcionalista, quien lo calificaría en 1963 de régimen autoritario con pluralismo político limitado, porque se permitía la expresión de algunas ideologías, pero ninguna fuerza política alternativa al Régimen. Distinguía así los sistemas totalitarios de los autoritarios. Tesis que fue considerada por otros académicos como una manera de eludir la calificación de fascista al franquismo, olvidando sus orígenes, y podía suponer una justificación del mismo. Se acepta, no obstante, que en los primeros años (1939-1950), con el peso de Falange Española, adoptó los elementos ideológicos del fascismo, con la variante de su identificación con el catolicismo, que fue escondiendo cuando los aliados vencieron en la II Guerra Mundial y reforzaron la democracia parlamentaria. El libro de Ferran Gallego da pautas para entender aquellos años (“El Evangelio Fascista. La formación de la cultura política del franquismo (1930-1950). 2014) Y después del Coloquio celebrado en Valencia en 1984 sobre “La España bajo el franquismo” se pasó a una fase de estudios de campo para dejar en segundo término su categorización.
Hoy esa denominación se utiliza, desde posiciones de izquierdas, como sinónimo de personas partidarias de políticas autoritarias que públicamente critican, a veces de manera violenta, opiniones o leyes contrarias a las que legítimamente aprueban los Parlamentos y se niegan a condenar el franquismo aludiendo al llamado pacto de la Transición. Pero también gentes conservadoras o de extrema derecha empiezan a utilizarla para descalificar a los de izquierdas que no respetan sus puntos de vista. Así, el término ha entrado en la metahistoria.
Javier Paniagua es socio de infoLibre
El calificativo de fascista está de nuevo en vigor. Siempre lo estuvo, pero en los últimos tiempos ha adquirido mayor difusión y extensión distribuyéndose por doquier, en las plataformas de las redes sociales o en los medios de comunicación. Resulta difícil saber qué se entiende como tal porque se aplica a actitudes o manifestaciones distintas que tendrían semejanzas con lo que fue, históricamente, el movimiento político nacido en los años 20 del siglo XX en Italia y que ascendió al gobierno del Estado de la mano de Mussolini. Después el término también ha servido para englobar al nazismo de Hitler y movimientos similares de otros países, con una ideología autoritaria y racista, contraria a la libertad de asociación política y dominio de un partido único. Los estudiosos del tema dan varias explicaciones para su advenimiento en la Europa del primer tercio del siglo XX. Desde las condiciones sociales, políticas y económicas por las que atravesó nuestro continente después de la I Guerra Mundial, hasta la ineficacia del sistema parlamentario liberal incapaz de resolver las demandas de muchos sectores sociales que se movilizaron para intervenir en la vida política. Países como Italia y Alemania, que no llevaban en aquella época un siglo de unificación nacional y perjudicadas en la paz de 1919, vieron crecer un movimiento de masas contrario a las soluciones propuestas por socialistas, anarcosindicalistas y comunistas. El peso nacionalista y el papel central del Estado como organizador de toda la sociedad predominaron sobre los elementos universalistas que proclamaban muchos líderes de la clase obrera o del liberalismo, y por encima de la dinámica de ambos países el fascismo se convirtió en una ideología internacional que pretendía luchar contra la extensión del comunismo, que había triunfado en la Unión Soviética.