Eduardo Galeano, ‘amiguero’

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“¿El abuelo a qué se dedicaba?”, le preguntó a Helena Villagra, esposa de Eduardo Galeano, una de sus nietas durante el entierro del abuelo el pasado abril. La niña estaba extrañada por toda esa atención, por toda esa gente extraña que pasaba a despedirse del escritor. “¿El abuelo?”, respondió ella, “El abuelo era amiguero”amiguero. El jueves por la noche, el uruguayo volvió a hacer honor a su oficio reuniendo en torno a su memoria a alrededor de 300 amigos, admiradores, compañeros (Luis García Montero, Fernando León de Aranoa, Juan Diego Botto, José Manuel Martín Medem, el periodista Fran Sevilla, el entrenador de fútbol Ángel Cappa...) en La Tabacalera, centro autogestionado de Madrid donde presentó en 2012 su libro Los hijos de los días.

La reunión recordaba a esos minutos agridulces de los velatorios en los que los asistentes recuerdan al fallecido, tratando de refugiarse en la memoria para alejar el dolor. Sus manías, sus pasiones, aquella vez que dijo aquello, aquel viaje. Pablo Rabasco, especialista en historia de la arquitectura y, anoche, amigo de Galeano, rememoró la visita del escritor al 15-M barcelonés. Cappa, su locura futbolística. Sevilla, sus tiempos de periodista en el exilio, dirigiendo la revista Crisis. Entre intervención e intervención, el autor de Las venas abiertas de América Latina, Memoria del fuego o El libro de los abrazos aparecía en pantalla leyendo algunos de los textos que eligió aquel día en La Tabacalera. Parecía complacido.

Las lecturas homenajeaban por sí mismas al escritor. “Él demostró que pensar es un modo de buscar la belleza. En su literatura, ideas y sentimientos iban unidos. Las ideas, divorciadas del sentimiento, son más peligrosas que una maquinaria de guerra”, señalaba el poeta Luis García Montero. Precisamente por eso, las ideas de su obra dieron pronto paso a la celebración de la persona. “¿Me defraudará?”, se preguntaba el realizador Fernando León de Aranoa, antes de conocer a Galeano, a quien hasta entonces tenía solo como referente literario. “Era como en sus libros. Sus cuentos son autorretratos, espejos en los que siempre se le veía a él”, explicaba ante el público. Algunos asentían.

Galeano, cazador de historias

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Cappa dibujaba a un loco del fútbol, al que decía que había que “jugar para jugar, no para ganar”. “Quiso ser jugador, pero era malo. Él decía que era el peor jugador que había dado el país, lo cual no era poco. Así que fue hincha, pero él decía que muy malo”, recordaba el entrenador. “A medida que el deporte se ha hecho industria, ha ido desterrando la belleza que nace de la alegría del jugar porque sí”, leía Cappa en un fragmento de El fútbol a sol y sombra (1995). Una idea que parecía hilarse con el recuerdo de Rabasco en aquella noche en la que Galeano se acercó a la acampada barcelonesa del 15-M. “Este es un mundo diferente. Va a ser un parto difícil. No me importa qué pasará mañana, solo me importa hoy”, dijo el escritor, “contagiado de la mística que encendía el movimiento”, en palabras de su amigo. Elogios íntimos y públicos de lo improductivo que se conectaban directamente con su obra.

Se habló de su perro Morgan, de quien admiraba la vocación al movimiento, a la alegría: “Morgan se porta mal, pero hace reír”, dejó escrito, recogiendo la observación de un niño de cuatro años. Se habló de su renuncia al apellido paterno, Hughes, con sus propias palabras, extraídas de El libro de los abrazos: “Hughes se llamaba mi tatarabuelo galés, que a los 15 años se echó a la mar en el puerto de Liverpool y llegó al Caribe, a Santo Domingo, y tiempo después a Río de Janeiro, y finalmente a Montevideo. Allí arrojó su anillo de masón al arrollo Miguelete, y en los campos de Paysandú clavó las primeras alambradas y se hizo dueño de tierras y de gentes, y hace más de un siglo murió, mientras traducía al inglés el Martín Fierro”. Se habló de sus encuentros con desconocidos que pronto dejaban de serlo. La periodista Estela Giraldo recordaba lo poco que tardó en indicarle su dirección para que fuera a visitarle en Montevideo. “No te mueras nunca, Eduardo”, le pidió un lector en una playa uruguaya.

No lo pudo cumplir. Murió el 13 de abril de 2015, y los amigos del amiguero se encontraban el viernes para pasar la pena. Fran Sevilla aseguraba que, si Galeano viviera, “estaría escribiendo sobre los refugiados”, bolígrafos y cuaderno al cinto presto a cazar alguna historia, algún comentario. Ante el vacío, León de Aranoa encontraba consuelo en uno de los textos del maestro: “A veces me reconozco en los demás. Me reconozco en los que quedarán, en los amigos abrigos, locos lindos de la justicia y bichos voladores de la belleza y demás vagos y mal entretenidos que andan por ahí y por ahí seguirán, como seguirán las estrellas de la noche y las olas de la mar. Entonces, cuando me reconozco en ellos, yo soy aire aprendiendo a saberme continuado en el viento. Me parece que fue Vallejo, César Vallejo, quien dijo que a veces el viento cambia de aire. Cuando yo ya no esté, el viento estará, seguirá estando”. Y el viento aplaudió. 

“¿El abuelo a qué se dedicaba?”, le preguntó a Helena Villagra, esposa de Eduardo Galeano, una de sus nietas durante el entierro del abuelo el pasado abril. La niña estaba extrañada por toda esa atención, por toda esa gente extraña que pasaba a despedirse del escritor. “¿El abuelo?”, respondió ella, “El abuelo era amiguero”amiguero. El jueves por la noche, el uruguayo volvió a hacer honor a su oficio reuniendo en torno a su memoria a alrededor de 300 amigos, admiradores, compañeros (Luis García Montero, Fernando León de Aranoa, Juan Diego Botto, José Manuel Martín Medem, el periodista Fran Sevilla, el entrenador de fútbol Ángel Cappa...) en La Tabacalera, centro autogestionado de Madrid donde presentó en 2012 su libro Los hijos de los días.

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