El Papa Francisco está condenado desde su acceso al cargo. Los pasillos vaticanos se han convertido en caminos que conducen al averno los pasos del representante de dios en la tierra, un laberinto infernal custodiado por solideos, casullas, estolas… y alumbrado por los destellos de anillos y cruces de plata. Lejos quedan los papados de Wojtyla y Ratzinger, consagrados al integrismo ultraconservador que hace del catolicismo el brazo espiritual de los movimientos neofascistas que acechan al mundo otra vez. La historia de la Iglesia Católica es una lucha de poder entre su jerarquía y la doctrina cristiana. La doctrina va perdiendo.
El negocio católico no admite competencia ni pluralismo ni diversidad, anatema, de ello se encarga su poderoso aparato de propaganda.
La lucha por el poder terrenal tiene lugar en el ámbito ideológico, dominado de forma abrumadora por las fuerzas que controlan el infierno vaticano más allá del Papa, a pesar del Papa, por encima del Papa en el caso de Bergoglio. Ya pasó con la Teología de la Liberación en Sudamérica y con los curas obreros en barrios marginales de las grandes urbes. El negocio católico no admite competencia ni pluralismo ni diversidad, anatema, de ello se encarga su poderoso aparato de propaganda, el más longevo y eficaz del mundo, capaz de convencer a las masas de cualquier cosa, hasta de que hay una vida eterna.
Los rituales son la argamasa que cimenta la cohesión social, tan ansiada por quienes buscan un cómodo y rentable pastoreo de las masas. En este sentido, la Iglesia Católica ejerce un magisterio que es la envidia de economistas, publicistas y políticos, aspirantes a dominar el mercado mediante el control individual de los consumidores. A través de los siglos, y de la imposición por miedo y amenazas, la Iglesia ha conseguido que sus ritos se traduzcan en la asimilación de un conjunto de caracteres y procesos psíquicos que, aunque condicionan la conducta, no afloran en la conciencia. Es la base de la publicidad subliminal, un hito de la manipulación humana.
La última muestra de todo lo expuesto ha sido la reciente JMJ, concelebrada en Lisboa por el Papa, una legión de curas y brigadas de obispos y cardenales. Allí se ha oído a Bergoglio predicar en el desierto consignas evangélicas. Allí, a la par, se ha escuchado a la Jerarquía Católica mostrar su desconexión total de los evangelios y su inquebrantable adhesión a los postulados ideológicos neofascistas que auguran el control del Templo por una turbamulta de mercaderes adoradores del Becerro de Oro. Y allí se ha visto a una juventud abducida por el mito, subyugada por las soflamas de sus apóstoles y enardecido su espíritu en un ritual próximo al aquelarre en su fondo y en su forma.
La radicalizada juventud católica española, desplazada a la rave integrista de Lisboa, ha alternado los salmos de loa al dios salvador y los himnos a su pura madre virginal con el Cara al sol y el estribillo “¡Que te vote Txapote!”, evidencia de que estaba entregada al mensaje radical de Munilla y no al evangelio cristiano que Bergoglio intenta pregonar en vano ante ese rebaño de ovejas descarriadas. La envidia de Ayuso y Abascal: una juventud nacionalcatólica, cristofascista, capaz de quemar los libros que sus líderes espirituales ordenen y fusilar a los lectores que sus líderes políticos señalen. Una rave de escaso sexo, sobredosis de droga ideológica y cero de rock and roll.
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Verónica Barcina es socia de infoLibre
El Papa Francisco está condenado desde su acceso al cargo. Los pasillos vaticanos se han convertido en caminos que conducen al averno los pasos del representante de dios en la tierra, un laberinto infernal custodiado por solideos, casullas, estolas… y alumbrado por los destellos de anillos y cruces de plata. Lejos quedan los papados de Wojtyla y Ratzinger, consagrados al integrismo ultraconservador que hace del catolicismo el brazo espiritual de los movimientos neofascistas que acechan al mundo otra vez. La historia de la Iglesia Católica es una lucha de poder entre su jerarquía y la doctrina cristiana. La doctrina va perdiendo.