Penúltimo día pleno del Festival. Si hay que hacer balance, no parece que nos encontremos ante una edición excepcional este año. Sí, hay un nivel medio aceptable, pero también muchas decepciones. Y como siempre, varias sorpresas en la sección Un certain regard. Títulos como Black Dog, Armand, The Village Next to Paradise o Le procès du chien, son, por diversos motivos, ejemplos de un cine vivo, atractivo, con potencial entre cierto público que busque algo original, que ójala tenga una vida más allá del Festival.
Nos despedimos de la sección con otra recomendación. Viet et Nam, una película del director vietnamita Truong Minh Quý, conjuga lo histórico y lo personal, manteniendo cierto misterio en el modo en que se funden. Viet y Nam, los protagonistas del título, son dos jóvenes que trabajan en las profundidades de una mina de carbón, donde su amor permanece oculto a los ojos del mundo. Nam quiere escapar del país y se prepara para hacerlo a través de una empresa de tráfico de personas. Las secciones que muestran su relación tienen un tratamiento lírico, mostrando cuerpos sudorosos en la penumbra, rodeados de estrellas. Frente a la sordidez del mundo, los cuerpos tienen su propia luz. Como en el caso de Tropical Malady, de Apichatpong Weerasethakul, con la que comparte aproximación, temas y estilo, es una historia que favorece su presentación en ciclos y festivales de cine queer, mostrando una realidad muy distinta a la de las identidades LGTBI occidentales. También aquí encontramos una proyección de cierta espiritualidad sobre el mundo real.
Pero la película va más allá de la presentación de un amor a contracorriente: el título insinúa que en cierto modo se habla del país, su historia, y especialmente el recuerdo de la guerra que lo dividió. Situada en 2001, los ecos de la guerra y el triunfo del comunismo eran relativamente recientes. Al inicio, desde un televisor se mencionan listas de “mártires” y desaparecidos. Incluso la parte del país que “ganó”, perdió: vidas, recuerdos, voces. La película ha sido prohibida por el gobierno por presentar una imagen “negativa” de la situación en el país, lo cual sugiere que el pasado todavía duele, todavía no está solucionado.
Con todo, el tratamiento de la memoria tiene algo universal que excede la situación vietnamita: como en tantos países, los habitantes están traumatizados al no saber cómo murieron y dónde están enterrados sus seres queridos. La melancolía de los personajes, su continuo volver sobre el pasado, sobre lo que nunca llegó a saberse, es algo que nos puede hacer pensar en recientes debates sobre fosas comunes: no, no sirve de nada instar al olvido; no olvida quien quiere, olvida quien puede. El olvido no sana. La madre de Nam no ha dejado de pensar en su marido desde que desapareció en la guerra. Tiene sueños que sugieren que su cadáver puede encontrarse bajo cierto árbol de la selva. Emprenderá con su hermano, su hijo y el amante de éste una búsqueda en la que los recuerdos se mezclarán con espíritus.
También la sección oficial toca a su fin. A falta de un par de títulos, Grand Tour, de Miguel Gomes, se ha convertido en una de las mejores acogidas este año, quizá en cierto modo la que mejor representa el ideario del viejo Cannes: cine de arte, ambivalente, original, un reto.
Para quienes conozcan su anterior obra Tabú, sigue la misma línea. Quienes entraron en Tabú saldrán encantados de Grand Tour. Por otra parte, quienes no conozcan otras obras del director quizá agradezcan saber que Grand Tour es cine-juego. Gomes nos da unos materiales y el espectador ha de intentar encajarlos. O no. Aunque no es lo más importante, la trama es, al menos, fácil de describir. En 1918 Edward (Gonçalo Waddington), un hombre británico que hace trabajos en la administración colonial de Rangoon, se dirige al puerto a recibir a su novia con la que finalmente va a casarse. Pero cuando ve acercarse el barco, toma otro en dirección a Singapur. Es sin duda un acto de cobardía, pero la película no pierde tiempo explicándolo: varios personajes simplemente comentan que “hay que ser muy valiente para casarse”. Y así Edward inicia un periplo que le lleva por todo el sudeste asiático, hasta Filipinas, Japón y China.
