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António Lobo Antunes: “Escribo procurando decir lo que el libro espera de mí”

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Antoine Perraud (Mediapart)

No vive en uno de esos viejos edificios de los que se elevan los cantos frágiles pero inmemoriales, locales y sin embargo universales, de sus personajes, esos espectros escrutadores de un mundo que jamás acabará con las relaciones de dominación. Es en un dúplex ultracontemporáneo, en la cima —plantas 12 y 13— de un flamante edificio, donde vive, lee y escribe António Lobo Antunes, nobelizable convencido de que el altísimo premio le llegará más tarde o más temprano. El hombre, psiquiatra de formación, puede conjugar en el mismo minuto la odiosa morgue del patricio y la escrupulosa empatía del médico. 

Habiendo rechazado la dictadura de Salazar y Caetano —hospederos del Estado Novo—, y asqueado más tarde por el autoritarismo que encontraría en el Partido Comunista del esteta y estalinista Alvaro Cunhal, el escritor sueña con revueltas colectivas sin dejar de citar las palabras de Gérard de Nerval antes de su suicidio: "No me esperes esta tarde, porque la noche será negra y blanca". 

Sus tres primeros libros, Memoria de elefanteEn el culo del mundo y Conocimiento del infierno evocaban el trauma que atormenta a António Lobo Antunes: la guerra colonial llevada a cabo en Angola por la potencia fascista portuguesa. De libro en libro —pasando por su reciente experiencia con el cáncer—, el novelista se ha liberado de la narración clásica para producir, con la fuerza de un levantador de pesas y la gracia de un funambulista, frases serpenteantes como las de Proust o saltarinas como las de Céline. Frases hipnóticas, misteriosas, bellas, brillantes y polifónicas que inundan sus dos últimos textos, todavía sin publicar en España: Da natureza dos deuses y Para aquela que está sentada no escuro a minha espera. Cada página aclimata, para los lectores transformados en reflectores de la ficción, los motivos obsesivos del autor: animales y plantas, la lluvia, un reloj de pared, un espejo, chirridos y tantos y tantos disparadores del recuerdo. 

Si bien no vive en los espacios de sus relatos, António Lobo Antunes sí conversa como se expresan ya para siempre sus personajes: con un poder de evocación que nadie sabría desviar. Amablemente amurallado tras su propio genio, el escritor ha hablado. Reproducimos aquí sus palabras tal cual, liberadas del juego pregunta-respuesta, esperando que este monólogo envolvente recuerde al canto coral de su obra poética y política, melancólica y combativa, del lado de los vencidos...

  ***

No he hecho más que escribir toda mi vida. Y sigo haciéndolo. Me siento muy culpable cuando no escribo, como si traicionara lo que me ha sido dado. Había muchos libros en casa de mis padres. Éramos seis hermanos y mi padre —era neuropatólogo— nos obligaba a leer. Me puso por ejemplo entre las manos, cuando tenía ocho años, Safo, de Alphonse Daudet, una maravillosa historia de amor —entre un joven muchacho y una cortesana entrada en años— que sigo considerando una obra de arte. Mi padre era de Brasil, su madre era alemana, así que yo soy portugués... de parte de madre. 

La primera vez que fui al Elíseo para una condecoración, un alto funcionario me dijo: "Creía que era usted español. ¡Anda! Es usted portugués. Qué curioso: mi asistenta también es portuguesa". La educación francesa. Le respondí que era verdaderamente divertido, en la medida en que mis padres hacían venir a jovencitas francesas, durante las vacaciones, para que los niños perfeccionaran la lengua de Molière gracias a esas "mademoiselles". Me parecían muy mayores, desde sus 18 o 19 años...

Soy el mayor de unos chicos con carreras excepcionales. João, muerto en octubre —es la única persona cuya foto expongo en este apartamento—, era un neurocirujano que regresó a Portugal después de haber pasado 20 años en los Estados Unidos. Tenía morriña. Escribía bien, ensayos. También estaba Pedro, también desaparecido, arquitecto. Luego Miguel, un abogado. Otro médico, Nuno. Y finalmente Manuel, embajador...

Se nos obligaba a leer, el sábado y el domingo. Cada tarde, mi padre nos leía un libro en voz alta, en una lengua u otra: portugués, español, francés, alemán, italiano, inglés... En esa época, las clases sociales estaban muy marcadas, con sus signos y sus códigos. Yo pertenecía a la burguesía. No se podía ocultar —y, por otra parte, no nos ocultábamos—. 

