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Cuando Almodóvar nos enseñó el poder de la ficción para definirnos (y vivirnos)

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Pedro Almodóvar no competía en la última ceremonia de los Goya, pero se las apañó igualmente para ser el protagonista. Por partida doble. Fue muy sonado cuando puso en su sitio a Juan García-Gallardo, vicepresidente de la Junta de Castilla y León por Vox, mientras que la otra vez que subió al escenario lo hizo con ánimos más relajados. Javier Ambrossi y Javier Calvo, como anfitriones de la gala que estaba teniendo lugar en Valladolid, aparecieron sentados en un sillón, y lo que empezó siendo una conversación rememorando la importancia de los Goya en sus vidas pronto se convirtió en algo más.

“Muchos de los que nos dedicamos al cine tenemos un Almodóvar que nos cambió la vida”. Calvo nombró Volver como ese Almodóvar, mientras que Ambrossi habló de Todo sobre mi madre… que justo estaba de aniversario en 2024: el 16 de abril de 1999 llegó a salas españolas. Seguidamente apareció el mismo Almodóvar junto a Cecilia Roth, Antonia San Juan, Penélope Cruz y Marisa Paredes. El sillón resultó ser el que aparecía en una escena muy recordada de Todo sobre mi madre, y los ahí concurrentes se lanzaron a un homenaje desordenado, aparentemente espontáneo, a la película que cumplía 25 años. 

Se les ocurrió recrear la escena, pero no pudieron hacerlo al detalle. Debían hacer memoria. “Yo estaba sentada aquí y decía…”., “Y yo te decía ‘el tiempo que hace que no me como yo una polla’”. Esa necesidad de rememorar frente al público, de evidenciar que todo era una “interpretación sobre la interpretación”, deparó un momento memorable. Las actrices se prestaban a una representación con los andamiajes a la vista, permitiendo que el público conectara esa ficción desnuda con su propio recuerdo, y gracias a esa conexión la ficción se hiciera más grande. Todo sobre mi madre se hacía aún más grande a nuestros ojos, porque ese juego improvisado resultaba ser la forma más apropiada de celebrarla. 

Un tranvía llamado Eva

Recordar Todo sobre mi madre también supone recordar el tremendo impacto que tuvo a finales de los 90, a varios niveles. En cuanto al estado de opinión venía a reconciliar a Almodóvar con la crítica, que había percibido una irregularidad durante esa década muy lejos de la efervescencia de sus inicios: Kika o Carne trémula habían desconcertado lo suyo, aunque La flor de mi secreto ya fuera perfilándose como uno de sus clásicos indiscutibles. Sobre todo fue llamativa la taquilla: a día de hoy solo Volver supera a Todo sobre mi madre como la mayor recaudación de Almodóvar, con más de 2 millones de espectadores y un estreno internacional que seguramente allanara el camino para los premios.

Porque Todo sobre mi madre arrasó en los Goya, pero es que antes Almodóvar había ganado Mejor dirección en el Festival de Cannes. El palmarés extranjero se completaría con el primer BAFTA de la Academia Británica concedido a un cineasta español y, por supuesto, con el Oscar a Mejor película de habla no inglesa. Penélope Cruz gritó “¡Pedro!” y culminó el fenómeno de Todo sobre mi madre, consolidando un cariño de Hollywood hacia Almodóvar que poco después auparía Hable con ella: nominación a Mejor dirección y Mejor guion original, ganando este último. El cine español nunca había llegado tan lejos.

Ante la escala de todos estos aplausos sería tentador considerar Todo sobre mi madre un punto de inflexión creativo para Almodóvar. ¿Es posible que su cine cambiara perceptiblemente tras el terremoto de Todo sobre mi madre? La respuesta es complicada pero lo cierto es que cuando aún estaba fresca la recepción de ese film Almodóvar se lanzó a la producción de películas como La mala educación, Los abrazos rotos y, tras un margen de diez años, Dolor y gloria. Películas protagonizadas por directores de cine donde no costaba reconocer álter egos del mismo Almodóvar. Películas que proponían un estimulante puzle entre referencias a la propia vida del cineasta, o cuanto menos a sus fetiches.

Todo sobre mi madre era una película igualmente marcada por la cinefilia. Su escena inicial, cuando se revelaba el origen del título, hallaba a Manuela (Cecilia Roth) y su hijo Esteban (Eloy Azorín) viendo Eva al desnudo en la tele. Esteban se quejaba de la traducción del título, porque ese All About Eve que nombraba el clásico de Joseph L. Mankiewicz debería ser Todo sobre Eva. Como estaba fascinado por la figura de su madre, y quería ser escritor, Esteban empezaba desde ese mismo instante a darle vueltas a un relato titulado Todo sobre mi madre. Relato fatalmente inconcluso porque poco después moriría atropellado, en clara referencia a la escena inicial de Noche de estreno de John Cassavetes.

