'Marco': Eduard Fernández estremece interpretando al hombre que simuló ser víctima del Holocausto

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La novela que Javier Cercas publicó en 2014 —para ahorrarnos líos, llamémosla “novela” por ahora— se caracteriza por una prosa recargada y digresiva. Y esto se debe a que el escritor, tal y como admite a mitad de El impostor, prefirió plantear su proyecto replicando la jugada de Truman Capote y Emmanuel Carrère. De cara a escribir A sangre fría y El adversario, respectivamente, tanto Capote como Carrère se habían insertado a sí mismos dentro de la narración de los crímenes. Ambos tenían una relación estrecha con los responsables de estos —Capote con Perry Smith, Carrère con Jean-Claude Roman— y a la hora de recopilar la información juzgaron que era lo más honesto que podían hacer, en lugar de limitarse a enumerar hechos. Cercas, sintiéndose identificado con sus dilemas, se pregunta si eso no fue “una forma de comprar legitimidad moral”.

En El impostor también se pregunta si “basta con reconocer la propia vileza para que esta desaparezca”. La vileza a la que se refiere pasa por una fascinación intensa hacia la figura de Enric Marco Batllé, sindicalista catalán que fingió durante casi 30 años ser superviviente de Flossenbürg, un campo de concentración nazi. Es una historia muy distinta a la de Perry Smith y también, aunque no lo parezca tanto de entrada, a la de Jean-Claude Roman. Roman mintió igulamente a su familia y amigos hasta que el descubrimiento le condujo al asesinato, pero sus actos tenían otras connotaciones. El engaño no estaba anclado en un trauma histórico, ni había tenido consecuencias políticas directas. En cambio la pantomima de Marco había sido decisiva en la defensa de la memoria de las víctimas que decía abanderar, y su tratamiento mediático.

Eso desde luego está en El impostor pero Cercas prefiere ceñirse a la relación directa que mantuvo con Marco, y a la hora de expandir el punto de vista llega a imaginarse un diálogo ficticio con él. Este Marco inexistente busca equiparar su impostura recién descubierta al negocio que el mismo Cercas ha hecho con la historia de España, en Soldados de Salamina o Anatomía de un instante. Aunque sin duda es un ejercicio interesante no deja, quizá, de asumir una derrota, y se refugia en esa autoficción que estaba a punto de ponerse de moda dentro del mercado internacional. Cercas se sume en una neurosis de escritor puramente estética —“Marco me estaba usando como Alonso Quijano usó a Cervantes”, dice afectadamente—, y renuncia a que su trabajo intervenga la realidad, teorizando en su lugar con que todos podríamos haber sido Marco, en algún momento.

Esta resignación reaparece en los momentos más débiles de Marco, la película que han dirigido Aitor Arregi y Jon Garaño sobre el mismo tema, a partir de un guion coescrito con José Mari Goenaga y Jorge Gil Munárriz. Al colectivo Moriarti le tienta el relativismo —el lavarse las manos, como Cercas, ante la imposibilidad de abrazar verdades definitivas— en varias ocasiones, empezando por la necesidad de un rótulo donde reconocen la inevitabilidad de “haber fabulado un poco”. En un desigual ejercicio de rigor discursivo Moriarti también explicita los artificios de su puesta en escena con claquetas y planos temblorosos. Se recrea en un distanciamiento que no es más que incertidumbre ontológica, pero que aún así lleva a atreverse —dignificando con ello la película— a incluir una escena donde Marco se reencuentra con Cercas, y le llama “mentiroso”.

La película puede incluirla porque aquella presentación de El impostor se grabó en vídeo. Estaba disponible, como tantos otros documentos gráficos que Marco va encadenando y donde ocasionalmente se inserta a Eduard Fernández, en la versión fílmica del infame activista. El uso de todo este material no sería en sí mismo revelador si la dirección de Arregi y Garaño terminara limitándose a un ejercicio de ilusionismo destripado. Por suerte no es la tónica general. Más allá de pasajes muy pobres —esa cámara que “vuelca” anunciando que la representación ha concluido o algo así— Moriarti tiene el mismo interés en Enric Marco que el que tenía en los otros personajes reales que desfilaban por sus películas previas. Y es un interés que ante todo ha de fluir como narración trepidante, utilizando cualquier recurso a su alcance para atrapar al público.