Fui a hacer mi primera comunión, después de un viaje de un mes en coche —con sus explicaciones interminables delante de cada cuadro en todos los museos imaginables a través de Francia, Suiza e Italia— a Padua, por San Antonio —que era, de hecho, portugués, nacido en Lisboa— por una promesa que mi abuelo António —heredé su nombre, pero no su bondad ni su valentía— había hecho cuando tuve una meningitis a los ocho meses, de la que me curé, contrariamente a uno de sus hijos, fallecido por esta enfermedad también a los ocho meses. En cuanto mi abuelo, muy católico, hubo hecho su promesa de Padua a San Antonio, parece que salí del coma...

Nos educaron, entonces, entre libros, obras y saber. A los cuatro años leía y a los cinco empecé a escribir: "¡Estáis frente al mayor autor de Portugal!", anunciaba a mis padres. Mi madre me dijo durante mucho tiempo: "Jamás harás nada de valor". Los estudios y las buenas compañías eran su único horizonte. Si sospechaba que teníamos novia, inquiría siempre de la misma forma: "¿Es alguien que yo conozca, por lo menos?". El espíritu de clase en todo su esplendor, entre las diez o cien familias de mayor consideración, como en todas partes. Pero mi madre, pese a todo, había leído dos veces En busca del tiempo perdido de Proust: no está mal...

A los 12 años, mi padre puso en mis manos una edición de Muerte a crédito, de Céline —lo tenía todo de Céline, hasta los panfletos—. Todo el mundo se sorprendió cuando mi primer libro fue publicado en 1979 —yo el primero, en la medida en que todos los editores rechazaban mis manuscritos, bajo el pretexto de que no era así como se escribían las novelas—. 

Después, la suerte me sonrió. Un brasileño de paso por aquí recibió el libro como regalo de parte de una amiga profesora en la facultad de Letras, y este enseñó mi novela a su agente de Nueva York, Thomas Cochie, quien propuso entonces ser también el mío. Yo no era favorable a dejar traducir esta primera novela, Memoria de elefante, cuyos defectos ya podía ver, pero de todas formas Thomas Colchie no conseguía colocarla: nadie la quería, en ningún país. Le propuse separarnos, pero este agente, contra toda evidencia, me repetía: "Usted va a conquistar el mundo". Mientras, ¡no conquistábamos nada!

El disparador llegó de Francia, en 1987: Jean Clémentin publica en [el periódico satírico] Le Canard enchaîné una crítica elogiosa de Fado alejandrino, publicado en Albin Michel, editor que me había invitado a París a un hotel lamentable, donde me había olvidado tan pronto como me hube instalado. Me disponía a volver a Lisboa cuando Jorge Amado, el escritor brasileño, al que estaba muy ligado, me hizo saber que semejante crítica de Jean Clémentin, "es la gloria". La actitud de Albin Michel cambió completamente, el medio literario de repente se intresó por mí y conocí a Christian Bourgois, hombre notable desde todos los puntos de vista, muerto con una valentía excepcional después de haberme escrito: "Nada de pathos entre nosotros, tengo cáncer". Cuando le dije que era el mejor editor que conocía, me respondió: "No hay grandes editores sin grandes escritores". Le puedo asegurar a usted hoy, pensando en él: "No hay grandes escritores sin grandes editores". Con él, pude verificar que la amistad es un poco como el amor: encuentras a un hombre y os convertís de inmediato en amigos de toda la vida...

Ser traducido me ha parecido imposible durante mucho tiempo. Pero cuando Dominique Nédellec [su traductor al francés] se manifestó, me pareció que su trabajo era magnífico. Un buen traductor es tan escaso como un buen escritor. Maurice-Edgar Coindreau, cuando enseñaba en Princeton, tuvo la clarividencia de detectar para [el editor] Gaston Gallimard a Hemingway, Faulkner, Dos Passos o Steinbeck. Pero sus traducciones no son buenas. Mientras que el trabajo de Dominique Nédellec es excelente. ¿No le conoce usted? Físicamente, se parece al cantante Art Garfunkel en los años setenta, con sus greñas rizadas. No sé qué edad tiene Dominique Nédellec, pero de todas formas, se tiene la edad con la que se ha nacido. 

Mi padre, cuando se encontraba ya muy cerca de la muerte, recibió la siguiente pregunta de mi hermano Miguel —no tuteábamos a nuestro padre—: "¿Qué le hubiera gustado a usted dejar a sus hijos?". Hubo un gran silencio, y luego cuatro palabras: "El amor por las cosas bellas". Era un apasionado de Flaubert y nos leía Salambó, cuyas páginas conozco de memoria. La grandeza de Balzac se me escapó durante años. Stendhal está infravalorado en Francia. Saint-Simon es magnífico: todo Proust está ya ahí. Mi paraíso son las librerías parisinas, como esa que pertenece a Gallimard en el bulevar Raspail. Compré ahí uno de los tres Diderot de [el sello] la Pléiade que llegan gota a gota cada año: "No está mal", me certificó el vendedor, que no tenía el ánimo para lamentaciones. 

Me gusta la poesía un poco desigual. Es imposible perfeccionarse frente a la perfección. Necesitamos los defectos, los defectos de los demás. Radiguet decía que se aprende a escribir bien gracias a los malos libros.

Todo es, de todas formas, cuestión de trabajo. ¡Escribo tantas versiones, parapetado tras mi mesa, durante el horario de oficina y más allá! "El talento es una cuestión de cantidad. El talento no es escribir una página: es escribir 300", afirmaba Jules Renard en su Diario. Y añadía la frase definitiva: "En literatura no hay más que bueyes".

Hay que ser humilde, guardando a la vez el deseo por los grandes libros que superarán los precedentes. Mis años de escritura son un largo viaje que me ha cambiado mucho. Escribo siempre a mano, procurando decir lo que el libro espera de mí. Redacto una primera versión sobre hojas de recetas, primero las de mi padre y luego las mías con el encabezado del hospital Miguel-Bombarda, en el que ejercí hasta mediados de los años ochenta. Un día, en Rumanía, asistía a no sé qué encuentro literario y mira tú por dónde que me aborda una señora con una de estas hojas, ennegrecida por mi escritura. Estábamos en Cluj, en Transilvania. "¿Dónde ha encontrado usted esto?", le pregunté. La había comprado en una subasta por Internet. Sorprendente. No regalo más que a mis amigos estas huellas de un primer intento, atrapado luego en el ordenador: se convierte entonces en un texto mecanografiado sobre el que trabajo para llegar a un nuevo manuscrito. Escribir me es vital. Había un lema magnífico en las carabelas: "Navegar es necesario, vivir no es necesario".

He navegado más allá de lo que habría sido necesario: ¿ve usted los audífonos que estoy obligado a llevar? He aquí un recuerdo de la guerra colonial desarrollada por Portugal en Angola desde el principio de los setenta, donde pasé 27 meses como oficial. Nunca releí las cartas que enviaba desde allí, joven médico militar, a mi mujer de entonces, joven madre. Todo el mundo era joven en aquella época: incluso el mundo era joven. Pero la dictadura nos parecía eterna. Estaba solo, perdido, en la imposibilidad de contar las cosas, de tanto como velaba la censura militar. Esas Cartas de la guerra fueron publicadas hace ya un decenio, para convertirse en película el pasado año [estrenada en España el pasado junio]. Una de mis hijas me enseñó en su teléfono móvil el trailer, y empecé a llorar al cabo de diez segundos. Es atroz y eso te persigue siempre. Hay todavía 40.000 hombres tratados en hospitales psiquiátricos por las neurosis y psicosis provocadas por estas guerras coloniales africanas, en las que Portugal desplegó millón y medio de soldados. No se desciende vivo de ninguna cruz

Todavía me despierto por la noche en medio de pesadillas ligadas a esta experiencia del desastre. Encontrará usted ecos de ellas en la novela que saldrá en Portugal en octubre —pienso que es lo mejor que he escrito hasta el momento— y que debería tener un título bastante largo: Hasta que las piedras sean más ligeras que el agua

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  Traducción: Clara Morales

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No vive en uno de esos viejos edificios de los que se elevan los cantos frágiles pero inmemoriales, locales y sin embargo universales, de sus personajes, esos espectros escrutadores de un mundo que jamás acabará con las relaciones de dominación. Es en un dúplex ultracontemporáneo, en la cima —plantas 12 y 13— de un flamante edificio, donde vive, lee y escribe António Lobo Antunes, nobelizable convencido de que el altísimo premio le llegará más tarde o más temprano. El hombre, psiquiatra de formación, puede conjugar en el mismo minuto la odiosa morgue del patricio y la escrupulosa empatía del médico. 

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