García Márquez y los periodistas tímidos

Miguel Ángel del Arco

En 1991 estaba en la cima de su fama y de su creatividad. No podía dar un paso sin que se produjera un tumulto, igual en París que en su pueblo, en Barcelona que en México, como los Rolling. Al cine iba en sesiones privadas, imposible salir de incógnito. Le llovían las invitaciones, los agasajos, los lectores lo rodeaban en busca de un autógrafo y él aprendía a decir que no. De algo le valía el caparazón de su timidez pero no era suficiente así que vivía protegido. Había escrito una de las novelas más leídas en lengua española, Cien años de soledad, después de El coronel no tiene quien le escriba y tras ella El otoño del patriarca, y después otro escándalo de ventas y de lectores, Crónica de una muerte anunciada. Por todo eso le dieron el Nobel de Literatura y ya fue como si Colombia hubiera ganado el mundial de fútbol, una locura colectiva protagonizada por el hijo mayor del radiotelegrafista y boticario de Aracataca, pequeño pueblo bananero del departamento de Magdalena.

Después vendría otro best seller incluso en EEUU, El amor en los tiempos del cólera, y en aquellos inicios de 1991 acababa de publicar otra novela atrevida y controvertida, El general en su laberinto, una personal biografía de Simón Bolivar. Gabriel García Márquez era una celebridad inalcanzable, cuya entrevista era un desafío para cualquier periodista. Un reto y un sueño imposible, así que logré el número de teléfono de su casa en la capital mexicana y lo marqué. La sorpresa, y la dicha, fue que aceptó. El lunes a las once de la mañana en la calle Fuego, en el Pedregal de San Ángel.

Abrió la cancela su mujer, Mercedes, y él esperaba al fondo del jardín, en su despacho, serio, atildado. El primer síntoma de precaución por su parte fue colocar una grabadora junto a la mía. Dijo que era una costumbre que tenía, aunque luego explicaría la medida, la fama le había ido enseñando a tener cuidado con quien hablaba, con lo que decía, por dónde iba.

Las biografías y semblanzas ya habían pintado al primogénito del farmacéutico como alguien sabio, moreno, enjuto, parrandero, curioso, tímido, osado, observador y listo. Asentado ya en la Ciudad de México, su itinerario vital estaba lleno de ciudades por las que había pasado, en las que había vivido, en las que había escrito: Barcelona, Madrid, Bogota, La Habana, París y todas eran Macondo, el mítico lugar caribeño del niño apocado que fue, del genio que escribía para que lo quisieran y había descubierto en Las mil y una noches y en el periodismo una manera de contar.

Sentado en la mesa de su despacho, tras los cristales de sus gafas redondas, imponía pero su actitud era acogedora. Respondía a las preguntas sin prisa, accionando con las manos, entrando en detalles, dejando de buena gana que se le repreguntara, y confiando secretos que no parecían casar con esa prevención avisada. Por ejemplo, que era muy mal lector, “como hay tantos libros que leer, donde el libro me aburre lo dejo”. Por eso como escritor cuando escribía se acordaba de los lectores “y cuando el libro me parece en un punto aburrido, entonces sé que hay que hacer algo”.

Gabriel García Márquez y su esposa, Mercedes Barcha, en diciembre de 2010. EFE

Afirmó que nunca releía un libro suyo una vez impreso. Por pudor, por miedo. Parece que era tan obsesivo con las correcciones, tan perfeccionista que se la pasaba persiguiendo erratas, “si no me lo quitan de las manos sigo trabajando en él”. Eso era una ventaja de la fama, el derecho a exigir correcciones hasta el infinito, el que los libros fueran cosidos para que no se desarmaran. Todo escrito en el contrato. “Con El otoño del patriarca, logré que me dejaran hacer, reescribir prácticamente el libro al margen”.

