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Plagiadores de mentiras

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Javier Pérez Bazo

Cuando Alonso Quijano, regresado a casa tras sus primeras aventuras, se levanta de la cama y fuera de sí no encuentra sus libros, su sobrina le confiesa que Frestón, un maligno sabio encantador venido sobre una nube cabalgando una sierpe, había hecho desaparecer la biblioteca de su aposento. Además, afea al tío sus innecesarias pendencias yéndose por el mundo, al tiempo que le amonesta con aquello de que muchos van por lana y vuelven trasquilados. Este refrán, que reaparece varias veces en El Quijote abundando en la sabiduría popular, hoy se nos antoja de cruel pertinencia a propósito de las polémicas y rifirrafes suscitados por la titulitis endémicatitulitis de ciertos líderes políticos españoles.

Hace unos días, Albert Rivera, en una licencia con visos de felonía, quebró el reglamento parlamentario al cambiar de manera inopinada su pregunta dirigida al presidente de gobierno Pedro Sánchez, y ello para requerirle a bocajarro y con mucho aspaviento que hiciese pública su tesis doctoral en Economía con el fin de disipar las dudas razonables que, al parecer,  existían sobre ella. En sutil anticipo evocaba Rivera lo que unas horas después rubricarían tres periódicos más que servidores de la derecha económico-social y política. Mediante un estratégico menage à trois esos diarios voceaban el indiscutible plagio de la tesis del presidente, llegándose a cuestionar su autoría y hasta el mismo tribunal universitario que la juzgó. Por los predios del periodismo ultramontano volvió a cabalgar la desvergüenza a lomos de la ignominiacabalgar.

Poco después se dedujo que Rivera conocía y había plagiado con manipulación y adelanto las falsedades de indas, bieitos y rosellos. Porque sabía la verdad, mintió en sede parlamentaria al decir que el líder socialista ocultaba su tesis de Estado, al tiempo que le instaba a que la hiciera pública. Sabía que, conforme a lo estatuido, esa tesis estaba en la biblioteca de la universidad en la que se defendió a finales de 2012, a disposición de quien solicitara consultarla previa autorización de su autor. Y debería saber Rivera que ese obligado permiso pudo responder, en virtud de la propiedad intelectual, a la salvaguarda cautelosa de datos y documentos inéditos u otros aspectos antes de que se editase la obra. En fin, señor Rivera, sepa que quod natura non dat, Salmantica non praestat.

Juzgar lo juzgado por un tribunal universitario legalmente constituido, y de la manera tan vil como se ha hecho por parte de alguna vesania periodística, sólo cabe comprenderse como ofensa a la comunidad universitaria. Que economistas enjuicien ahora la calidad del trabajo parece una desconsideración, cuando menos hacia quienes solemos ser miembros de tribunales doctorales; que se acuse ahora al doctor Sánchez de “autoplagio” por publicar como coautor año y pico después un libro generado por su estudio universitario sólo responde a la mala baba de ignorante. Se deducirá que Pablo Casado haya escurrido el bulto en este asunto sabiéndose expuesto al trasquilado por haber incurrido en fraude científico al plagiar incontestablemente un texto ajeno, hecho sin duda de suma gravedad y motivo suficiente para dimitir de su cargo, siguiendo el ejemplo de la ministra Carmen Montón. Resulta significativo que el periodismo de baja estofa olvide estos detalles.

Si el lector me permite traer aquí de nuevo el refranero, diríamos que el gallito de Morón muy pronto iba a quedarse en su escaño sin plumas y cacareando. Pues no sólo parece ya probada la integridad universitaria del trabajo de Sánchez y descartada toda sospecha de una mano autora mercenaria, sino que, además, a Albert Rivera se le han vuelto las tornas y ahora son él y su currículo académico los cuestionados. En un ejercicio de exquisito cinismo fue por lana y volvió trasquilado.

Recuérdese que era Frestón gran enemigo de nuestro hidalgo manchego, quien parecía ser el causante de todos sus sinsabores, o si se quiere, el maligno adversario de la hermosa cordura y justicia quijotesca. Pues bien, dejemos pensar a Albert Rivera que aquel hacedor de encantamientos con sus artes y letras ha logrado que aparezcan y desaparezcan sus honores y diplomas de altos estudios: en su currículo académico primero mintió escribiendo que era doctor, luego que doctorando y hoy una rectora le recuerda que lo sería si estuviese matriculado en los cursos de doctorado y tuviera en ciernes su tesis, como bien sabe cualquier universitario; ahora empareja su licenciatura con un máster inexistente en otras versiones curriculares. Esperemos que la Universidad George Washington no esté, como la de Harvard, en Aravaca.

La sombra de Frestón es alargada. No le faltaban razones al hidalgo Quijano para tenerle ojeriza; en los tiempos que corren le reservaría mucha tirria al verle confabulado con los fulleros. Porque mediante el sometimiento a poderes mágicos y según conveniencia, inventa sin escrúpulo, oculta y plagia, o reduce a humo cuantos másteres se le pongan en el camino, del mismo modo que antaño redujo a la nada la librería del caballero andante.

Conocidas son las hechicerías de Frestón para convertir discos duros en un amasijo de sinvergüencería, o sus insospechadas capacidades para borrar cinco mil correos electrónicos que podrían ser molinos en vez de gigantes, o incluso sus artes de birlibirloque para esfumar, sin quererlo, la memoria final de máster, copia digital incluida, de Cristina Cifuentes, obligado luego a socializar y meter de tapadillo en el bolso de la presidenta unas cremas de supermercado para deshacer el entuerto. Quizás por todo ello Pablo Casado, ya camino del Tribunal Supremo, se apresuró a contratar los servicios de Frestón y, por si acaso, los de un abogado defensor de presuntos estafadores. Aún no sabemos si la sabiduría del viejo encantador habrá puesto a buen recaudo el ordenador del masterizado presidente del PP, el mismo en el que supuestamente escribió con tufo sospechoso cuatro trabajitos académicos para sendas asignaturas, en verdad  “finalistas” (no de un curso de doctorado, según falsea el interesado, sino previas a la obtención de un Diploma de Estudios Avanzados, como escribí en este diario), tareas que el mago enemigo de don Quijote pudo transformar, quizás por despiste, en unos noventa virginales folios en blanco. O acaso en carne de plagio, que vaya usted a saber si detectará la justicia. Veremos si imputado el sabio encantador, Pablo Casado sigue creyendo en milagros, escudado en el misterio y en el secreto de confesión. ___________

Javier Pérez Bazo es catedrático de Literatura de la Universidad de Toulouse – Jean Jaurès y socio de infoLibre

Cuando Alonso Quijano, regresado a casa tras sus primeras aventuras, se levanta de la cama y fuera de sí no encuentra sus libros, su sobrina le confiesa que Frestón, un maligno sabio encantador venido sobre una nube cabalgando una sierpe, había hecho desaparecer la biblioteca de su aposento. Además, afea al tío sus innecesarias pendencias yéndose por el mundo, al tiempo que le amonesta con aquello de que muchos van por lana y vuelven trasquilados. Este refrán, que reaparece varias veces en El Quijote abundando en la sabiduría popular, hoy se nos antoja de cruel pertinencia a propósito de las polémicas y rifirrafes suscitados por la titulitis endémicatitulitis de ciertos líderes políticos españoles.

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