“Aquel que en ese momento decide hacer un travelling de aproximación para reencuadrar el cadáver en contrapicado, ese individuo solo merece el más profundo desprecio”. Así de lapidario se mostraba Jacques Rivette en 1961 con su texto titulado De la abyección, sobre cierta ocurrencia del director Gillo Pontecorvo a la hora de planificar Kapò. La prisionera interpretada por Emmanuelle Riva se inmolaba contra la verja electrificada del campo de concentración, y el realizador italiano decidía subrayar la tragedia de su gesto con un acercamiento de la cámara que abocaría a la cinefilia a debatir durante décadas sobre la representación visual del sufrimiento en pos de crear conciencia o denuncia.
Sufrimiento que, desde Kapò pero también desde el documental Noche y niebla de Alain Resnais —que el mismo Rivette recordaba en el texto—, estaba marcado por el Holocausto en tanto a la mayor atrocidad del siglo XX. Las preocupaciones del crítico —suscritas a aquella famosa sentencia de su compañero Jean-Luc Godard que declaraba al travelling “una cuestión moral”— no han llegado a caer en la irrelevancia y de hecho persiste un cierto número de espectadores eruditos susceptibles de escandalizarse a cada tanto, pero el sensacionalismo que Rivette denunciaba se ha ramificado lo suficiente como para que su pataleta sea más feudo de la historiografía crítica que una herramienta eficaz de análisis.
Así ha ocurrido que el debate ha llegado a lugares más exigentes —plantearse para empezar si es conveniente intentar representar el horror o no hacerlo, según el Shoah de Claude Lanzmann limitándose al testimonio de los involucrados o las Imágenes pese a todo de Georges Didi-Huberman—, en ajustado equilibrio a los más pedestres. Steven Spielberg dignificó retroactivamente a Kapò con algunos segmentos de insoportable frivolidad en La lista de Schindler: Pistolas que se encasquillaban durante varios minutos, duchas que podían escupir gas y finalmente solo escupían agua. La lista de Schindler, la película de Spielberg más aclamada por los Oscar, suponía la prueba de que Hollywood era totalmente insensible a los debates sobre la abyección. Incluso se cachondeaba de ellos.
Si entendemos a Hollywood como la máxima subordinación de la praxis cinematográfica a los intereses del mercado, podemos empezar a vislumbrar el rol tan interesante que desempeña Jonathan Glazer en todo esto. Hollywood no es solo un lugar o un sistema, sino una ideología que desde diversos polos ha establecido un régimen concreto de la imagen: la que podríamos llamar “imagen autoritaria”, definida por sus condiciones de producción y su utilidad mercantil. La imagen autoritaria debe comunicar velozmente y espectacularmente, debe ser sensual y unívoca para cumplir un solo propósito: vender. El director de La zona de interés ha hecho pocas películas, porque ha dedicado su carrera sobre todo a hacer videoclips y anuncios. La expresión más sintética de la imagen autoritaria.
Glazer está tan inserto en este paradigma como Spielberg, pero hay una diferencia esencial: Spielberg tiene un entendimiento lo bastante romántico del cine como para dar la espalda a los reproches de Rivette aseverando que él solo está contando su “verdad” —otorgándole una connotación aún más perversamente autoritaria a sus imágenes—, mientras que Glazer ni tiene esa coartada ni le importa. Viene de otro contexto: uno que en función a redes clientelares mucho más ostensibles que las del ecosistema hollywoodiense —el producto a anunciar, el artista musical que paga— reconoce su alienación, y puede forzar la maquinaria lo bastante como para que el videoclip o el spot se transforme en instalación de museo. Otro tipo de dispositivo visual unívoco, pero mucho más hermético y antipático.
La zona de interés es hermética y antipática. Se basa en una novela de Martin Amis —escritor que falleció paralelamente a que Glazer presentara la película en Cannes, y ganara el Gran Premio del Jurado antes de ser preseleccionada para los Oscar representando a Reino Unido—, pero de forma libre. Allá donde Amis presentaba hilo narrativo y personajes ficticios, el director de Under the skin ha vaciado el film de cualquier argumento y optado por usar los nombres reales de los responsables del campo de concentración de Auschwitz. Que es el escenario central del film… más o menos. La zona de interés se desarrolla íntegramente en el complejo residencial alrededor del campo, donde viven los cargos nazis y sus familias disfrutando de una plácida vida ajena a lo que ocurre tras los muros.
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Glazer clausura cualquier debate decimonónico sobre representación del Holocausto proyectándose a la tesis de Hannah Arendt sobre la “banalidad del mal” —personas sin aparente maldad intrínseca que se limita a cumplir órdenes y vivir sus vidas— y diseñando una película desafiante por cómo ansía abismarse escrupulosamente sobre dicha tesis. La reflexión es sencilla y básicamente se sustenta en una única idea, refrendando la condición de La zona de interés como instalación de museo o performance hipsteriana, al tiempo que es lo bastante sugerente como para que Glazer se permita chapotear en la memoria audiovisual y vislumbre nuevos significados desde los estrechísimos márgenes que él mismo ha escogido.
La casa donde transcurre gran parte de La zona de interés —en la que viven Christien Friedel y Sandra Hüller, también presente en Anatomía de una caída— es visualizada desde 10 cámaras fijas entre cuyos planos el montaje alterna aséptica y funcionalmente. El mismo Glazer, a fuerza de que su cine esté definido por el capitalismo hiperconsciente, tuvo la brillantez de definir la jugada como “Gran Hermano nazi”, y en efecto es fascinante cómo la telerrealidad impregna nuestra comprensión de lo que sucede e incluso pule una identificación de ecos cinéfilos. Pues, como le pasó a Manu Yáñez, es inevitable recordar Jeanne Dielman, 21 quai du Commerce, 1080 Bruxelles de Chantal Akerman en el tránsito cotidiano de los personajes. Así como en la oclusión de sus violencias.
La telerrealidad, acompasada por lo cotidiano, revela en La zona de interés todo lo que de perverso y fascista hay en cualquier “normalidad”, y confirma el rigor intelectual que ha guiado a Glazer. También confirma, en ligas menos lucidas, lo traicionera que puede llegar a ser la imagen autoritaria por su necesidad constante de impresionismo: las fugas oníricas y la escalofriante música de Mica Levi comprometen la coherencia del film del mismo modo que lo repetitivo del andamiaje compromete su expresividad. Pero de todas formas queda claro: el debate está resuelto. Y Glazer nos lo ha sabido vender admirablemente.
“Aquel que en ese momento decide hacer un travelling de aproximación para reencuadrar el cadáver en contrapicado, ese individuo solo merece el más profundo desprecio”. Así de lapidario se mostraba Jacques Rivette en 1961 con su texto titulado De la abyección, sobre cierta ocurrencia del director Gillo Pontecorvo a la hora de planificar Kapò. La prisionera interpretada por Emmanuelle Riva se inmolaba contra la verja electrificada del campo de concentración, y el realizador italiano decidía subrayar la tragedia de su gesto con un acercamiento de la cámara que abocaría a la cinefilia a debatir durante décadas sobre la representación visual del sufrimiento en pos de crear conciencia o denuncia.