Pero cuando la celebridad se volvió entrañable, el momento en que el Premio Nobel fue fue más humano, se produjo, dentro del proceso creativo, al hablar del descubrimiento de la computadora. No entendía a los colegas que no querían cambiar su vieja máquina de escribir, ni a quienes comparaban el hecho de escribir a mano con el fluir de la sangre. García Márquez afirmaba rotundo en 1991: “La verdad simple y pura: el mejor invento que se ha hecho para un escritor es la computadora. Si yo hubiera tenido una computadora hace veinte años tendría el doble de libros”. Antes del invento su método era llegar cada mañana a la máquina de escribir, escribir línea por línea, “cada una tenía que considerarla perfecta y donde cometía el error rompía el papel y copiaba lo escrito y seguía. Terminaba cansado, no de pensar, sino de la espalda, del trabajo mecánico, y además perdía el humor perdía la calma, la serenidad. La computadora logra la magia, no hay papel roto, no hay trabajo rutinario. Se vuelve verdaderamente divertido escribir, porque desaparece por competo el esfuerzo físico”.

El precio del éxito 

Y al hilo de la emoción por la computadora el gran García Márquez habló de sus pudores, de su timidez, de sus contradicciones, del precio del éxito. “Vivo en ese mundo, y navego, de los halagos, de los amigos, de los afectos, ya he dicho mil veces que escribo para que mis amigos me quieran más. No te haces la idea de lo satisfactorio que es para mí, no el éxito, sino el poder ser un escritor que hace y escribe lo que quiere y como quiere y la resonancia que tiene”. Claro la otra cara de la moneda era “lo más difícil de la fama es el manejo de la vida privada, el tiempo de mis amigos, el tiempo de mi familia”. Procuraba entonces no aparecer en público por el agotamiento que suponían los compromisos, los autógrafos y porque “no voy a exposiciones de amigos porque les jodo el show en la mayoría de los casos”. Tenía que manejarse con cuidado, de ahí las precauciones, “este empleo tan jodido que es la fama. Un empleo que dura 24 horas al día”. Y sonó como una queja incómoda cuando dijo: “Te vuelves otra persona y se pasan momentos malos, yo soy de una timidez que nadie se la puede imaginar, ni siquiera mis amigos”. Un sufrimiento cada vez que aparecía en un sitio y al momento verse rodeado de lectores y fotógrafos. Hoy puede resultar sorprendente pero el tirón popular del escritor colombiano en los años ochenta y noventa del pasado siglo superaba a la estrella del rock más perseguida.

Le pregunte si, como Machado, se consideraba en el más amplio sentido de la palabra bueno, y dijo que creía que su principal virtud era la bondad: “Yo creo que soy el hombre más bueno del mundo. Creo que nací así y me ha gustado tanto ser así que yo creo que sigo haciendo el mayor esfuerzo para seguir siéndolo”. Y añadió: “Tengo mucho pudor para otras cosas, pero para eso no”. También aquí entraron en juego algunas de sus contradicciones, que puso sobre la mesa y sobre las dos grabadoras, con ironía e intención: “El tratar mismamente de ser bueno es un esfuerzo que produce hemorragia gástrica”.

Fueron tres horas largas de conversación en las que Gabriel García Márquez repasó su obra, sus rutinas de trabajo, su manera de inspirarse, su época de periodista, las memorias que empezaba entonces a escribir, su gusto por el cine, su compromiso con el periodismo, muchas filias y algunas fobias. Incluso, en el camino abierto por la ternura de la computadora, mostró una suerte de doble personalidad a la que la responsabilidad, el destino y el empeño habrían domeñado. “Yo hubiera querido ser, para no tener tensiones, todo lo contrario de lo que soy”. Tan inaudita confesión debió provocar una cierta estupefacción que le hizo aclararse: “Mi tendencia natural hubiera sido ser un parrandero, un desordenado sin preocuparse en absoluto del mañana. Yo amanezco en Madrid en la fonda del Pato y la cierro a las cinco o seis de la mañana. Pero hubo un momento en que para ser el escritor que yo quería ser tenía que trazarme una conducta que era contraria totalmente”.

