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“Cuando la derecha reconozca que no tiene el monopolio de la identidad española, se podrá llegar a un acuerdo”

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Después de menos de dos meses en el Nuevo Mundo, que por aquel entonces se reducía a las islas caribeñas, Cristóbal Colón puso pie en La Española, la porción de tierra más grande de todas, hoy compartida por la República Dominicana y Haití. Para la Nochebuena de aquel 1492, la embarcación principal comandada por el navegante, la Santa María, encallaba quedando inservible. Sus restos se utilizaron para levantar el que, dadas las señaladas fechas, fue bautizado Fuerte Navidad, en el que residirían los exploradores españoles. Las obras estaban a medio hacer cuando el almirante decidió emprender el camino de vuelta a Europa: quería dar a conocer sus descubrimientos a los Reyes Católicos. A su marcha, quedaron en Navidad 39 hombres. Para cuando regresara casi un año después, quienes le recibirían serían cadáveres descompuestos flotando en la orilla y el fuerte completamente destruido. Lo que ocurrió con aquellos marineros, nunca encontró explicación.

Conquistado por el misterio, el periodista y escritor José Manuel Fajardo se lio la manta a la cabeza, donde guardaba un proyecto por desarrollar: desentrañar, vía literaria, aquel enigma irresoluto. Aquel fue el punto de partida de lo que, más de tres lustros después, se ha convertido en su Trilogía Sefardí, compuesta por Carta del fin del mundo (1996); El converso (1998) y Mi nombre es Jamaica (2010). El autor, que es además codirector del Festival de la Palabra de Puerto Rico, la presentó este jueves como tal, como una unidad (reeditada por Edhasa, que sacará el último volumen en febrero de 2015) acompañado por los escritores Rosa Montero, Antonio Muñoz Molina, Alfonso Mateo-Sagasta y Antonio Sarabia. La reunión se celebró en Madrid, en el Centro Sefarad Israel, donde se unieron a los literatos el fotógrafo Daniel Mordzinski, quien mostró las imágenes que tomó en un viaje de documentación junto al autor a Rabat, y el periodista Javier Valenzuela, colaborador de este diario. 

Antes del evento, Fajardo charló con infoLibre sobre sus novelas y el trasfondo que, a pesar de los siglos que separan el contexto de cada una de las entregas, las hilvana como grupo: la pervivencia de lo judío en España y la diáspora de lo español y judío tras la expulsión promovida por los Reyes Católicos. El origen de la trilogía se remonta a un personaje histórico real, Luis de Torres, traductor y judío converso que viajaba en la expedición colombina y es el protagonista del primer volumen de la trilogía. “Él fue uno de los 39”, explica Fajardo (Granada, 1957), también colaborador de tintaLibre. “Hablaba arameo, árabe y hebreo, y marchó hacia China pensando que allí hablarían una de esas lenguas”. Como lo que encontraron no fue precisamente el país asiático, su poliglotía le fue más bien de poca utilidad.

Estancado en Navidad, su historia se quedó sin desenlace cierto, así que el escritor tuvo la “idea de darle una continuidad, que no una continuación: si hubiera sobrevivido y hubiera tenido hijos, estos habrían tenido que ocultar que era judíos, porque tenían prohibido viajar a América”. De las aventuras de esa progenie imaginaria pero posible, la trilogía salta a 150 años después, al XVII. “Si en aquella especulé con los descendientes más o menos directos, en esta me pregunté: ¿qué hubiera sido de los descendientes de los descendientes?”. Y del siglo de oro, la última zancada llega hasta el 2005, cuando de aquella estirpe “no quedaría más que el olvido”. "¿Y cómo contar el olvido?" A través de “un hombre que enloquece” y que, en su condición, “es capaz de hacer visible lo invisible”, atravesar “el paisaje del tiempo”.

A la progenie de Luis de Torres se une como punto común entre los tres libros su cualidad de novelas de aventuras, a la manera de los grandes maestros como Stevenson o Conrad. Un interés del autor que "responde a una necesidad muy básica: necesitamos que nos cuenten historias que satisfagan nuestra curiosidad". Ese hambre de conocimiento, en su caso, pasa también por una cuestión personal: "entender mis orígenes" para así, desde ellos, realizar una "lectura colectiva de nuestra identidad". De ahí, también, que la tercera y última entrga, Mi nombre es Jamaica, transcurra (parcialmente) en el tiempo presente. "Todos somos productos históricos. Cada uno somos una especie de resumen actualizado de la vida, fundamentado en el olvido". 