El periplo de Manuela no perdería su vínculo con Eva al desnudo —eventualmente retomaría la afición por actuar—, pero lo que marcaba por entero a Todo sobre mi madre no era propiamente una película, sino una obra de teatro (llevada a su vez al cine): Un tranvía llamado deseo. La obra que Manuela y Esteban habían visto antes del atropello, la obra que protagonizaban Huma Rojo (Marisa Paredes) y Mia (Candela Peña), y la obra que parecía cobrar vida más allá del escenario: Huma, intérprete de Blanche, se sorprendía repitiendo la frase “siempre he confiado en la bondad de los desconocidos” tras hallar comodidad y sororidad dentro de un grupo de mujeres que trataban de salir adelante en Barcelona.

Lucía Cabrera Romero abordó estas operaciones en Todo sobre mi madre, la mujer y los nuevos modelos familiares a través de la metaficción y la intertextualidad: “Almodóvar presenta una nueva forma de mostrar la vida. Primero se ve lo artificioso y luego la realidad, y esta última se ve transformada a su vez por la ficción”. No era algo radicalmente novedoso. En La ley del deseo ya teníamos a un director como protagonista, y la preocupación por el acto de representar no solo es transversal a la obra almodovariana, sino que a un nivel más amplio podemos rastrearlo por ejemplo al New Queer Cinema de EEUU, donde surgió un director con tantos puntos en común con el manchego como Todd Haynes.

La representación es clave en Todo sobre mi madre. La pulsión por generar una realidad propia se rastrea en la afloración de personajes a vueltas con la interpretación teatral, la expresión de género o la directa falsificación: Rosa María Sardá, como madre de Rosa (Penélope Cruz), se dedica a emular cuadros, y es con diferencia el personaje abordado con mayor severidad en la película. Esta suma de ingredientes erigiría a Todo sobre mi madre como un complejo tratado de semiótica y posmodernismo, pero si se limitara a eso es poco probable que hubiera tenido el éxito que tuvo. Debía tener un corazón, en algún lado.

El legado de Francisca

De Todo sobre mi madre se recuerda con cariño la dedicatoria final: “A Bette Davis, Gena Rowlands, Romy Schneider… a todas las actrices que han hecho de actrices, a todas las mujeres que actúan, a los hombres que actúan y se convierten en mujeres, a todas las personas que quieren ser madres”. Almodóvar incluía en un mismo grupo a las actrices cuyo trabajo se desdoblaba y a las mujeres trans que habían focalizado su film: la Agrado y Lola (Antonia San Juan y Toni Cantó). Ofrecía un epílogo coherente, afín al amor por todos y cada uno de los personajes que había cultivado —incluso Sardá se redimía al final—. Pero había más. La dedicatoria terminaba con un contundente, casi catártico, “A mi madre”.

Francisca Caballero, la madre de Pedro Almodóvar, falleció cinco meses después del estreno de Todo sobre mi madre. El homenaje del film a las figuras maternales —desde ejes variopintos y anárquicos, con indiferencia por la consanguinidad— de pronto ganó un significado extra, más conmovedor y personal. Almodóvar escribió sobre eso en El País, apenas transcurridas unas horas de la muerte. Tituló a su texto El último sueño —como El último sueño se llamaría en 2023 su antología de relatos—, y con él reveló al mundo cuál había sido el auténtico motor del despliegue de capas e intertextualidades de su último film.

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“Yo aprendí mucho de mi madre”, escribió Almodóvar. “Aprendí algo esencial para mi trabajo, la diferencia entre ficción y realidad, y cómo la realidad necesita ser completada por la ficción para hacer la vida más fácil”. El cineasta recordaba cuando vivía con Francisca en Calzada de Calatrava (Ciudad Real) y esta se dedicaba a escribir cartas para sus vecinas, adornando el texto sin que se dieran cuenta. “Las vecinas no lo sabían, porque lo inventado siempre era una prolongación de sus vidas y quedaban encantadas después de la lectura”. Aquella fue la lección que aprendió de su madre. Cómo la vida puede embellecerse a través de la ficción que prefiramos, que sintamos que nos representa y define.

Orbitando toda la obra de Almodóvar sobre estas nociones, quizá Todo sobre mi madre no sea la película definitiva que hizo al respecto. La trilogía La ley del deseo/La mala educación/Dolor y gloria podría ser más reveladora. Pero, desde un punto de vista histórico o personal, se presta igualmente a ello: por su consagración popular, y por exhibir abiertamente qué ha movido la emoción honesta que late en toda su obra y se acaba imponiendo a cualquier amasijo referencial. También, no lo olvidemos, por lo icónico. 

La Agrado de Antonia San Juan representa como nadie el discurso almodovariano. La Agrado del famoso monólogo, la Agrado que se llama así por cuánto le gusta agradar. La Agrado que dice que “una es más auténtica cuanto más se parece a lo que ha soñado de sí misma”. En esa frase está todo. 

Pedro Almodóvar no competía en la última ceremonia de los Goya, pero se las apañó igualmente para ser el protagonista. Por partida doble. Fue muy sonado cuando puso en su sitio a Juan García-Gallardo, vicepresidente de la Junta de Castilla y León por Vox, mientras que la otra vez que subió al escenario lo hizo con ánimos más relajados. Javier Ambrossi y Javier Calvo, como anfitriones de la gala que estaba teniendo lugar en Valladolid, aparecieron sentados en un sillón, y lo que empezó siendo una conversación rememorando la importancia de los Goya en sus vidas pronto se convirtió en algo más.

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