En la primera planta del Centro de Arte Dos de Mayo (CA2M), el museo regional madrileño de arte contemporáneo, este mismo verano descansaban voluminosas esculturas de su colección. "Aquí", señalaba su director Manuel Segade, "van a estar los bailarines". Ya han llegado. La sala inmensa y blanquísima, cuyo techo se alza hasta la cuarta planta del edificio, en el centro de Móstoles, está vacía. Nada en las paredes, nada en el suelo, ninguna cartela emborronando el blanco. Un trío de intérpretes, todavía en chándal y ropa de trabajo en este ensayo general, se mueve en círculos desde un rincón antes de bajar, siempre bailando, por la escalera hasta el hall, y luego a la calle, ante la mirada atónita de los paseantes. Los abuelos se giran para verse perseguidos por los bailarines, los que desayunan en las terrazas tienen entretenimiento. Luego vuelven a entrar, bailando, hasta la próxima.
Esto es Una exposición coreografiada, la muestra creada en 2007 por el comisario Mathieu Copeland que pasó en su día por el Kunsthalle de St Gallen (Suiza) y la Ferme du Buisson de Noisiel (Francia) y que se ha convertido en uno de los hitos de los últimos años en el campo de la performance y la danza. Esta "locura", como la define Segade, que ocupará parte del CA2M hasta el 15 de octubre –es una muestra particularmente costosa por el número de personas implicadas, y por lo tanto particularmente corta–, funciona de la siguiente manera: nueve artistas crean nueve piezas bailadas independientes, interpretadas por tres bailarines que se van turnando de un grupo de ocho. Lo harán ininterrumpidamente durante diez horas al día, de once de la mañana a nueve de la noche, de martes a domingo. Como en Danzad, danzad, malditos, aquí no se para.
"No soy un coreógrafo, no soy un bailarín, no soy un hombre de teatro", confiesa Copeland, "no se trata de desplazar la danza de la sala de teatro al museo, sino de ver qué pasa cuando se hace una exposición solo con movimiento". No todos los creadores convocados —Cecilia Bengolea, Fia Backström, Jonah Bokaer, Tim Etchells, Karl Holmqvist, Jennifer Lacey, Roman Ondák, Michael Parsons y Michael Portnoy— son, de hecho, coreógrafos; hay artistas y también músicos, pero todos están interesados en trabajar con el movimiento. Y, por lo tanto, con el espacio, el tiempo, el cuerpo, la memoria y la efímera combinación de esos elementos. ¿Sigue siendo museo un museo cuando se expone únicamente danza? Es otro de los asuntos que aborda la muestra: "Me interesaba probar los límites de un centro como este, jugar con ellos".
Los artistas recibieron pocas consignas: tres bailarines, nada de luz dramática, elementos, música o vestuario. "Se trataba de enfocarse exclusivamente en el movimiento", explica el comisario. Las composiciones podían ser de cinco horas, de una, de segundos. Algunos de ellos sí recibieron direcciones precisas: Copeland pidió al compositor musical inglés Michael Parsons que reescribiera una pieza de 1969 para ser interpretada por tres bailarines. A su "gran héroe" Karl Holmqvist, un artista sueco que suele trabajar a partir de textos poéticos, le encargó una "coreografía polifónica": "Si la exposición va sobre el movimiento, ¿no es la voz movimiento también?".
No eran ellos la última pieza del mecanismo. Quedaban los bailarines, encargados de interpretar unas partituras escritas hace ya una década. Para ello, El CA2M ha trabajado junto a los Teatros del Canal, competencia también de la Comunidad de Madrid y uno de los pocos espacios de la capital especialmente interesados en la danza. Fue esta institución la que convocó y seleccionó a los bailarines –"¿Cómo iba a elegirlos yo?", dice Copeland, "Yo no pertenezco al mundo de la danza"–. La tribu finalmente está integrada por Joaquín Abella, Pablo Durango, Amalia Fernández, David Herraez, Inma Marín, Lara Ortiz, Patricia Roldán y Tania Arias Winogradow, encargándose esta última de la coordinación del grupo. Todos han trabajado en cada una de las piezas a partir de sesiones presenciales o por Skype con el director. Todos se turnan, en ese carrusel de 10 horas, por cada una de ellas. "Se trataba de que se convirtieran también en intérpretes de la obra, en el amplio sentido de la palabra, con una participación creativa", asegura Copeland.
Ahora el elenco trata de hacerse con el espacio tras dos semanas de ensayo en las salas de los Teatros del Canal. "Siempre hay una revelación cuando llegas a un espacio nuevo", asegura el comisario. Aquí le ha impresionado especialmente la altura del patio en el que la exposición tiene su centro. El visitante puede ver las coreografías desde distintas alturas, a dos centímetros o a varios metros sobre sus cabezas. Cuando hablan, ríen o marcan el ritmo, las voces de los intérpretes resuenan en todo el edificio. "Lo que es interesante es que aquí el público y los bailarines están a la misma altura. No hay escenario. Tienes que apartarte cuando los bailarines pasan, les ves a centímetros de ti."
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El CA2M se ha caracterizado en sus nueve años de vida, primero con la dirección de Ferran Barenblit –ahora en el Macba de Barcelona– y luego con la de Segade, por prestar especial atención a públicos a priori alejados del arte contemporáneo. El museo está lejos del centro artístico que es Madrid, con el Reina Sofía, el Caixaforum o el Thyssen. Aquí no llegan los turistas, y tampoco esa abultada minoría de la capital que cuenta con el arte contemporáneo dentro de sus actividades habituales de ocio. Aquí el 80% de los visitantes viene de Móstoles, un municipio de poco más de 200.000 habitantes a 20 kilómetros de la capital, con una renta per cápita inferior a la de Madrid.
Copeland no cree que la danza contemporánea, en estos términos, quede lejos del público medio. "Lo que es un lujo es que, mira, puedes hacer una obra de teatro que dure diez horas, pero no puedes hacer una obra de teatro que dure diez horas cada día durante un mes", explica. El acceso al museo es libre y gratuito, repite, el visitante puede entrar y salir cuando quiera, como si se tratara de un paseo. Una iniciativa como esta es más cercana, defiende, que el arte contemporáneo al uso. "El público reacciona de manera muy distinta a una exposición cuando hay cuerpos en ella. Es distinto. Es fascinante. Puedes pasarte dos horas mirando, porque hay algo que se desarrolla ante tus ojos, que está vivo."
En la primera planta del Centro de Arte Dos de Mayo (CA2M), el museo regional madrileño de arte contemporáneo, este mismo verano descansaban voluminosas esculturas de su colección. "Aquí", señalaba su director Manuel Segade, "van a estar los bailarines". Ya han llegado. La sala inmensa y blanquísima, cuyo techo se alza hasta la cuarta planta del edificio, en el centro de Móstoles, está vacía. Nada en las paredes, nada en el suelo, ninguna cartela emborronando el blanco. Un trío de intérpretes, todavía en chándal y ropa de trabajo en este ensayo general, se mueve en círculos desde un rincón antes de bajar, siempre bailando, por la escalera hasta el hall, y luego a la calle, ante la mirada atónita de los paseantes. Los abuelos se giran para verse perseguidos por los bailarines, los que desayunan en las terrazas tienen entretenimiento. Luego vuelven a entrar, bailando, hasta la próxima.