Sus aventuras son narradas por varias voces, que describen su estado de ánimo y llenan huecos en el recorrido como si se tratase de una narrativa literaria de viajes al estilo de Somerset Maugham (según Gomes, el verdadero inspirador de la trama). Y en un momento dado, cuando otro oficial colonial le habla del fin del imperio en Asia, damos marcha atrás y conocemos a la novia a su llegada a Rangoon. Molly (Crista Alfaiate) es una mujer con las ideas claras y risa sarcástica: decide perseguir a su elusivo prometido y seguir la misma ruta. Cueste lo que cueste. Un hombre rico, impresionado por su constancia y su personalidad le pedirá matrimonio, pero ella prefiere continuar a la búsqueda de Edward. Molly es un personaje más accesible al espectador, aunque no está claro por qué está tan empeñada en seguir a su huidizo marido. Quizá es por la aventura en sí. Quizá porque ir en pos de algo es, también vida. Quizá porque es una película de Miguel Gomes, con sus propias reglas.
Pero este resumen no empieza a describir la experiencia de Grand Tour. La experiencia de de la película requiere entrar en el juego, entender, quizá intuitivamente, sin excesivas racionalizaciones, a qué juega Gomes. Y sin eso, puede que la relación entre la película y el espectador no se produzca: se reducirá a una serie de localizaciones, aventuras insinuadas, árboles, cuchitriles, dibujos, pandas, rostros, comida de calle, música, celebraciones. Dar forma al rompecabezas es un reto. Y los retos no están nada mal.
Motel Destino, de Karim Aïnouz, un cruce entre El cartero siempre llama dos veces y los excesos visuales del cine popular brasileño. Un joven (Iago Xavier) que realiza trabajos para una traficante quiere escapar a su destino emigrando a la gran ciudad, pero tras una desafortunada experiencia que conduce a la muerte de su hermano, acaba atrapado en el motel del título, donde le acechara, precisamente, su Destino. El motel es un lugar cutre, muy colorido, que funciona como picadero para encuentros sexuales: los gemidos de parejas y grupos se escuchan como rumor de fondo. Como en la novela negra de Cain, conocerá a la esposa del propietario y se sugerirá un interesante triángulo.
La película hace buen uso de colores saturados, cuerpos sudorosos y planos enfáticos, pero no llega a ser irónica: se supone que debe preocuparnos el fin del protagonista. Entretenida pero escasamente original, no es fácil imaginar qué aporta al género, más allá de una evocación de la era del blaxploitation con sus ribetes cutres.
Anoto brevemente los dos últimos títulos que he tenido ocasión de ver. El primero, excelente: All We Imagine As Light, película, de la India, dirigida por Payal Kapadia, sigue a tres mujeres de distintas edades, todas procedentes del medio rural, que trabajan en un hospital de Mumbai. Prabha (Kani Kusruti) espera a su marido que emigró a Alemania y que hace años que no le llama, Anu (Divya Prabha) oculta su relación con un musulmán por miedo a las reacciones de las familias, y Parvaty (Chhaya Kadam) es una mujer viuda que va a ser expulsada de su casa por unos especuladores inmobiliarios. La directora presenta el Mumbai actual como una ciudad de sueños, llena de vidas, pero, como Prabha advierte, es una ciudad que exige que la gente viva de ilusiones. Las tres mujeres tendrán que enfrentarse a las suyas.
No hay aquí ni carnes abiertas, ni vómitos, ni monstruosidades o cuerpos que decaen, simplemente vidas. Y quizá sea el tipo de cine que Cannes podría defender: un cine que nos hace ver lo que otros ven, que nos ayuda a entender vidas, un cine que no genera debate, que invita a la introspección, a la empatía.
En cuanto a L’amour Ouf, de Gilles Lellouch, es un poco la respuesta francesa a 3 Metros sobre el cielo: una historia de amor entre un chico malo y una chica bien. Es efectiva, está bien escrita y está bien dirigida, pero resulta una historia muy juvenil. Los personajes creen en el amor como creen los adolescentes, y lo que falla es que el público aquí suele incluir gente madura que no acaba de ver esto. Tiene buenas posibilidades comerciales, pero uno se pregunta qué pinta en la sección oficial a concurso.
Si hay que hacer balance, supongo que podríamos centrarlo en si todo lo que hemos visto a lo largo de diez días nos da alguna pista sobre el famoso “futuro del cine” que se proponía definir el festival. ¿Tiene el cine futuro? Y si lo tiene, juzgando por la oferta de Cannes 2024, ¿vale realmente la pena? Por empezar con lo primero: ningún comité puede decidir cuál es el futuro del cine. Es una patraña proponerlo. Sospechamos que tiene futuro, porque, ya sería mala pata, no podemos permitirnos descartar una manera extraordinaria de contar historias, hacer sentir, hacer ver. Y seguimos sedientos de historias, seguimos sedientos de ver.
