La cultura post 15M se convierte en un reflejo de las limitaciones del movimiento

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En la acampada de Sol había una biblioteca para que los manifestantes pudieran intercambiar libros entre asamblea y asamblea. Durante las protestas de aquella primavera de 2011, las pancartas se convertían en verdaderas creaciones. Las acciones en todo el país incluían orquestas, coros, baile flamenco, performances de distinto pelaje. Desde el principio se pensaba colectivamente en cómo registrar y narrar lo que estaba ocurriendo. Se construía una idea de participación política que iba mucho más allá de la vida parlamentaria, una participación política que inundaba la vida pública y la privada.

En su libro El tiempo de las plazas, Julia Ramírez-Blanco, profesora de Historia del Arte en la Universidad de Barcelona, registra la influencia de la cultura y la creación en aquellas novedosas forma de protesta que atravesaron el globo. Pero quizás el camino de vuelta no fue igual de fructífero. ¿Cómo influyó la experiencia del 15M, del que este mes se cumplen diez años, en nuestra forma de entender la cultura? Una década después de aquella experiencia militante, que transformó algunos aspectos de la vida social española, quedan lejos las aspiraciones de una cultura digital libre y abierta, de una gestión pública que primara la cultura popular y el acceso al arte por parte de las clases trabajadoras, y de una escena creativa que integrara la horizontalidad de la que hizo gala el movimiento.

Cómo se cuenta la crisis

Antes de llegar a las frustraciones, sí hay que reconocer una transformación asombrosa: la que el 15M operó en las temáticas de canciones, películas, obras teatrales y libros. Al calor de un movimiento de protesta que llegó a recibir el apoyo del 80% de la población, el apellido de social referido a la cultura se despojó (en parte) de sus connotaciones negativas. Era un proceso que venía desde la crisis de 2008, pero que las plazas apuntalaron. Fue consecuencia de una victoria: “Antes del 15M, la crisis era culpa de la gente”, recuerda Ramírez-Blanco, “después del 15M, era culpa de los de arriba”.

Las materializaciones, aunque no fueron inmediatas, sí fueron muy diversas. En 2015, Isaki Lacuesta, que luego rodaría Entre dos aguas, estrenaba Murieron por encima de sus posibilidades, una película en la que unos ciudadanos destrozados por la crisis resolvían secuestrar al presidente del Banco Central. Un año antes publicaba Belén Gopegui El comité de la noche, una novela que no solo llamaba a la resistencia y a la vigilancia contra el poder, sino que desarrollaba su propia poética en torno a esa día. Por esas fechas, el grupo Amaral, uno de los más populares de la música española, cantaba en Ratonera: “No sé cómo duermes por las noches, / estúpido farsante, si mientes más que hablas. Allí por donde pasan los de tu calaña, ya no crece nada”. Y no se referían a un antiguo amante.

Coincidía con el disco Resituación, de Nacho Vegas, que unía himnos esperanzados como “Runrún” con cantos rabiosos como “Polvorado”. Algo antes, Juli Disla y Jaume Pérez estrenaban La gente, una obra de teatro que se desarrollaba en una asamblea, de la que los espectadores participaban. En El plan, Ignasi Vidal daba vida a tres amigos que debaten cómo salir de la depresión en la que les ha sumido la crisis. El Premio Planeta de 2015 iba para Hombres desnudos, de Alicia Giménez Bartlett, un full monty a la española full monty en la que un grupo de hombres arruinados recurría al trabajo sexual. Etcétera. Y esa línea continúa hasta hoy: difícilmente se entendería una serie como Antidisturbiosuna serie como Antidisturbios, estrenada en 2020, sin el debate sobre la función de las fuerzas de seguridad tras las duras cargas de aquellos meses.