El camino a Sefarad

El relato de esta “familia criptojudía obligada a vivir en el secreto”, aunque inventado, bien podría traspasarse a la realidad. Porque como el mismo Fajardo ilustra, citando un estudio de la Universidad Pompeu i Fabra, un tercio de la actual población española tiene antecedentes judíos o árabes. “Aunque antes de leer estas estadísticas yo ya estaba convencido”. En el caso de los judíos, la mitad de ellos abandonaron España, su Sefarad, dando lugar a una diáspora que queda plasmada en el tríptico literario de Fajardo a través de sus múltiples localizaciones, que van desde Cuba a Israel pasando por Francia o Perú. La otra mitad permaneció en España en un régimen de “apartheid” que duró tres siglos, y que acabó por disolver su cultura en el conjunto de la sociedad.

Aquella huella “nunca reconocida” resulta para Fajardo una cualidad fundamental de la españolidad que, dice, debería sustentarse sobre cuatro patas: la tradición católica, la islámica, la judía y la laica. “Pero la versión oficial es la de una España católica”. Esta identidad triplemente amputada, más aún, supone para el escritor una fuente de muchos de los males que asolan un país que se ha revelado “construido sobre la intolerancia y el odio”. “Con 350 años de Inquisición, es imposible que no tenga una herencia de intransigencia y de odio”, abunda, para indicar que de aquellos polvos, estos lodos que nos hacen “incapaces para dialogar y vivir la discrepancia con normalidad: se puede vivir en desacuerdo, pero en España somos incapaces”.

Situaciones como el actual auge del independentismo catalán no son sino consecuencia de aquellas heridas nunca cerradas. “Es el último capítulo de la muy mal digerida desaparición del imperio español”, señala Fajardo, que recuerda que, con la independencia de Cuba en 1898, tanto vascos como catalanes quisieron tomar la misma dirección. Como la cuestión no se resolvió en su día, el tiempo pasó hasta proclamar la II República, que sí intentó encauzar la situación. Pero con la llegada de la dictadura, el problema volvió a quedar enquistado. “El día que la derecha reconozca que no tiene el monopolio de la identidad española, se podrá llegar a un punto de acuerdo”, cree el escritor, que identifica al PP como “el heredero de la mentalidad nacional católica”.

No solo el pueblo judío habitó España. También los musulmanes, otra de las patas de este país cojo. Ellos son igualmente protagonistas de la trilogía de Fajardo, especialmente en el segundo volumen, El converso, del que la hoy capital de Marruecos es una de sus localizaciones. “Cuando se expulsó a los moriscos en 1609 hubo 300 vecinos de Hornachos, un pueblo extremeño, que se instalaron juntos en una fortaleza abandonada. Allí fundaron Rabat y crearon una república pirata que se llamaba Salé y duró medio siglo, e hicieron la guerra con países como España, Francia, Inglaterra, Holanda, e incluso invadieron Islandia”, detalla. Aquel clan, del que ya habló Daniel Defoe en su Robinson Crusoe, sí logró pervivir a lo largo de los siglos. “Busqué y encontré al descendiente de primer gobernador de Salé: se llama Mohamed Vargas”.

Aquellos españoles en origen, que hoy siguen estudiando la lengua castellana, aprendiendo flamenco o veraneando en Andalucía, “han guardado un amor por un país que es como una mala madre, pero ellos siguen empecinados en el recuerdo”. Lo mismo que la comunidad sefardí, que mantiene incluso el idioma judeoespañol, "una especie de dinosaurio lingüístico" que ellos llaman espanyoliko. De cara al futuro, propone Fajardo, “sería interesante recuperar los lazos y los vínculos con esas comunidades”, algo para lo que ya se han hecho ciertos esfuerzos del lado judío al ofrecer a los sefardíes la doble nacionalidad, pero no así del musulmán. “No se ha hecho con los moriscos ni tampoco con los descendientes de los republicanos españoles”, subraya el novelista. “Ellos son historia viva, y no basta con darles un lugar en los libros: hay que dárselo en la vida”.

Después de menos de dos meses en el Nuevo Mundo, que por aquel entonces se reducía a las islas caribeñas, Cristóbal Colón puso pie en La Española, la porción de tierra más grande de todas, hoy compartida por la República Dominicana y Haití. Para la Nochebuena de aquel 1492, la embarcación principal comandada por el navegante, la Santa María, encallaba quedando inservible. Sus restos se utilizaron para levantar el que, dadas las señaladas fechas, fue bautizado Fuerte Navidad, en el que residirían los exploradores españoles. Las obras estaban a medio hacer cuando el almirante decidió emprender el camino de vuelta a Europa: quería dar a conocer sus descubrimientos a los Reyes Católicos. A su marcha, quedaron en Navidad 39 hombres. Para cuando regresara casi un año después, quienes le recibirían serían cadáveres descompuestos flotando en la orilla y el fuerte completamente destruido. Lo que ocurrió con aquellos marineros, nunca encontró explicación.

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