El 20 de julio de 1936 un grupo de hombres jóvenes irrumpieron en la clase de costura del Centro Cultural Aida Lafuente de Madrid. Apenas hacía 48 horas que los militares fascistas se habían alzado contra el Gobierno del Frente Popular y necesitaban cuantas más manos, mejor para plantar cara a los rebeldes. Los jóvenes agitadores comunistas, después del discurso incendiario de rigor, pidieron “voluntarios” para la resistencia. Una de las alumnas de costura, Rosario Sánchez Mora, recordaba la escena: “Yo miré a mi alrededor y me di cuenta de que en nuestra clase de costura, naturalmente, sólo había mujeres. Así que levanté el dedo y pregunté con timidez: '¿También podemos inscribirnos mujeres'. 'Sí', me contestó el joven. 'Pues apúntame '. 'De acuerdo, compañera, ya te avisaremos'”. Así, reclutada como voluntario, pero inscrita como miliciana, Rosario pasaría a ser conocida en el frente de Madrid como La Dinamitera, por sus bombas fabricadas con latas de leche condensada. A esa Rosario, Miguel Hernández le dedicó un poema que la convirtió en leyenda y termina con estos versos:
"Rosario, dinamitera,puedes ser varón y eresla nata de las mujeresla espuma de la trinchera.Digna como una banderade triunfos y resplandores,dinamiteros pastores,vedla agitando su alientoy dad las bombas al vientodel alma de los traidores"
El lapsus del camarada que pedía “voluntarios” en una sala abarrotada de mujeres ilustra la doble discriminación que sufrieron las mujeres que lucharon en el frente: primero, desafiando a la sociedad y a sus compañeros de partido para coger el fusil-; y después, con el fin de la guerra y el inicio de un casposo nacionalcatolicismo, por ser republicanas. Para rescatar a todas esas figuras, a las que la historiografía no les ha hecho justicia, la editorial Virus acaba de reeditar Partisanas, la mujer en la resistencia armada contra el fascismo y la ocupación alemana (1936-1945), un amplísimo trabajo de investigación de la periodista austríaca Ingrid Strobl. La primera edición, publicada en alemán en 1989 –en español, en 1996-, fue escrita en la cárcel, donde Strobl estuvo dos años en prisión preventiva acusada de supuesta pertenencia a las Rote Zora (grupo feminista armado de la República Federal Alemana) y colaboración en un atentado contra Lufthansa. Cargos de los que fue posteriormente declarada inocente.
Strobl (Austria, 1952) entrevista en Partisanas a las mujeres que se opusieron a la ocupación nazi en Francia y Polonia y dedica buena parte de su trabajo a las milicianas españolas; a pesar de las dificultades que tuvo para localizarlas o el machismo velado de partidos y organizaciones antifranquistas que se empecinaban en destacar el papel de las mujeres en la retaguardia. “Las funcionarias actuales del PCE se empeñaban en afirmar que las verdaderas heroínas de la Guerra Civil habían luchado durante aquella etapa en el frente político, en las cocinas de campaña y en las enfermerías”, escribe la periodista, que hizo el trabajo de campo antes de entrar en prisión.
Sin embargo, las verdaderas heroínas fueron las que se enfundaron un mono y llegaron al frente con el fusil al hombro para dejar claro a sus camaradas que la revolución no sólo era contra el enemigo fascista, que aquello no era una concesión circunstancial, sino que era hora de plantearse la institución familiar y la represión de la mujer en el ámbito privado –lo personal también es político, planteó la organización anarquista Mujeres Libres antes de la Segunda Ola feminista de los años sesenta-. Según los datos recabados por Strobl, las mujeres en el frente llegaron a ser 20.000, hasta que el bando republicano desmovilizó a sus milicias para convertirlas en un ejército popular, obligando a las mujeres a dejar la lucha armada. Precisamente, Ken Loach retrató en la película Tierra y libertad las tensiones que produjo este momento de transición.