Lo que pasa en la plaza, se queda en la plaza

En las acampadas se debatía sobre deuda pública y sistema electoral, pero también se leía, se estudiaba, se organizaban talleres de artes plásticas, de danza o de fanzines. La creación se inserta en la vida de la protesta, pero de una forma particular: “Había una propuesta que era de una cultura no especializada —todo el mundo estaba inmerso en la creatividad de la acampada— y por lo tanto no comercial”, apunta la historiadora del arte. Allí dejaban de operar los criterios de excelencia artística, de aprobación de la crítica o de rédito comercial, y se sustituían por los de interés social y puro placer creativo. El problema llegó, como en otros ámbitos, cuando quedó claro que en algún momento había que dar el salto de la acampada a la vida real. En otras palabras: “La acampada contenía una propuesta cultural que solo era posible en una sociedad no capitalista”. Las protestas de aquella primavera y la organización de las plazas, donde se aportaba según las posibilidades de cada cual y se utilizaba según sus necesidades, habían creado una burbuja de autogestión en la que no existía el mercado. Pero cuando esa burbuja se pincha, el mercado sigue ahí. Y siguen ahí las jornadas laborales interminables, el escaso valor dado a las actividades realizadas por puro placer, el desprecio del amateurismo y la tiranía de un mundo artístico que, salvo en contadas ocasiones, no valora los procesos sino el resultado.

El mundo de la cultura fue sensible al fenómeno de las acampadas y también a sus reivindicaciones —heterogéneas y en evolución—. José Luis Sampedro y Álex de la Iglesia apoyaban públicamente el movimiento iniciado en Sol. Basilio Martín Patino rodaba en las plazas el que sería su último documental. El grupo Vetusta Morla definía las protestas como de “sentido común”. Pero, pese al respaldo generalizado, y pese a la imagen del mundo de la cultura como espacio progresista y abierto, lo cierto es que las prácticas del 15M no tuvieron una continuidad en los proyectos culturales. Fundación Robo, grupo musical del que formaba parte Nacho Vegas, proponía crear obras colectivas en las que el nombre del artista contara poco y que se cedieran libres de derechos, un modelo que el propio grupo agotó hacia 2014 y no ha tenido luego herederos. A partir de las bibliotecas de las acampadas nació Bookcamping, una web colaborativa impulsada por creadoras como Silvia Nanclares o Jessica Romero que rastreaba y organizaba recursos de licencias abiertas (es decir, ajenas al sistema de copyright), y aunque sirvió de inspiración a proyectos similares, este dejó de tener continuidad en torno a 2015. Otra de las prácticas clave del 15M era el rechazo de los liderazgos personalistas y la apuesta por la horizontalidad. Pero, salvo excepciones, estos principios no se han extendido en la creación cultural, un espacio que —como ya se había discutido en mayo del 68— no está libre de jerarquías.

Hay que anotar una pequeña victoria. La nombra Sofía Coca, del colectivo sevillano Zemos98: quienes lo componen estuvieron en las plazas, pero además el grupo lleva consigo, en su trabajo sobre la cultura participativa y crítica, buena parte del alma de aquellos días. “Lo que sí creo que se han popularizado, más que esas prácticas concretas, han sido las dinámicas del cuidado”, explica. “En Zemos98, muchas de las cosas que hacemos que tienen que ver con formas más igualitarias y democráticas de trabajar lo hacemos por sostenibilidad no solo del trabajo sino de las personas que estamos detrás”. Poner los cuidados en el centro o hacer una política de los cuidados han sido algunos de los ejes de las reivindicaciones feministas de los últimos años, pero —y pese al mal recibimiento que en algunas acampadas tuvieron los gritos contra el machismo— ya estaban presentes en el 15M. Las labores de mantenimiento de la vida, desde la alimentación a la limpieza pasando por el descanso, eran básicas en la vida de las plazas, como lo era la necesidad de tejer relaciones constructivas entre personas que no se conocían de nada. Pero, advierte Coca, la reivindicación de los cuidados también ha sido cooptada por el mercado: “Esto hace, como decía Silvia Nanclares hace años, que la cultura la sostengan cuerpos exhaustos. Estas prácticas malentendidas, puestas a un servicio neoliberal de la cultura, al final generan más mecanismos de opresión en el sector cultural, en lugar de luchar por unas condiciones de vida dignas”.

