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El desorden. Esto es lo que proponen el sociólogo estadounidense Richard Sennett y el arquitecto español Pablo Sendra para responder a la privatización, el urbanismo hipercontrolador y, en general, a la ciudad “rígida” que domina el mundo occidental desde el siglo XX. La propuesta del libro Diseñar el desorden, que acaban de publicar con Alianza, puede resultar contraintuitiva: el desorden es negativo, el orden urbano es positivo, ¿no? No necesariamente. “Uno de los papeles del urbanismo”, concede Sendra, “es poner límites a los especuladores inmobiliarios, asegurarse de que las ciudades se desarrollan de manera justa. Obviamente, no nos oponemos a eso”. Pero sí advierten de que un sistema inflexible, regido hasta el extremo por la burocracia, “parece creado para los poderosos, porque se pueden permitir adentrarse en él”. La gente de a pie, las comunidades que forman los distintos barrios, quedan al margen de la planificación urbana. No pueden influir en ella ni decidir sus usos. “El desorden que promovemos no significa permitir a los poderosos hacer lo que quieran”, apunta el arquitecto español, “sino usar un tipo de urbanismo que no esté ya determinado, donde no todos los usos y actividades estén fijos, y que permita espontaneidad y cambio”. Un desorden que tiene que ver con la flexibilidad y con la participación.
Pero esta tesis no es nueva. De hecho, Sennett advirtió ya en Los usos del desorden, publicado en 1970, los efectos que los desarrollos urbanísticos rígidos tenían sobre la vida en las ciudades y sobre los vecinos. Desde entonces, sociólogos y arquitectos —pero no solo— vuelven sobre esa idea. Y Diseñar el desorden funciona como desarrollo y complemento de aquel libro: a las ideas del sociólogo, que lleva décadas reflexionando sobre cómo sería un espacio urbano democrático y diverso, se suman las de Sendra, que da cuenta desde un punto de vista urbanístico de los proyectos que podrían acercarnos —o no— a ese ideal de flexibilidad y que aporta sus propias propuestas, el tipo de infraestructuras que podrían incentivar ese desorden participativo. Del libro, y de la conversación con este periódico, extraemos cinco ideas para liberar a las ciudades de la rigidez y hacerlas más adaptables a las necesidades de los vecinos.
1. Participar es más que votar
En 2017, el Ayuntamiento de Madrid puso en marcha una consulta ciudadana para decidir de qué manera se reformaría la Plaza de España, un enorme espacio verde en uno de los extremos de Gran Vía. El proceso, que en consistorio de Manuela Carmena definió como un ejemplo de participación ciudadana, comenzó con reuniones con comerciantes y vecinos, siguió con un cuestionario abierto, contó con un jurado que calificó la calidad técnica de los proyectos presentados y terminó con una votación entre dos opciones cerradas. Aunque Sennett y Sendra aprecian el interés del Ayuntamiento en fomentar la participación ciudadana, la que ellos tienen en mente no tiene mucho que ver con votaciones de proyectos terminados. “No es mi idea de cómo funciona el sistema. El sentido de todo esto es que se implique a los ciudadanos en la creación de su espacio”, dice el sociólogo estadounidense. “Y eso no se puede llevar a cabo en una sola votación de procesos ya finalizados”, añade su compañero, “pensamos en otro tipo de implicación que va más allá del voto”.
¿En qué tipo de implicación están pensando? En una inspirada en las cooperativas de vivienda y los movimientos anarquistas, explican, en las que priman el autogobierno y la descentralización. Los ciudadanos se organizarían en nodos de tomas de decisiones que a su vez estarían relacionados entre sí, en un sistema que llaman “de red”. Paralelamente, estaría el “municipalismo”, la estructura del ayuntamiento, que estaría abierta a estos nodos, ya fueran asociaciones de vecinos, familias usuarias de un parque o movimientos sociales, para atender a sus necesidades y propuestas. Además, sería responsable de que “ todo el mundo tuviera sus necesidades básicas —salud, vivienda, educación— cubiertas”. Richard Sennett pone como ejemplo el modelo de vivienda pública de Viena, donde la propiedad pública del suelo —o el control de la propiedad cuando no es el caso— y la regulación de los alquileres ha creado comunidades de vecinos heterogéneas. Además, los bloques de viviendas cuentan con un espacio común cuyos usos quedan definidos por las necesidades de sus habitantes. “Esos edificios estaban auto-organizados, no había planes municipales para un mejor uso del espacio, sino que se les daba un envoltorio en el que la gente podía decidir cómo iban a organizarse. Eran vehículos de democracia directa, y ese me parece el gran desafío”, dice el sociólogo.
2. Dejar de poner la circulación en el centro
Como consultor de la ONU, Richard Sennett se ha enfrentado en varias ocasiones a un problema que atañe a numerosas ciudades: qué hacer con las carreteras o autopistas que la atraviesan, una vez que la ciudad desborda sus límites. La solución no es sencilla, pero solo parece haber dos opciones: “Puedes soterrar la carretera, que cuesta muchísimo, es una solución para países ricos, para países muy ricos. O puedes comprimir la carretera”. Por esto último, que consiste en reducir el tráfico de las carreteras reduciendo los carriles —pasando de ocho a cuatro, por ejemplo—, están apostando las Naciones Unidas en la India, cuenta, en Dehli. “El mantra de la planificación urbana en el siglo XX era que la circulación era lo más importante en la ciudad, y esto ha llevado a la segregación urbana”, denuncia Sennett. Era un mantra, además, “para la derecha y para la izquierda”: sucede en Nueva York y sucede en la Caracas chavista. “Pero en mi opinión y en la de mis colegas”, continúa “la respuesta es menos carretera y más transporte público. Esa idea de que la circulación es lo principal se ha acabado”.
A algo así se enfrentan los vecinos del barrio de Vallecas, en Madrid: el Ayuntamiento anunció hace unos meses que demolería el puente de la M-30, la autopista de circunvalación, que separa el barrio adinerado de Retiro y el barrio obrero de Vallecas. La decisión se recibió positivamente, pero eso no impide que los vecinos de Vallecas teman a la gentrificación y a los especuladores inmobiliarios que pueden estar relamiéndose ante la perspectiva de la revalorización del barrio. Para evitar que el proceso acabe yendo contra las comunidades que pretende proteger, Sennett recomienda “preguntar a las comunidades en esas áreas cómo quieren usar ese espacio”. El mejor ejemplo se encuentra en Bogotá, que estaba atestada de autopistas que dividía a barrios ricos y pobres, y que tuvo éxito. Llevó 20 años. “Y mientras”, apunta Sendra, pensando en las probables largas obras, “imaginar infraestructuras que puedan atravesar la autopista y crear espacios en común”. Más allá del puente peatonal, espacios de encuentro entre los dos barrios donde ya empiece a saturarse esa herida. Richard Sennett incide en la complejidad del proceso, pero también da un caso de éxito: Bogotá. “Tardamos 20 años, pero lo conseguimos”.
3. Empezar por la calle
Pablo Sendra está muy interesado en el proyecto superilles (o supermanzanas) puesto en marcha por el Ayuntamiento de Barcelona. Lanzado como un programa piloto en 2016, hoy se expande en distintos puntos de la ciudad. ¿La idea? Agrupar calles en una organización mayor que la manzana pero menor que el barrio, de manera que el tráfico se limite en las calles internas de la supermanzana, concentrándose en las calles que la delimitan. “Incluso si mucha gente fue escéptica hace cuatro o cinco años, la pandemia ha demostrado que es el camino a seguir”, reivindica Sendra. El objetivo, dice, es que la gente “tenga acceso a un espacio público de mayor calidad”, y que “este espacio favorezca a los peatones más que a los coches”. Estos dos elementos favorecen la aparición de un “espacio comunitario” en el que los vecinos de desarrollan entre sí. El consistorio se propone, en la web del proyecto, “pasar de calles pensadas para los coches a calles pensadas para las personas”, promoviendo l”a apropiación de la calle” por los ciudadanos.
