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Ana María Matute: se cierra el círculo

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Un buen día de sus 20 años,  Ana María sale corriendo al quiosco para comprar el semanario Destino. No solo un ejemplar, sino todos los que puede. Entre las páginas aparece su nombre impreso con su apellido, Matute. Es la primera vez que lo ve así, en regulares y negros caracteres. La revista publica un relato que la joven ha escrito años atrás, en torno a los 15, llamado El chico de al lado. Estamos a finales de mayo de 1947.

La imagen cambia ahora a justamente 67 años después, a últimos del mismo mes de mayo, pero de 2014. La joven que entonces despuntaba en la literatura es hoy un nombre clave de las letras en español. Como tanto tiempo antes, continúa manteniendo la costumbre de escribir a máquina, porque no se ha hecho al ordenador y también porque le gusta ver las letras pegarse a la hoja y releerlas, embellecerlas a base de tachones. Está escribiendo el que será el último capítulo de su vida, dos hojas nada más. Entre los renglones que llenan el folio en blanco se lee una frase: “Simplemente, el chico de al lado”. Y el círculo se cierra.

Fallecida solo un mes después, el 25 de junio, Matute no pudo acabar su última obra, Demonios familiares. Pero aunque inconclusa, la novela tiene atados todos los cabos para poder figurarnos qué quiso ser. Publicado así, sin final, el libro sale a la venta con su editorial de casi toda la vida, Destino. Y con ella en ausencia, en lo que calificaron como un día “triste y a la vez jubiloso”, comparecieron ayer para presentarla el director del Instituto Cervantes, Víctor García de la Concha; su editora, Silvia Sesé; el editor de Destino, Emili Rosales; su amiga y escritora Almudena Grandes; y su igualmente amiga colaboradora durante las últimas tres décadas, la profesora universitaria María Paz Ortuño.

Entre todos –y arropados por algunos familiares de la escritora, entre ellos su hijo Juan Pablo- quisieron recordar las anécdotas y las alegrías de toda una existencia dedicada a la literatura y que, subrayaron, no se truncó a la mitad de esta última novela. “Todo lo que escribía y todo lo que hacía estaba pensado”, dijo Ortuño. “Seguro que sabía que cerraba este ciclo, porque después no quiso escribir más. Quiero pensar que este es un libro que nos dejó como regalo para que fuéramos nosotros los que siguiéramos, me gusta esa idea del eterno retorno”.

La profesora, que ayudaba a Matute a pasar sus textos al ordenador, recordó también cómo esta gustaba de corregir y rescribir hasta que encontraba la justa medida de sus textos. Tanto que, a modo de testimonio, el interior de las tapas del libro viene impreso con unos de esos folios emborronados en los que se sustituyen y se inventan adjetivos y frases enteras. “Una vez murió, volví del hospital a casa para recoger el manuscrito de Demonios familiares”, contó Ortuño, “y al releerlo vi que lo había revisado otra vez, porque había correcciones que antes no estaban”.

Teniendo en cuenta el declive físico que la autora sufrió en su periodo final, la que fuera su “amiga del alma” no pudo sino hablar de cómo le conmovía ese inquebrantable “compromiso” de Matute con su obra y, más allá, con la literatura. “En la nota final del libro he contado el calvario que supuso, unido a la alegría de escribir”, agregó Ortuño, cuyo texto se complementa con un prólogo a la obra de Pere Gimferrer. “Ahora tenía sus propios demonios dentro de su cuerpo, pero la misma ilusión y capacidad que el primer día”.

Los hijos muertos

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Con Mada como última palabra, el término afectuoso con el que los chicos apelan a Magdalena, la tata de la casa donde se desarrolla la historia, Demonios familiares regresa a algunos de los temas fundamentales de la obra de Matute, como la infancia, la guerra y la posguerra o la femineidad. “Es el mundo de sus grandes novelas de juventud”, señaló Grandes, que quiso subrayar Los hijos muertos como la obra ineludible de Matute más allá de su célebre Olvidado rey Gudú. “Y aunque el final del libro el cruel, no es insatisfactorio”.

La historia de Eva, la protagonista, es así una fábula que por su atinada comprensión del alma humana tiene una cualidad de “real”. Que no “realista”. Tampoco su “verdad” es “verídica”. “En Demonios familiares hay dos frases definitorias”, dijo De la Concha. “Una es Todo era un poco más allá de lo que parecía y la otra El coronel gustaba de ver las cosas siempre en el espejo. En la obra de Ana María Matute parece que todo flota, pero en realidad todo está anclado”.

Como una de las primeras y aún hoy pocas mujeres académicas de la lengua, también hubo tiempo en la presentación para preguntar a De la Concha –que antes fue director de la docta casa- por las costumbres de Matute en ese terreno. “Yo por entonces era el secretario, y Fernando Lázaro el director”, puntualizó. “Ella lo vivió con mucha ilusión pero a la vez como ajena: no frecuentaba mucho los plenos, a ella le gustaba más cuando organizábamos almuerzo. Se dejaba querer mucho, porque le gustaba ser atendida, cortejada, y esos ratos los pasaba estupendamente”.

Un buen día de sus 20 años,  Ana María sale corriendo al quiosco para comprar el semanario Destino. No solo un ejemplar, sino todos los que puede. Entre las páginas aparece su nombre impreso con su apellido, Matute. Es la primera vez que lo ve así, en regulares y negros caracteres. La revista publica un relato que la joven ha escrito años atrás, en torno a los 15, llamado El chico de al lado. Estamos a finales de mayo de 1947.

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