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'Rivales' o cómo Zendaya corona un tórrido trío amoroso entre impactantes partidos de tenis

Para David Foster Wallace el tenis “fue su iniciación a la verdadera tristeza adulta”. Así lo aseguraba en Deporte derivado en el corredor de tornados, donde repasaba su prometedora trayectoria como tenista juvenil en Ithaca, Nueva York. DFW destacaba cómo el secreto de estas primeras hazañas deportivas había radicado en aprovechar el impulso de los fuertes vientos de la zona, equilibrando su cuerpo con ellos en milagrosa comunión. Todo hubo de cambiar, claro, en la adolescencia. Cuando se hizo mayor, más pesado, y perdió su sintonía con el viento: “Mi capacidad para acomodarme al exterior y manipularlo fue interrumpida por el mal funcionamiento de algún despertador interno que yo no lograba entender”. En La broma infinita el escritor seguía intentando entenderlo tiempo después, transmutado en el depresivo Hal Incandenza.

El tenis tiene algo. Su gramática, su escenografía, parece capaz de canalizar todo tipo de pálpitos existenciales. Ofició de metáfora central para La broma infinita y su preocupación por la soledad contemporánea, antes de que Woody Allen incidiera en su relación con el azar para Match Point. Más avanzado ese siglo al que no pudo sobrevivir David Foster Wallace, resultó que podía servir de termómetro para cambios sociales profundos en La batalla de los sexos, y luego que su articulación se prestaba a una ingeniería social tan mezquina como para ganar Oscars entre bofetadas machirulas, con El método Williams. Lo saque mejor o peor en pantalla, la ficción es consciente de que algo en el movimiento pendular de esa pelota y los jadeos acompasados nos remite a una humanidad de la que no hay escapatoria, aunque sí sea capaz de expandirse caóticamente junto a él.

El tenis conjura una energía abstracta a la vez que tan concreta como una línea recta, y puede apelar a distintas facetas de nuestro yo según lo que acompañe a la pelota que viaja a través de dicha línea. En Rivales, lo que viaja junto a la pelota es tan abrupto como el raquetazo previo: es algo que Luca Guadagnino lleva explorando durante toda su carrera, y es algo tan humano como el deseo. Guadagnino le ha ido otorgando distintas ornamentaciones que no eclipsen su centro, tan interesado en sus motivaciones como en sus ondas expansivas. En sus últimas películas, sin ir más lejos, el cineasta italiano nos ha presentado a bailarines que bailan espasmódicamente hasta morir (en Suspiria) y a caníbales comiéndoselo todo, Hasta los huesos, como acto supremo de amor.

El tenis es su nuevo soporte, por tanto, de forma que el integrarse en un triángulo amoroso sitúe instintivamente a Rivales en ligas algo más amables y accesibles que trabajos previos de Guadagnino. Aunque haya algún que otro matiz queer, el vértice de dicho triángulo es Zendaya y le rodean Mike Faist y Josh O’Connor. Los tres son tenistas, centrándose Rivales en el partido que enfrenta a las bases del triángulo mientras el vértice observa desde las gradas. Zendaya orbita entre ambos, el deseo que los tenistas sienten por ella espolea la competición, y aún así sería un error considerar el film un típico melodrama comercial. Rivales no es Wimbledon.

Aunque sí, en la primera y más avasalladora de sus virtudes, podría remitir al Hollywood clásico. Lo hace por el modo en que Guadagnino se recrea en la belleza de los intérpretes, especialmente en la de Zendaya. La actriz de Euphoria, hoy capaz de ser el corazón de blockbusters barrocos (caso de Dune) mientras se consolida como icono de estilo intergeneracional, realiza con Tashi Duncan la mejor interpretación de su carrera. Sin más. Una interpretación que exige que su personaje evolucione a lo largo de los años, de forma que sea tan convincente encarnando a una joven aspirante como a una mujer de mediana edad que lidia con sus frustraciones y ambiciones. Esta mujer, por cierto, es mayor de lo que es ella en realidad, pero nada que no arregle el corte de pelo adecuado y una serenidad agrietada, capaz de invocar los espíritus de Bette Davis o Vivien Leigh. 

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Zendaya se revela como una absoluta diva hollywoodiense en Rivales, abalanzándose sobre el 95% del metraje con un ímpetu que la cámara de Guadagnino registra con excitación, confundiéndose con la que sienten los personajes de Faist y O’Connor. Es a partir de esta simbiosis perfecta entre la puesta en escena y las energías que ha de conciliar, que Rivales se articula como otro film puramente Guadagnino, no por haber logrado abrazar el star system menos fiel a sí mismo. El guion de Justin Kurtzikes, bastante sólido por lo demás, solo termina sirviendo como mecha para prender la gasolina, ya destilados en ella estímulos tan variopintos como la suntuosa fotografía o el sorprendente acompañamiento musical de Trent Reznor y Atticus Ross. 

Rivales es una película manierista, aunque no necesariamente elegante. Está tan entusiasmada con el potencial lúbrico de sus imágenes, con el aura magnética de sus rostros sudorosos, que no puede huir de la arbitrariedad a la hora de proponer ciertas soluciones, aplastando la escritura de Kurtzikes bajo el rodillo de su sensualidad desbocada. Aunque tampoco haya que esperar demasiado sexo en ese sentido; Rivales está más interesada en el erotismo, y no tanto en el obvio como en el que pueda emanar del aparato audiovisual más sofisticado posible (ese que ya apenas nos da Hollywood, por otro lado). No siempre sale triunfal en ese empeño —Guadagnino sigue siendo un cineasta demasiado caprichoso—, pero siempre sale triunfal cuando todo este deseo que viene cartografiando, y mueve a los protagonistas en círculos concéntricos, explota en la pista.

A lo largo del film estos personajes se preguntan constantemente, confusos, “si siguen hablando de tenis”. El tenis es omnipresente en el deseo que les une, de la misma forma que el deseo adquiere otro tipo de corporeidad con la raqueta en la mano. Guadagnino se preocupa al máximo de respetar el torrente emocional que precede los partidos, recurriendo para ello a un amplio arsenal de trucos —cámara lenta, pelotas CGI, planos subjetivos desde la propia pelota— que podría parecer excesivo, o de nuevo caprichoso, si no fuera porque la película entera está ahí. En esos cuerpos frenéticos al borde del colapso, que avanzan y se buscan y se rompen, en un nuevo y desesperado baile que aclara por sí solo por qué Eros y Tánatos son inseparables. Y por qué en el tenis, como en el sexo, podemos olvidar quiénes somos en los ojos de quien nos mira.

Para David Foster Wallace el tenis “fue su iniciación a la verdadera tristeza adulta”. Así lo aseguraba en Deporte derivado en el corredor de tornados, donde repasaba su prometedora trayectoria como tenista juvenil en Ithaca, Nueva York. DFW destacaba cómo el secreto de estas primeras hazañas deportivas había radicado en aprovechar el impulso de los fuertes vientos de la zona, equilibrando su cuerpo con ellos en milagrosa comunión. Todo hubo de cambiar, claro, en la adolescencia. Cuando se hizo mayor, más pesado, y perdió su sintonía con el viento: “Mi capacidad para acomodarme al exterior y manipularlo fue interrumpida por el mal funcionamiento de algún despertador interno que yo no lograba entender”. En La broma infinita el escritor seguía intentando entenderlo tiempo después, transmutado en el depresivo Hal Incandenza.

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