Quizás la más célebre de las partisanas fue Mika Etchebéhère, una argentina que llegó al cargo de capitana y fue la única oficial superior mujer del Ejército. En sus memorias cuenta que una miliciana llamada Manolita se acercó a su columna para integrarse en ella, ya que había oído que allí todos eran “iguales” y las mujeres no pasaban las horas enfrascadas en tareas de enfermería o cocina. “Yo no me he venido al frente para diñarla con un trapo de limpieza en la mano”, protestaba Manolita, “¡ya he fregado bastantes ollas para la revolución!”. Etchebéhère incide en que en el frente tenía que demostrar el doble de valentía que sus compañeros varones para que no la acusasen de débil y que en sus ratos libres, en lugar de descansar, leía manuales sobre tácticas y organización militar. No se podía permitir ni un fallo.
Ver másLuchar con el fusil, no con el trapo de cocina
Ese nivel de autoexigencia también lo recuerda Julia Manzanal, apodada El Chico por su aspecto masculino y porque decidió vendarse los pechos para evitar situaciones incómodas. “No me podía cambiar el algodón [para la menstruación] en todo el día; a veces, de la sangre reseca se me hacían llagas en los muslos”. Lo más duro para Julia fue cuando se dio cuenta de que estaba embarazada y buscó una comadrona para que le practicase un aborto. Estuvo sangrando durante 40 días y ninguno de ellos abandonó su puesto en el campo de batalla.
A pesar del avance que había supuesto la República para las mujeres –se despenalizó el aborto, se aprobó el sufragio universal y el divorcio-, para que una joven se alistase en las milicias republicanas tuvo que ganar primero muchas otras batallas. Empezando por su propia familia. Algunas de las partisanas, una vez subidas en el autobús para viajar hasta el frente, apuraban al conductor diciéndole: “Corre, arranca ya, que si no todavía va a venir mi madre y me va a tirar de las orejas”. Fidela Fernández de Velasco Pérez, Fifí, se enroló en las milicias con 16 años y cuando llegó a casa para recoger sus cosas y despedirse de sus padres les dijo: “Venga, dadme un beso, que me voy a la guerra”. Fifí no tuvo ese beso, ni tampoco una regañina o un grito, nada.
El enemigo para estas mujeres estaba en casa y también luchaba con ellas codo con codo, como denunció Casilda Hernáez, miembro de Mujeres Libres: “Me rebelo contra las leyendas de los nacionales y los de nuestro propio campo, esas derechas malditas que se disfrazaban de izquierdas –como ahora mismo- y que tendían a dar una misión denigrante a la mujer que participaba en los combates. Me levanto contra esas patrañas”.
El 20 de julio de 1936 un grupo de hombres jóvenes irrumpieron en la clase de costura del Centro Cultural Aida Lafuente de Madrid. Apenas hacía 48 horas que los militares fascistas se habían alzado contra el Gobierno del Frente Popular y necesitaban cuantas más manos, mejor para plantar cara a los rebeldes. Los jóvenes agitadores comunistas, después del discurso incendiario de rigor, pidieron “voluntarios” para la resistencia. Una de las alumnas de costura, Rosario Sánchez Mora, recordaba la escena: “Yo miré a mi alrededor y me di cuenta de que en nuestra clase de costura, naturalmente, sólo había mujeres. Así que levanté el dedo y pregunté con timidez: '¿También podemos inscribirnos mujeres'. 'Sí', me contestó el joven. 'Pues apúntame '. 'De acuerdo, compañera, ya te avisaremos'”. Así, reclutada como voluntario, pero inscrita como miliciana, Rosario pasaría a ser conocida en el frente de Madrid como La Dinamitera, por sus bombas fabricadas con latas de leche condensada. A esa Rosario, Miguel Hernández le dedicó un poema que la convirtió en leyenda y termina con estos versos: