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Festival de Cannes Día 2

La 'santísima trinidad' de Cannes: arte, polémica y mercado

Alberto Mira

Enviado a Cannes —

Durante la presentación del Jurado de la Palma de Oro, preguntaron a Ruben Östlund, el presidente, cómo se sentía ejerciendo su función mientras en la Croisette el pueblo se manifestaba contra las medidas de Macron. La respuesta de Östlund, previsiblemente diplomática (no sólo por hacer películas le caen a uno los premios) iba en la línea de que a él le parecía estupendo que se utilizase la gran visibilidad del Festival para dar a conocer reivindicaciones, y que él estaba a favor de que la gente se manifestase. Si podían sacar algún beneficio de tales protestas, pues adelante. Creo que esto dice mucho de un festival que se esfuerza sin que lo parezca (esforzarse es para los otros, Cannes simplemente es) por encontrar un equilibrio entre lo alto y lo bajo, convencer al mundo de que contribuyen con algo bueno, sin que esto tenga que preocupar demasiado al público o tener que mancharse las manos.

Polémica, mercado, arte. Son las tres coordenadas de lo que es Cannes. Y si siempre ha sido un poco las tres cosas, lo cierto es que la relación entre los tres ejes cambia. En este sentido, Jeanne Du Barry, dirigida por Maïwenn ha sido una elección especialmente astuta para abrir el Festival. Se trata, como habrán deducido, de la historia de Madame Du Barry, la cortesana que se convirtió en la favorita del rey Luis XV, despreciada por la corte y la familia real, pero protegida por el monarca. Es posible que sea un espejismo creado por el nombre, pero desde la caligrafía del título hasta escenas a luz de velas, el inicio entre colinas con la voz de un narrador omnisciente, el pictorialismo general, las bañeras, las orgías en penumbra, los juegos de mesa y las salas con inmensos cuadros, me hacían pensar, especialmente al principio, otra película cuya trama transcurría en el mismo periodo (aunque en distintas geografías): Barry Lyndon.

Polémica. El pueblo, el que se manifestaba en la Croisette, está prácticamente ausente en esta película. Es el tipo de cine de trajes que detestábamos en los ochenta, en el que la gente come pastel entre bibelots de todo tipo. El rey Luis XV no se aparece ni por un instante haciendo política o realizando un trabajo. Vive entre continuos rituales, entre la opulencia. Los problemas de esta película no son los del mundo. Esto no es necesariamente un problema. Pero hace que las palabras de Östlund sean un poco, no sé, ¿insensibles? Pero no es el único frente en el que Jeanne Du Barry cultivaba la polémica.

Sí, está dirigida por una brillante mujer. Y aunque uno espera que llegue el momento en que esto no tenga que preocuparnos, es verdad que al elegir a una mujer como directora de uno de los productos más visibles del Festival, se está diciendo algo. De hecho, se está haciendo algo. Y el acceso de las mujeres a la dirección, su visibilidad, es una causa por la que vale la pena hacer gestos. Es, probablemente el modo en que el Festival empieza a acercarse al mundo. No sabemos si es el más urgente o importante, pero sí es signo de cierta disposición. Y luego está (una de cal y una de arena) lo de Johnny Depp, que interpreta a un improbable Luis XV, parco en palabras (las malas lenguas dicen que es para que no le critiquen el acento), un papel de señor que epitomiza el patriarcalismo y que acaba de salir, con su reputación no del todo intacta, de un juicio por difamación siguiendo acusaciones de su ex esposa Amber Heard (que por cierto forma parte del jurado de la Palma de Oro). Atendamos a la sensibilidad del momento pero no cedamos a la “cultura de la cancelación”. Desgranen ustedes las contradicciones implícitas en todo esto porque yo empiezo a perder la cuenta.