La cultura puede esperar

Uno de los problemas que ve ahora este gestora cultural en la aproximación del 15M a la cultura es que no se produjo una conversación lo suficientemente profunda sobre la precariedad en el trabajo creativo, o que esta, al menos, no se materializó en reclamaciones que pudieran llevarse luego a lo institucional. Si esto ocurrió fue, en su opinión, porque aquellas personas interesadas en la cultura que formaron parte del 15M pusieron su conocimiento “al servicio del proceso político”, dejando quizás de lado sus propias inquietudes sobre el papel de la cultura o sobre su trabajo. “La gente que conformó el espectro cultural del 15M entendía que había que ponerse al lado de las cosas que tocaban: la vivienda, los servicios públicos...”, cuenta. Es decir, que el movimiento reprodujo la idea muy extendida de que los asuntos de la creación son secundarios, y que en la relación entre arte y política hay un elemento subordinado y otro dominante.

La cultura libre —aquella corriente que defiende el intercambio libre de conocimiento de igual a igual, posible en gran medida a través de un Internet no mercantilizado, y pone la reutilización de materiales, la remezcla y la inteligencia colectiva por delante de los derechos de autor— es quizás la aportación más evidente del 15M al debate cultural. Si no se ha mantenido en el discurso político mainstream, como sí han hecho la transparencia o el cuestionamiento de la política representativa, es en parte porque el Internet de hoy es muy distinto al de hace una década. Twitter y Facebook, que por entonces fueron vistas como herramientas de comunicación horizontales que escapaban a la jerarquía de los medios, hoy se revelan como tecnologías extractivas e hipervigiladas que forman parte de las mismas formas de consumo que los medios de comunicación tradicionales.

Tras las acampadas comenzarían a expandirse a toda velocidad las plataformas de streaming de pagostreaming, como Spotify o Netflix, que acabarían sustituyendo al eMule y al P2P, el intercambio de contenidos entre usuarios. Si Internet pareció alguna vez una utopía libre de las dinámicas de la industria cultural, hoy forma una parte esencial de ella. “A raíz de la pandemia, urge de nuevo reflexionar sobre lo que está pasando en el espacio público digital”, reivindica Sofía Coca. “Ahora que a la fuerza nos hemos visto obligados a habitarlo más que nunca, tenemos que ser conscientes del ritmo al que se ha ido privatizando. Es de urgencia volver a poner sobre la mesa esas cuestiones que la cultura libre reivindicaba hace más de 10 años”.

El problema, dicen los entrevistados, es que una cierta idea que existe en el imaginario colectivo sobre el mundo de la cultura no es real. Santiago Eraso, gestor cultural que dirigió Arteleku (Donostia) durante 20 años y que fue director de contenidos de Madrid Destino con el Gobierno de Manuela Carmena entre 2015 y 2016, parafrasea a Remedios Zafra: “La cultura es el gran espejo donde se reflejan las prácticas del capitalismo de la supuesta libertad individual sometida a las lógicas mercantiles”. No es un mundo aparte, sino un espacio de reproducción del mercado, puntualiza, más sometido aún a la precariedad. Por eso no le extraña que la cultura, en su acepción más estrecha —la que se desarrolla de manera profesional y cobra por sus bienes y servicios—, no haya incorporado las propuestas del 15M. “La tendencia general tiene que ver con una forma sistémica de ir acabando con lo que fue el estado social del bienestar, con privatizar los servicios y los espacios de socialización no segregados por renta, como son la educación pública, la sanidad pública, la cultura pública”, dice. Algo muy lejano a las ideas del 15M que hablaban del derecho al acceso a la cultura o de la descentralización de las producciones, más interesadas en la cultura de base que en las grandes infraestructuras. Algo que Eraso resume en una frase: “Ya basta de Guggenheim, recuperemos la cultura permeable”.