Gabriel García Márquez, firmando ejemplares de la edición especial de su obra "Cien años de soledad" en Cartagena, en 2007. EFE

Por la misma razón debió cuidar sus comidas: “me gusta comer, no veas de qué forma, pero tengo un problema que es que engordo con un gran facilidad y no me gusta ser gordo”. De ahí que se cuidara para mantener el mismo peso en los últimos veinte años, “eso significa que tengo que tener rigor con las comidas, sin dejar de ser un comilón”. Y por el mismo camino no bebía “porque la resaca me molesta para escribir. El día que decido beber tumbo a todos, y además tengo mucha práctica, de mi época de periodista. Pero no puedo beber todos los días porque engorda y porque afecta a mi trabajo”. Ahí dejó una tesis magistral sobre los excesos de la parranda, dijo que la resaca no depende tanto de la cantidad de alcohol, “ni de la clase de alcohol que bebes, sino de con quién te lo bebiste”.

De modo que el brillante genio premiado, admirado, leído, imitado, buscado, traducido, se mostraba aquella mañana soleada cercano, entrañable, trabajador, meticuloso a veces hasta la obsesión, confiado. Disciplinado, se levantaba cada mañana a las cinco y leía hasta las ocho. Leía como terapia, como ejercicio, “porque un día uno se descuida y no vuelve a leer más”. Pero aun llegó a apuntar otra razón más para entender la lectura a semejante hora en la cama: “Porque se siente uno muy solo a esa hora. De noche no ocurre eso, porque puedes trasnochar y no te sientes solo. Pero levantarte a las cinco de la mañana es muy desolador, tienes la impresión de que estás solo en el mundo”.

Una sensación de quien era el mayor representante del estallido del llamado boom latinoamericano que había conmocionado a críticos y lectores. Seguramente una soledad como la de la casa donde vivió de pequeño, la de su abuelo el coronel, donde contó los Cien años de soledad.

En esas madrugadas desoladas, de ejercicio de lecturas, es posible que apareciera la magia de las historias vividas, oídas y convertidas en libros. Porque el trabajador García Márquez, terco y disciplinado, creía en la inspiración, “Cuando un escritor encuentra la esencia de lo que esa escribiendo, logra lo que dice esa palabra tan desprestigiada, que es la inspiración. No hay felicidad mayor que la que da la inspiración. No es un soplo divino como decían los románticos, pero creo que es bastante buena la interpretación que ellos le daban”.

El más realista de los escritores

El mayor y mejor exponente del realismo mágico se consideraba el más realista de los escritores, porque su inspiración estaba cerca, vivida, testada, comprobada, sentida. Aseguró que con El general den su laberinto lo que quería escribir era el viaje por el rio Magdalena, lo que más le interesaba, que es uno de los recuerdos de su infancia. Luego la documentación le fue llevando por otros caminos pero en principio el personaje de Bolívar le "pareció al principio un simple pretexto para contar la historia del río”. Fue al viajar con su madre a Aracataca en 1952, cuando supo que debía escribir sobre aquella casa y ese pueblo donde andaban los fantasmas de su infancia, con las sombra del abuelo que le mostró el camino a Macondo. Magia y fantasía para describir la realidad. Como volver al Caribe y contar la historia de sus padres en El amor en los tiempos del cólera.

Los hechos singulares que identifican lo que pasa en el mundo, mezclando verdad, ilusión y realidad porque nunca estuvieron claros los límites, ni en esas horas de la madrugada ni en las calles, ni en las redacciones de los periódicos donde empezó. Porque lo que ha hecho el escritor tímido, el mayor de once hijos del telegrafista, es colmar de historias a sus millones de lectores. El chico listo y parrandero al que su padre intentó hacer jurista, mientras él trataba de convertirse en periodista, los ha tenido atentos, durante toda la segunda parte del siglo veinte y los inicios del veintiuno, a su manera de contemplar el mundo.

Aquella mañana de 1991 García Marquez habló de sí mismo, de sus fantasmas, de sus contradicciones, pero también aprovechó, desde su atalaya, para lanzar una amenaza a su amigo Felipe González, entonces presidente del gobierno español: “Si a los colombianos se les va a exigir visado para entrar en España, yo no volveré a pisar suelo español”. Lo cumplió hasta 2005, y solo ahora parece que se logra su anhelo.