Y, no olvidemos el mercado. Hubo un tiempo en que Cannes se arrodillaba en los altares del Arte y dejaba que el mercado siguiera. Si lo hacía, bien, si no, siempre se podría culpar al espectador de mal gusto. El pueblo, que no entendía de pastel. Pero la decisión aquí ha sido empezar con un fastuoso culebrón de alto presupuesto, un producto que pueda venderse a salas. Lo mismo que ha provocado polémica ayudará las posibilidades comerciales del film. La verdad es que es una película muy disfrutable en pantalla grande, recomendable para adquirir una perspectiva histórica, que hace fácil entender el pasado, y que tiene suficientes relaciones con temas contemporáneos para que sea accesible a un espectador. Justifica un visionado en sala, con esos rostros, esa luz, esos trajes que, seamos sinceros, no funcionan igual en casa de uno. Y quizá por eso en pantalla grande esta película parecerá mejor que en las pantallas domésticas. El tamaño importa.

Pero vamos a la cuestión palpitante, ¿es arte? Es buen cine comercial, es un culebrón de lujo, escrito con inteligencia. Hay momentos muy bien planteados, como la escena en la que la querida del rey asiste invisible a los rituales matutinos de éste, entre sirvientes y familia. La película sabe imaginar de una manera interesante la vida en Versalles (a la exclamación “pero ¡es grotesco!” sigue la respuesta de una cortesana: “Bueno, es Versalles”), y los pequeños detalles de esa vida constituyen uno de sus placeres. Los personajes se describen atrapados en un entramado de prácticas hermosas pero inútiles, que constituyen el día a día de la monarquía francesa. Se prefiere la imaginación a la historia, y no seré yo quien haga de esto un reproche. No se ha cedido a la tentación de hacer un Versalles inocuo o demasiado familiar: el pasado debe ser, al menos hasta cierto punto, un país extraño. Y aunque uno pueda pensar que Johnny Depp es un poco innecesario en todo esto, la inteligencia de Melvin Poupaud como Du Barry y de Benjamin Lavernhe como el cortesano La Borde, que introduce a Jeanne en los ritos de la corte dan al proyecto cierta textura, sugieren que se habla un poco del mundo. Maïwenn, por su parte, tiene una presencia deslumbrante y mantiene un equilibrio entre humanidad y mito.

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Sí, pero ¿arte? Hace unos años, Albert Serra nos ofreció la magnífica La muerte de Louis XIV (2016). Aquello era arte. Esto no lo hace ni mejor ni peor, pero había una mirada sobre el tiempo, sobre la representación, un modo de sentir el final de la vida. Aquí hay eventos. Nos hacen pensar, nos hacen sonreír, nos emocionan. El cine hace esto probablemente mucho mejor que otras artes. Y ciertamente hace esto mejor que el arte. En este sentido, Jeanne Du es buen cine.

Si la película llega a una cartelera cercana, háganse un favor: saquen su entrada, déjense secuestrar dos horas, sin móviles, sin nada entre ustedes y la pantalla. Contemplen, vean, escuchen. Saldrán, algunos de ustedes, arrebatados, intrigados, o, al menos, entretenidos.

Este jueves, lo de Almodóvar (si lo logro, están siendo parcos con las entradas) y lo de Kore-Eda (que parece que sí voy a lograr). Les cuento lo que pueda. 

Durante la presentación del Jurado de la Palma de Oro, preguntaron a Ruben Östlund, el presidente, cómo se sentía ejerciendo su función mientras en la Croisette el pueblo se manifestaba contra las medidas de Macron. La respuesta de Östlund, previsiblemente diplomática (no sólo por hacer películas le caen a uno los premios) iba en la línea de que a él le parecía estupendo que se utilizase la gran visibilidad del Festival para dar a conocer reivindicaciones, y que él estaba a favor de que la gente se manifestase. Si podían sacar algún beneficio de tales protestas, pues adelante. Creo que esto dice mucho de un festival que se esfuerza sin que lo parezca (esforzarse es para los otros, Cannes simplemente es) por encontrar un equilibrio entre lo alto y lo bajo, convencer al mundo de que contribuyen con algo bueno, sin que esto tenga que preocupar demasiado al público o tener que mancharse las manos.

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