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‘Asedio’: zombis negros, mirada blanca

Qué manera de torcerse la de Asedio. La película, centrada en una antidisturbios en apuros, es tan descarnada y extrema que no admite metáforas mucho más elaboradas: ni se degrada progresivamente como la psique de sus personajes, ni ebulle hasta explotar como su trama —un desahucio masivo que sale mal— ni está construida sobre cimientos endebles que debiliten una torre de buenas intenciones, como el bloque de pisos en el que se ambienta. Nada de eso. Lo que le pasa es más simple: desde la mismísima primera escena, la cinta se tuerce hasta venirse abajo.

Apuntes a vuelapluma como estos no dejan de hacer justicia al esquemático planteamiento de Asedio, protagonizada por Dani (Natalia de Molina), una agente de policía asignada a una unidad de antidisturbios que, en medio del tenso desalojo de un edificio lleno de viviendas de personas migrantes a las afueras de Madrid, descubre que sus compañeros de placa son todavía peores de lo que parecen.

El secreto que coloca a Dani en el punto de mira del resto de miembros del cuerpo y la obliga a recorrer el edificio entero en busca de una salida no es ningún spoiler grave, pero tampoco vital para entender la dinámica que, desde ese momento, vertebra toda la historia: un macabro juego del gato y el ratón que ahoga a la agente en el mismo torrente descivilizador que ella y sus colegas han vertido primero sobre los habitantes del bloque de pisos.

El dispositivo policial de Asedio, en todos los sentidos de la expresión, es pura violencia. Se aprovecha de ella en pos del espectáculo, pero también trata de explicarla o, como mínimo, ofrecer una visión de sus efectos. Por eso acaba la película contada desde la asfixiante experiencia de Dani: no para presentar el trabajo policial como una tarea exenta de violencia —dudo que nadie en todo el cine español tuviera la desvergüenza de proponer algo así—, sino para sugerir que esa violencia se ejerce también internamente.

El punto de vista de la cinta también se desplaza de cuando en cuando al extremo opuesto de esos vectores de abuso, poniendo caras, nombres y voz a los personajes migrantes, como el encarnado por la actriz beninesa Bella Agossou. Sucede nada más arrancar la cinta, en un prólogo que, sin embargo, recurre al hacerlo a una sonrojante mítica de la negritud para imbuir a los migrantes una supuesta condición mágica.

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La torsión mentada empieza ahí, en pleno comienzo, y ya no se detiene. Cuando el guion de Marta Medina alcanza su clímax, Asedio cambia el tropo del magical negro por su reverso tenebroso: la figura del no muerto. La acción acumulada, que dirige con pulso límite Miguel Ángel Vivas, estalla en una última set piece donde los migrantes indocumentados del edificio, que viven todavía peor que los que sí tienen papeles, pasan de ser observados como cuerpos sin alma a aparecer directamente como peligrosas criaturas inhumanas.

No se podría entender peor la capacidad simbólica de los monstruos góticos para poner en jaque la ficción que es la vida neoliberal. El giro hacia el terror que domina el último tramo de Asedio es solo deshumanizante, no esconde política ni potencial subversivo alguno. Del cadáver que camina, un constructo cinematográfico con una historia riquísima y posibilidades narrativas infinitas, la película escoge quedarse únicamente con su fondo racista, convirtiendo a sus personajes, a efectos prácticos, en zombis negros retratados con mirada blanca.

Ni la intensa interpretación de una Natalia de Molina inmejorable, comprometida al máximo con los rituales de la acción; ni las formas extenuantes desplegadas por Vivas, que no inventan nada que no estuviera ya en la serie Antidisturbios pero sí lo refinan, ni la implicación vaga de un puñado de alegorías sobre la discriminación vertical con la que la película intenta torpemente y en vano redimir su espíritu profundamente reaccionario: nada salva Asedio del derrumbe.

Qué manera de torcerse la de Asedio. La película, centrada en una antidisturbios en apuros, es tan descarnada y extrema que no admite metáforas mucho más elaboradas: ni se degrada progresivamente como la psique de sus personajes, ni ebulle hasta explotar como su trama —un desahucio masivo que sale mal— ni está construida sobre cimientos endebles que debiliten una torre de buenas intenciones, como el bloque de pisos en el que se ambienta. Nada de eso. Lo que le pasa es más simple: desde la mismísima primera escena, la cinta se tuerce hasta venirse abajo.

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