Cine
Folclóricas y niños prodigio frente a películas fuera del guión de la dictadura: el musical patrio antes de 'Explota explota'
Cada vez es menos habitual ver películas musicales en cartelera, especialmente producidas en España. Pese a la enorme popularidad del género durante la mayor parte del siglo XX, en gran medida ligado al cine folclórico o de barrio, poco a poco el público fue virando su interés hacia otro tipo de propuestas. Explota explota trata de recuperar esa tradición, aunque sus resultados de taquilla no auguran precisamente un renacimiento. Lo curioso es que este musical construido en torno a grandes éxitos de Raffaella Carrà, lejos de adaptarse al presente, dice mucho sobre cómo el cine musical ha reflejado a lo largo del tiempo los avances y retrocesos en la sociedad española, así como el papel que ha jugado en los mismos.
El personaje de Natalia Millán en Explota, explota, ídolo y mentora de la protagonista interpretada por Ingrid García-Johnsson, exhibe en su camerino el cartel de la película que inició su estrellato: La Rosa de Cádiz. Este guiño remite directamente a las películas de las grandes folclóricas: Imperio Argentina, Concha Piquer, Estrellita Castro, Juanita Reina, Sara Montiel, Lola Flores, Rocío Dúrcal o Rocío Jurado. Todas ellas contribuyeron a que el musical contase con una aceptación inédita en otros países europeos, más propia de cinematografías como la estadounidense o la india.
Son películas a las que se les achaca su estereotipación, su poca innovación o su connivencia con el franquismo. Sin embargo, no pueden aglutinarse todas en un análisis homogéneo. Las primeras reinas del cine musical español surgen de hecho durante la II República. Es en este periodo cuando se intenta fomentar un cine dirigido a las clases populares, que representase además la diversidad regional de la España republicana.
En un estudio para la Universidad de Málaga, Inmaculada Sánchez Alarcón expone cómo ya desde los años 20 se realizan en España adaptaciones cinematográficas de zarzuelas, obras de teatro de rasgos costumbristas en las que las canciones forman parte en la narración. El objetivo de la industria cinematográfica española es un espectador popular que asiste con hábito y regularidad a este tipo de representaciones en los teatros.
Uno de estos ejemplos es La verbena de la paloma (1934), de Benito Perojo, pero destacan especialmente las colaboraciones entre Imperio Argentina y el director Florián Rey: La Hermana San Sulpicio (1934), Nobleza baturra (1934) o Morena clara (1935). Esta última popularizaría el tema Échale guindas al pavo. La colaboración entre intérprete y cineasta continuaría, matrimonio y separación mediante, en la Guerra Civil y la Dictadura. No en vano, Imperio Argentina se convertiría en uno de los rostros del Régimen con películas como Carmen la de Triana (1938), libremente inspirada en la ópera de Georges Bizet. Filmada en Alemania con el beneplácito de Goebbles, máximo dirigente de la propaganda nazi, este rodaje sirvió de inspiración a Fernando Trueba para La niña de tus ojos (1998).
El franquismo se apropió así de un cine popular que le antecede, introduciendo las variaciones oportunas para amoldarlo a la nueva ideología del Estado. Una dinámica que se vislumbra a la perfección al comparar las dos visiones de Morena Clara. La dirigida por Luis Lucia en 1954, protagonizada por Lola Flores, Fernando Fernán-Gómez y Miguel Ligero (este último presente en ambas versiones), no cuenta con el contundente discurso por la integración de la etnia gitana que sí está presente en la versión de 1935.
Hombres, cupletistas y niños
El género continuó gozando de popularidad durante toda la dictadura, aunque modificándose de acuerdo a las exigencias del público. A partir de la década de los 50, empiezan a producirse algunas películas para el lucimiento de intérpretes masculinos como Antonio Molina, Luis Mariano o Manolo Escobar. No obstante, ya antes podían encontrarse destacadas actuaciones como la de Manolo Caracol en Embrujo (1947). En este largometraje de Carlos Serrano de Osma comparte protagonismo con Lola Flores. Se trata de una propuesta más arriesgada que la mayoría de sus coetáneas, que juega incluso con los elementos reales de la relación entre ambos artistas.
Ante el éxito de El último cuplé (1957), que se convierte en el estreno español más taquillero de la historia, el cine musical vira hacia un acercamiento más melodramático y menos festivo. La película de Juan de Orduña cuenta con unos ambientes cosmopolitas y una protagonista alejada del histrionismo, interpretada por Sara Montiel. Una imagen que concuerda con esa apariencia de seriedad institucional que el franquismo quiere transmitir cuando comienza a ser aceptado internacionalmente. El “cine de cuplé”, derivación de las películas de folclóricas, pasa a ocupar la hegemonía a finales de los 50 y principios de los 60. Saritísima y Marujita Díaz son sus grandes referentes.