Y sobre esto Richard Sennett tiene una advertencia: “Estoy muy a favor de este tipo de propuestas si permiten que la gente use el espacio de manera más flexible. Si lo único que hacen es combinar diferentes edificios para alcanzar una mayor eficiencia en el transporte o a la hora de definir un distrito, no me interesa tanto”. Es decir, que tendría que tratarse de algo más que de organizar el tráfico. Tendría que ser una experiencia comunitaria. Y Pablo Sendra cree que se avanza en esa dirección con el nuevo planteamiento de las superilles, más centrado en la transformación calle por calle —que llaman “ejes verdes”— que en los bloques de edificios en sí. “Este cambio de aproximación permite que los residentes se adueñen de la calle y se pregunten cómo transformamos el espacio entre edificios, cómo creamos infraestructuras flexibles y que se relacionen entre ellas”, celebra el arquitecto.
4. Perderle el miedo al conflicto
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Sennett y Sendra señalan cómo a menudo hay cierto miedo a lo que pueda suceder en un espacio público flexible, de interacción entre los vecinos. En una sociedad parcelada, el encuentro con el otro parece ser más bien un encontronazo. Y en ocasiones lo es. Pero Pablo Sendra reivindica la necesidad de perderle el miedo al conflicto, que no tiene por qué ser negativo, sino un elemento más de la vida en comunidad. Para ejemplificarlo, habla de su participación en proyectos de huertos urbanos administrados por los vecinos o en la instalación de paneles solares en bloques de viviendas. “Una de las cosas que he observado al tratar con ellos es que, al compartir las infraestructuras, empiezan a tener buenas interacciones entre sí”, cuenta. Tendrán que discutir qué se planta y cuándo en el huerto, cómo se organizan las tareas en él, a qué se destinará energía de los paneles... Eso conlleva desacuerdo y negociación, algo que en las ciudades de la rigidez y el aislamiento produce verdadero terror. Pero él defiende que es hora de perdérselo: “Estos encuentros hacen que se desarrollen relaciones entre la gente que no existían antes”. Otra forma de construir ciudad.
5. Destruir la ilusión de control
Puede parecer contradictorio defender el desorden cuando muchas personas, sobre todo en la periferia, en las fronteras alejadas del centro, sienten que la ordenación urbana brilla por su ausencia y que el único agente es el caos. “Esas son cosas que están desorganizadas porque están descuidadas, porque nadie se ocupa de ellas”, indica Richard Sennett. Y el caos no es, ni mucho menos, el desorden flexible del que ellos hablan. No se trata de que cada cual haga lo que quiera, sino de la posibilidad de construir cosas juntos. Y el sociólogo advierte contra un enemigo enmascarado: la ilusión de control. “En mi experiencia”, dice, “cuando tienes una situación de poder, también tienes una situación en la que la transparencia está amenazada. La comunicación del poder con el público busca no presentar contradicciones. Lo que a menudo pasa con estas situaciones es que hay una ilusión de orden creada para permitir a los poderosos hacer lo que quieran”. Es decir, el control no es real, sino un espejismo utilizado para generar una apariencia de buen gobierno e incluso una identificación del ciudadanos con las normas, incluso cuando estas van en su contra. Lo ve en la negociación internacional contra el cambio climático: “Los países que se lo toman más en serio son más transparentes sobre los problemas que están teniendo al hacerlo. Quienes no se lo toman en serio, aparentan tenerlo controlado. Cuando veo a alguien que tiene la solución a un problema, siempre creo que están escondiendo algo”.
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