Ya tenía escrita la parte más importe de su obra. Vendría luego, en 1996, Noticia de un secuestro, donde García Márquez hace alarde de talento y agilidad para aunar los campos que nunca ha separado, la literatura y el periodismo, su otro oficio. Después sus memorias, también con gran tirada. Y siguió escribiendo, pero menos. Su novela última, de 2004, Memoria de mis putas tristes, la historia de amor de un hombre de noventa años y una casi adolescente, no logró ni el éxito ni la entrega de sus lectores, incluso en algunos lugares causó controversia. Pero ya había vuelto los ojos al periodismo como en un viaje a los orígenes. No a ejercerlo sino a enseñarlo, a ayudar a que se profese, a buscar la excelencia, a reivindicar el oficio. Desde 1994 en que puso en marcha la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano se ha convertido en un referente. Impulsando talleres, invitando a maestros, ejerciendo él mismo el magisterio, se ha empeñado en enseñar a mirar, a buscar lo que pasa en el mundo y contarlo.

García Márquez, probándose unas gafas en un centro comercial de Ciudad de México, en 2013. EFE

Lo dejó escrito en El mejor oficio del mundo' “A los diecinueve años —siendo el peor estudiante de Derecho— empecé mi carrera como redactor de notas editoriales y fui subiendo poco a poco y con mucho trabajo por las escaleras de las diferentes secciones, hasta el máximo nivel de reportero raso”.

Esa fue su trayectoria, un reportero raso que provocaba tumultos cuando salía a la calle, un escritor que se propuso reivindicar lo que él llamaba oficio y otros profesión: “Creo, en fin, que el periodismo merece no solo una nueva gramática, sino también una nueva pedagogía y una nueva ética del oficio, y visto como lo que es sin reconocimiento oficial: un género literario mayor de edad, como la poesía, el teatro, y tantos otros”.

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El telegrafista que quería que aquel niño estudiara leyes, reconoció que la curiosidad la magia y la timidez lo llevaron a contar historias, a meterse en las redacciones. Y por ellas fue García Marquez, cargado con todas las supersticiones del mundo y alguna que se inventa él. Por ejemplo la necesidad de llevar algo amarillo, el convencimiento de que daba mala suerte el frac. Por eso se las arregló para llevar el liki liki en el acto de entrega del premio Nobel.

Aquella mañana de primavera, en el jardín de su casa mexicana se mostró espontaneo, intuitivo, organizado, confiado, generoso. Ya era un mito, una celebridad, pero se abrió para hablar de sus contradicciones, de sus manías, para mandar un mensaje al presidente del Gobierno español. Dejó de ser distante para mostrarse entrañable. El hombre preocupado por su discurso ante la academia sueca, el que medía cada palabra, se mostraba risueño y confesaba cierto afán provocador cuando decía a la prensa que los libros los escribía su mujer y los firmaba él.

Y entonces me preguntó, como buen anfitrión, que cuándo había llegado a Ciudad de México. “Seguro que el sábado”. Efectivamente, el vuelo había llegado el sábado, pero la cita con el premio Nobel era el lunes a las once de la mañana, y esperé. Él dijo: “Tú eres un periodista tímido”.

En 1991 estaba en la cima de su fama y de su creatividad. No podía dar un paso sin que se produjera un tumulto, igual en París que en su pueblo, en Barcelona que en México, como los Rolling. Al cine iba en sesiones privadas, imposible salir de incógnito. Le llovían las invitaciones, los agasajos, los lectores lo rodeaban en busca de un autógrafo y él aprendía a decir que no. De algo le valía el caparazón de su timidez pero no era suficiente así que vivía protegido. Había escrito una de las novelas más leídas en lengua española, Cien años de soledad, después de El coronel no tiene quien le escriba y tras ella El otoño del patriarca, y después otro escándalo de ventas y de lectores, Crónica de una muerte anunciada. Por todo eso le dieron el Nobel de Literatura y ya fue como si Colombia hubiera ganado el mundial de fútbol, una locura colectiva protagonizada por el hijo mayor del radiotelegrafista y boticario de Aracataca, pequeño pueblo bananero del departamento de Magdalena.

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