Pero esta es también la época de otro fenómeno: el de los niños prodigio. Películas en las que se resalta la inocencia de chavales tocados por una especie de gracia divina: voz angelical, cara angelical y comportamiento algo travieso, pero con resultado angelical. Joselito, Marisol o las gemelas Pili y Mili pagan con su infancia el afán aleccionador del franquismo, que se dirige con más ahínco si cabe a los niños. No es sorprendente por tanto que Pepa Flores dejase atrás definitivamente a Marisol y decidiese retirarse de la vida pública en 1985, asqueada de todo lo relacionado con la industria.
Sin embargo, nuevas propuestas comenzaron a emerger poco después de que El pequeño ruiseñor (1956), El último cuplé (1957) o Un rayo de luz (1960) diesen cuenta de un cine musical español tan exitoso como ensimismado. Los 60 son una época de (tímida) innovación y aperturismo a todos los niveles. Junto a los años inmediatamente posteriores al fin del franquismo, este periodo es el que mejor se ajusta a la aspiración de Matilde Olarte, Catedrática de Música en la Universidad de Salamanca, en su artículo El cine musical español: bases para su estudio. Esto es, “que sea visto y analizado más allá de la bata de lunares y el clavel rojo con que muchas veces se resumen y simplifican estas producciones musicales cinematográficas made in Spain”. Un topicazo, por cierto, que no puede eludir Explota explota en su recreación del tema Hay que venir al sur. Ciertas cosas siguen sin cambiar.
Un cine diferente
Lo paradójico es que esta renovación se inicia con películas que no renuncian a la tradición española, sino que retuercen sus esquemas. En 1963, Francisco Rovira Beleta estrena Los Tarantos. Romeo y Julieta se convierten en Rafael y Juana, dos jóvenes enamorados pertenecientes a clanes gitanos enfrentados. La película supondría además el primer gran papel en el cine de Antonio Gades. Con sus colaboraciones con Rovira Beleta primero y Carlos Saura unos años más tarde, el bailarín y coreógrafo eldense fue una figura clave en un cine musical español ligado a la tradición de corte más vanguardista. Un comunista confeso, durante años pareja de Pepa Flores, comienza a traer nuevos aires al género del que tanto se valió el franquismo.
En 1967 llega la segunda colaboración entre Gades y Rovira Beleta, la primera versión cinematográfica de El amor brujo de Manuel de Falla. Al igual que Los Tarantos, consigue la nominación al Oscar a la mejor película de habla no inglesa. Coincidiendo con un periodo en el que España deja de ser la región apestada de Europa, y siendo capaz de trasladar esos aires renovados a su cine, el director catalán se convierte en el primer cineasta del país en obtener dos candidaturas en esta categoría.
Pero antes incluso de estos dos éxitos de crítica y público, una película especialmente anómala logró pasar de forma milagrosa el filtro de la censura franquista. Aunque dirigida por Luis María Delgado, Diferente (1961) es un proyecto personal del actor y bailarín argentino Alfredo Alaria. En la película se habla de homosexualidad sin tapujo alguno. En concreto, aborda el difícil equilibrio entre la vida social del protagonista y la relación con su hermano y su padre. Una problemática que ahora puede parecer sobreexplotada (sí, la película que nos reúne aquí también toca ligeramente esta cuestión), especialmente en su tendencia al tremendismo. Pero en su época era completamente innovadora, pese al ligero aperturismo institucional.
“Queda flotando la idea de la imposible reconciliación entre dos segmentos sociales tan distintos e incluso tan opuestos y queda flotando la idea de que lo que uno desea tan hondamente es algo prohibido, y lo prohibido lleva implícita consigo la necesidad de la destrucción de algo esencial y casi sagrado. En las coordenadas sociales, políticas y culturales del año 1961, fecha de la producción de esta película, las cosas eran así”, explica Lucio Blanco Mallada en el primero de una serie de artículos sobre el cine musical español publicados en la revista Área Abierta de la Universidad Complutense.