Otra política cultural ¿es posible?

Pedro Jiménez, también de Zemos98, es crítico con la forma en que el 15M abordó la política cultural institucional, “algo que interesaba entonces e interesa ahora a muy poca gente”. Señala que entonces se reclamaban a las instituciones culturales asuntos que no eran de su competencia directa, como el IVA (Hacienda) o la mejora de las condiciones laborales (Trabajo). “A nivel simbólico, las instituciones sí han mirado al proceso 15M desde su lado estético político para no cambiar nada”, critica Jiménez. “De poco sirve acoger el archivo de pancartas o películas y música realizadas por artistas en aquel momento cuando no cambias nada de tu modelo de gobernanza. Quizás por eso mismo la necesaria democratización radical que necesitan las instituciones culturales ni está ni se la espera”.

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La experiencia de Santiago Eraso frente de Madrid Destino, como parte del ensayo municipalista de Ahora Madrid, fue “decepcionante”. Sobre todo, dice, por el tratamiento periodístico, que describe como “feroz”, de asuntos como la actuación y detención de los titiriteros, la cabalgata de Reyes o la dedicación de las Naves de Matadero a las artes de vanguardia. “Queríamos sacar a Madrid Destino [empresa municipal organizada como S. A.] del terreno de la sociedad anónima y del mercantilismo, pero hubo una reacción y una instrumentalización política descarada”. Fue su “peor experiencia política”: “La política ya me había decepcionado, pero siempre había creído que el periodismo formaba parte del derecho a la verdad”. Eso se unió a la petición de “discreción” que se le hacía desde la alcaldía: “Manuela [Carmena] me decía no hagas nada, no digas nada. En las ruedas de prensa tenía que hablar con la voz de otro. Yo en mi vida había trabajado como gestor cultural en esas condiciones”. Eraso dimitió al año de llegar al puesto.

Su diagnóstico es duro: “¿Qué queda de aquello? Nada. Algún vestigio”. Como el Medialab, dice, un espacio gestionado por el Ayuntamiento de Madrid más centrado en los talleres y las actividades comunitarias que en las exposiciones. En febrero, el Gobierno de Martínez Almeida anunció la no renovación de su director y trasladó el proyecto de su sede en la Serrería Belga a unas oficinas de Matadero. En ese edificio, situado junto al Paseo del Prado, se instalará un museo que exponga los fondos de arte contemporáneo de la ciudad, según los planes de la concejal Andrea Levy. Para Eraso, la operación es una muestra de la primacía del arte como negocio sobre la creación como nivelador social: “El mensaje es que un edifico de ese valor inmobiliario no se puede dedicar a una cultura comunitaria, sino a un lugar donde los turistas paguen entrada”.

La política municipal ha sido el principal ensayo de una posible nueva política cultural. La cultura es un tema desaparecido en los debates electorales autonómicos. Y aunque el pacto de Gobierno firmado entre PSOE y Podemos incluye compromisos con el sector —como la aprobación del Estatuto del Artista o la creación de una Oficina de Derechos de Autoría—, todavía no se ha cumplido ninguno. Por otra parte, tampoco se podría decir que estos compromisos se correspondan directamente con los ejes del 15M. “La relación entre el 15M y la institución es indirecta”, dice Julia Ramírez-Blanco, “. Muchos de sus reclamos no eran institucionales, entonces la incidencia en las instituciones es compleja”. Y eso no es cosa solo de la cultura. 

En la acampada de Sol había una biblioteca para que los manifestantes pudieran intercambiar libros entre asamblea y asamblea. Durante las protestas de aquella primavera de 2011, las pancartas se convertían en verdaderas creaciones. Las acciones en todo el país incluían orquestas, coros, baile flamenco, performances de distinto pelaje. Desde el principio se pensaba colectivamente en cómo registrar y narrar lo que estaba ocurriendo. Se construía una idea de participación política que iba mucho más allá de la vida parlamentaria, una participación política que inundaba la vida pública y la privada.

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