Otra cosa es que los modos que caracterizaron el cine durante gran parte del siglo XX sean invariables. Este año hemos visto a directores con talento y una carrera que no daban con un lenguaje para hablar al público de hoy, que no sabían como centrar sus historias para que tuvieran sentido: Coppola, Costner, Schrader, Sorrentino, todos han ofrecido propuestas con indudables cualidades, a veces incluso interesantes, pero que dudaría en considerar el futuro de nada. Lo que vemos aquí son restos de talento, intentos de volver al pasado o jugadas de ruleta. Quizá sea cierto que nuevos tiempos requieren un nuevo lenguaje. O nuevos modos. Lo que no tengo tan claro es que esos nuevos modos sean los que ha seleccionado Cannes este año, puesto
¿Y quién ganará? Quien decida el jurado, y un jurado artístico es una sociedad muy compleja. Porque las películas no son caballos y no está claro qué se premia cuando se premia una película. En un mundo sano los premios al arte no deberían existir porque el arte es algo que uno experimenta o lee, no algo que compite con otro arte. Amemos el arte o pasemos de largo, pero una comunidad de ciudadanos-jueces no es buena para el arte ni para los ciudadanos.
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Pero es que, además, hubo un tiempo en que los criterios sobre qué constituía una buena película estaban más o menos claros. No eran indiscutibles o estables, pero estaban claros. O había dos o tres formulaciones que competían por imponerse en un jurado. Y los jurados eran culturalmente homogéneos en el sentido de compartir una cultura del cine, pero también porque estaban constituidos por hombres blancos de cierta edad que fumaban, por ejemplo. Esto ya no es así. Quizá por suerte, la diversidad es progreso, pero el caso es que la diversidad de posiciones, de concepciones, hace que los criterios se multipliquen y los jurados son más impredecibles de lo que solían serlo. La diversidad es un logro que hace más difícil emitir juicios definitivos sobre la obra de arte. Sólo así se entiende que cosas como Titane o Triangle of Sadness ganasen los grandes premios de Cannes en ediciones recientes.
No hay detrás de estos premiados una idea del cine (o incluso una especulación sobre su futuro), de la calidad, hay una proyección de debates potenciales: ciertamente si se premia The Substance este año la gente hablará de ella. Pero, recordando algo que dijo Sean Baker en la rueda de prensa de Anora, los “debates” no son “temas”. Y el cine ha de funcionar desde los temas, no desde su capacidad de situarnos a favor o en contra. The Substance (sin entrar en cuestiones de calidad) es una película que ha sabido jugar este juego de los debates, siguiendo la estela de Titane, y el jurado podría ir en esa dirección. Y sería una dirección acorde con el estado de las cosas y probablemente difícil de descartar. O podrían decidir aferrarse al viejo cine de arte europeo y premiar a Gomes por Grand Tour. O dialogar con la visión lírica de lo social y premiar a Arnold por Bird. O recuperar a Jia Zhang-Ke por Caught By The Tides. Incluso, podrían ir a productos más cercanos al público de toda la vida y premiar Emilia Pérez. Personalmente, me quedo con esta última, o con Kinds of Kindness, de Lanthimos y, de manera más idiosincrática, me gustaría que se tuviera en cuenta la mencionada Anora.
Todas ellas encabezan las diversas quinielas, pero los jurados son lo que son y a veces las diferentes fuerzas se cancelan. En cualquier caso conviene recordar que, sea cual sea el palmarés, los premios no hablarán de sus cualidades artísticas o del futuro del cine, hablarán de la dirección que Cannes quiere seguir, su apuesta por el particular futuro del cine que va a seguir promocionando. La respuesta, mañana.
Penúltimo día pleno del Festival. Si hay que hacer balance, no parece que nos encontremos ante una edición excepcional este año. Sí, hay un nivel medio aceptable, pero también muchas decepciones. Y como siempre, varias sorpresas en la sección Un certain regard. Títulos como Black Dog, Armand, The Village Next to Paradise o Le procès du chien, son, por diversos motivos, ejemplos de un cine vivo, atractivo, con potencial entre cierto público que busque algo original, que ójala tenga una vida más allá del Festival.