La mirada de Moriarti no solo garantiza que Marco sea una película entretenidísima, alternando con ritmo apabullante pasado y presente, sino que también le permite afrontar la complicada figura central de otra forma. La necesidad de romper la cuarta pared, que al fin y al cabo solo sería una forma de ahondar en la senda ensimismada de Cercas —afirmar que estás mintiendo al contar una historia no es mentir, pero tampoco es contar la verdad— está afortunadamente muy acotada, porque la gente de Moriarti cree en lo que está contando. Lo cree con un compromiso que es a la vez ético e histórico. Un compromiso que empieza por mirar de frente a Enric Marco. Que se apoya en la interpretación asombrosa de Fernández, al tiempo que sabe que debe estudiar atentamente todo lo que le rodea si quiere aclarar el misterio y que, así, el relato pueda comunicar.

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Las contradicciones de Marco están expuestas sosegadamente. Su ominosa picaresca es retratada al milímetro, tan capaz de colapsar cuando están a punto de pillarle como de tejer un cúmulo de consecuencias que el film intenta cartografiar con la mayor precisión posible. Es en este apartado donde supera ampliamente los logros de Cercas, cuando aquella aparente necesidad de “vivir en la mentira” se expande alrededor de la familia del protagonista —una primera pareja que no muestra el rostro por no pertenecer a la narración que le conviene a Marco, una Nathalie Poza que prefiere fingir que no se entera de nada— y reverbera en el tejido social. Aquel donde, fatalmente, importa más la oratoria de una figura pública que la veracidad de su testimonio. 

Marco establece mejor sus ambivalencias con la verdad cuando, antes que al aparato cinematográfico que se resigna a percibir como engañoso, se ciñe a la historia. Tanto a la historia biográfica como a la historia en mayúsculas, estudiando las consecuencias “positivas” de la mentira de Marco seguidamente a establecer una crítica de cómo otros intereses políticos, aun bienintencionados, pudieron beneficiarse de ella. La figura del presidente Zapatero y la gestión institucional de la Memoria Histórica devienen entonces paradas obligatorias en el camino, manejando el film una lucidez y atrevimiento que recuerdan a la reciente Virgen roja de Paula Ortiz. Otro film sin miedo alguno a descifrar las cambiantes energías del pasado.

Y así Marco lo consigue. Consigue dar con un retrato de Enric Marco que no le pertenezca a la literatura sino al mundo, culminando con una escena de dolor insoportable en la que un superviviente auténtico, tras descubrir las mentiras del protagonista, rompe a llorar frente a él. Es entonces cuando Moriarti establece sus principios humanistas y sugiere quién debería verdaderamente liderar la Historia. Esa Historia que deberíamos apartar de las manos de los mentirosos y de los novelistas cobardes. En caso de que no sean lo mismo. 

La novela que Javier Cercas publicó en 2014 —para ahorrarnos líos, llamémosla “novela” por ahora— se caracteriza por una prosa recargada y digresiva. Y esto se debe a que el escritor, tal y como admite a mitad de El impostor, prefirió plantear su proyecto replicando la jugada de Truman Capote y Emmanuel Carrère. De cara a escribir A sangre fría y El adversario, respectivamente, tanto Capote como Carrère se habían insertado a sí mismos dentro de la narración de los crímenes. Ambos tenían una relación estrecha con los responsables de estos —Capote con Perry Smith, Carrère con Jean-Claude Roman— y a la hora de recopilar la información juzgaron que era lo más honesto que podían hacer, en lugar de limitarse a enumerar hechos. Cercas, sintiéndose identificado con sus dilemas, se pregunta si eso no fue “una forma de comprar legitimidad moral”.

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