La década prodigiosa
En los 60 la juventud española se moderniza. Concha Velasco demuestra qué es ser una chica yeyé en Historias de la televisión (1965). Los números 1 comienzan a estar copados por grupos pop de chavales con greñas, ligera o pesadamente inspirados en Los Beatles: Los Bravos, Fórmula V… Estos mismos grupos protagonizan películas ligera o pesadamente inspiradas en el éxito de Los Beatles y Richard Lester ¡Qué noche la de aquel día! (1964): Los chicos con las chicas (1967), A 45 revoluciones por minuto (1969)… España cierra esta década prodigiosa ganando Eurovisión dos años consecutivos. La música y el cine son un hervidero de hormonas convenientemente reprimidas.
De repente, Iván Zulueta llega para reírse de esta enorme pantomima. En Un, dos, tres… al escondite inglés (1969) un grupo de jóvenes músicos detesta tanto la canción con la que España acudirá al festival Mundo Canal que eliminan al grupo elegido para representarnos, y a sus sucesivos sustitutos. Esta excusa sirve para que las bandas más populares del momento tengan su espacio. No obstante, sus apariciones no se quedan en el mero reclamo comercial, sino que conforman una película despojada de cualquier atadura argumental. Con ella Zulueta muestra ya su interés por la experimentación, aunque en un tono mucho más amable que el de ArrebatoArrebato (1979).
Otro conocido rostro de Un, dos, tres… al escondite inglés es el de José María Íñigo, que interpreta un curioso doble papel. Pero más sintomático de ese algo que comenzaba a moverse es la conjunción de nombres que orbitan en torno a la película: Antonio Drove como uno de los protagonistas, Jaime Chávarri como coautor del guion o José Luis Borau firmando como director. Zulueta abandonó la Escuela Oficial de Cinematografía antes de obtener el carné del sindicato, imprescindible para dirigir de forma oficial durante el franquismo, aunque eso no le impidió dirigir el psicodélico espacio Último grito en TVE. Borau, su profesor de guion en la EOC y admirador del programa, le hizo el favor de ceder su nombre en los créditos.
Todos ellos forman parte de un ecosistema humano que renovará el cine español: “La planificación, el montaje, el movimiento y el ritmo, van a manifestarse de un modo muy diferente al de un cine todavía en buena parte lastrado por el de las décadas precedentes y agotado en sus propuestas lingüísticas y estéticas”, señala Blanco Mallada. Además, se trataba de jóvenes concienciados que reclamaban un profundo cambio social, económico y político. Sus roces ideológicos con la EOC acabaron desembocando de hecho en el cierre de la escuela.
La aparición de este cine más rompedor no significa que desapareciesen propuestas acordes a lo que se venía haciendo anteriormente. Marujita Díaz o Manolo Escobar continúan encadenando éxitos. En 1965 Juan de Orduña realiza incluso una nueva versión de Nobleza baturra. Pero la innovación estaba ahí: durante la segunda mitad de los 60 floreció un cine imaginativo y vital que abandonaba la autarquía cinematográfica y acercaba España a los países donde la juventud existía con pleno derecho, sin ser sospechosos por el hecho de ser jóvenes.
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Explota explota se ambienta en cambio en la España de comienzos de los 70, una etapa repleta de contradicciones sobre las que luego se asentó una democracia que nunca cortó todos sus lazos con la dictadura. La película, como la Transición, se desarrolla y se resuelve sin cuestionar los cimientos del franquismo. El periodo que le sirve de ambientación se corresponde con unos años marcadamente reaccionarios. A finales de la década anterior, un ejecutivo más aperturista es cesado, y le sucede un gobierno controlado por figuras vinculadas al Opus Dei. Blanco Mallada señala las consecuencias de estos cambios: “Los años 70 empiezan con una serie de productos que parecen hechos para volver a la visión real del país, de su sociedad, de su régimen político, de su desertitud cultural, de su aislamiento con respecto al resto del mundo”.
Si una parte del cine musical de la segunda mitad de los 60 hacía prever unas transformaciones inminentes, las películas que le siguieron anticipaban el inmovilismo y el desengaño en que resultaron. Nuevas adaptaciones de zarzuelas como El caserío (1972), las primeras incursiones de Mariano Ozores en el género y vehículos de lucimiento para artistas del momento (Serrat, Peret o Karina) marcan la pobre cosecha de la primera mitad del decenio.
Una película encuentra, sin embargo, nuevas vías de exploración mediante la resignificación de ciertas imágenes y canciones: el documental de Basilio Martín Patino Canciones para después de una guerra (1971). Explota explota ilustra de un modo diametralmente opuesto el poder de estas resignificaciones a través de lo popular. Transmite una imagen de libertad ya conquistada, cedida incluso por el poder franquista. Con ello fomenta una amenaza plenamente vigente: el olvido de nuestro propio pasado.