Cuando el dramaturgo Borja Ortiz de Gondra cumplió 50 años, alguien muy cercano a él le espetó: "No puedes seguir ocultándote detrás de los personajes, tienes que contar tu verdad de una vez". Su verdad, una que había ido disimulando en sus historias, tenía mucho que ver con su familia, con un agujero negro en su pasado, con el odio, con la expulsión de la propia identidad. Y, habiéndose criado en Algorta, pueblo-barrio de Getxo (Bizkaia), con los últimos cien años de historia del País Vasco.
Lo hizo. Así que esto lo explica cara a cara, pero también sobre el escenario de Los Gondra (una historia vasca), la obra que estrena bajo la dirección de Josep Maria Mestres el 18 de enero (hasta el 19 de febrero) en el teatro Valle-Inclan, una de las salas del Centro Dramático Nacional (CDN) en Madrid. Allí, sobre escena, se representa a sí mismo durante un rato —dos escenas de las que dice haber disfrutado como un niño—, pero sobre todo hace danzar sobre las tablas las luces y miserias que su familia arrastra desde la Tercera Guerra Carlista, allá por 1874. Gondra mira a un día de boda en 1985, una romería en 1940, una Nochebuena de 1898, los días del rito y la repetición en los que se fraguó, paso a paso, la historia de su familia. Una historia de violencia y resentimiento representada por 11 actores (María Hervás, Iker Lastra y Pepa Pedroche, entre otros) que encarnan 32 personajes. Toda una saga.
"Los vascos hemos vivido durante mucho tiempo en el silencio. Ahora la ficción nos permite hablar de lo que no somos capaces de decir en la realidad", admite el escritor. Su arqueología, que revela en cada acto unas heridas más antiguas, es en sí mismo una respuesta a aquello que no se contaba en su familia. ¿Por qué no se hablaba de la carta que recibió su hermano el día de su matrimonio? ¿Qué escondían las medias verdades sobre la riqueza que fraguó Don Alberto, patriarca familiar mítico, en Cuba? Y su esposa, ¿por qué no sale en las fotos? "Por eso Patria, [la novela] de Fernando Aramburu, por eso El comensal, [el libro] de Gabriela Ybarra", retoma, "La historia cuenta los hechos, y la ficción cuenta cómo han vivido las personas esos hechos. La ficción puede ayudarnos a entender quiénes somos. Y cómo vamos a vivir el futuro".
No es un tema común en el teatro. La mirada del otro, una obra de la compañía Proyecto 43-2, pone sobre escena desde hace dos años las vivencias de víctimas y victimarios que se acogieron a la vía Nanclares. Se han hecho resituaciones de Los justos, de Albert Camus —un grupo de terroristas discuten sobre el valor de la vida y las ideas— y algunas experiencias de teatro foro, obras compuestas para llamar al diálogo. Poco más. Los Gondra llega para comenzar a llenar un vacío, tratando de encontrar, además, las raíces del conflicto mucho más allá de las últimas tres décadas. Tratando también de encontrar una respuesta a la pregunta que se hace la sociedad vasca: ¿es posible el perdón?
Aun así, cuando recibió la oferta de Ernesto Caballero para representar la obra en el CDN, el dramaturgo tenía un miedo: "¿No estaré escribiendo un diario íntimo? ¿A quién le importa la historia de mi tatarabuelo?". Mestres disuelve sus dudas: "Él ha contado la historia de una familia cuyos dolores y conflictos coinciden con los de cualquier familia del mundo". ¿Hay más silencio en las familias vascas? "No", responde Gondra con contundencia, "Los vascos no somos diferentes de cualquier otro pueblo. En una familia catalana o china será igual: quieres que te quieran. Y las familias te ponen un precio para ese amor". El precio puede ser adherirse a una ideología, a un bando, a unos valores determinados, a una orientación sexual o a un rol de género. Incluso ser el primogénito. O quedarse en la casa familiar.
El director, desde la distancia, habla de particularidad y universalidad: defiende que esta historia que incluye carlistas, rezos en la misa del gallo, frontones y cestas, primogénitos y panteones tiene una lectura que concierne a todos los que no conocen ese folklore. "Tiene un efecto brechtiano", dice, señalando un póster del autor alemán que decora la pared de un despacho del Valle-Inclán, "la distancia que la mayoría tomamos con eso nos permite comprenderlo mejor". "Lo que he sentido en los ensayos es esa universalidad. Los actores me decían: a mi abuela, a mi tío les pasó algo parecido", añade Gondra con cierta timidez. Mestres sigue con las revelaciones: "Viendo la función ayer, con 20 personas en el público, me di cuenta de lo importante que era. A nivel teatral, porque Borja ha arriesgado mucho, y por el tema que toca".
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Los Gondra no busca ofrecer respuestas. Ni el dramaturgo ni el director las tienen. El Gondra que ha orquestado todo esto ha intentado ser justo con el padre que rechaza a su cuñada porque su apellido no es claramente vasco, con la madre que rechazó la homosexualidad de un hijo, con la parte de la familia que escribía nombres —de miembros de la familia si hacía falta— en dianas públicas, con los que delataron en la República o en la Guerra Civil, con los que mataron por un rey, con los que se fueron y regresaron, consigo mismo, que también se marchó. ¿Y cómo se consigue la justicia en teatro? "Con crítica, pero sin acritud", responde Mestres.
¿Y qué dice la familia? El escritor se toma unos segundos. "Si uno decide hacer esto, tiene que hacerlo con todas las consecuencias", contesta. El actor que hace de él —o de su yo trampeado o ficcionado, que en lugar de Borja es Bosco— se llama Francisco Ortiz, como él mismo, Francisco de Borja Ortiz de Gondra. Un día, como si fuera su propia conciencia, le soltó: : "Te has tratado como al peor. Quiérete más". "Me di cuenta de que la honestidad consiste en tener mucho cariño, mucha piedad, pero ser muy sincero", dice. La honestidad quizás haya dolido. La piedad viene de una profunda empatía: "No hay ni buenos ni malos, hay gente que trata de vivir". Siguen hablando de la posibilidad de perdonar. Quizás esa sea una forma de respuesta.
Cuando el dramaturgo Borja Ortiz de Gondra cumplió 50 años, alguien muy cercano a él le espetó: "No puedes seguir ocultándote detrás de los personajes, tienes que contar tu verdad de una vez". Su verdad, una que había ido disimulando en sus historias, tenía mucho que ver con su familia, con un agujero negro en su pasado, con el odio, con la expulsión de la propia identidad. Y, habiéndose criado en Algorta, pueblo-barrio de Getxo (Bizkaia), con los últimos cien años de historia del País Vasco.