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Impresionismo de importación

El pabellón de cristal, al fondo, trasluce el azul grisáceo, al borde de lo plomizo, de un despejado cielo de día. Más cerca se atisba el camino de grava, que abre paso entre el verdor del jardín. Pasean las mujeres con sus pomposos vestidos de encaje y sus sombreros; una, sentada, sostiene un parasol que usa para cubrir la cabeza del niño. También hay hombres, que caminan igualmente distendidos en su tiempo de asueto, enfundados en sus elegantes trajes del siglo XIX. La pincelada que los representa es suelta, casi etérea. Parece volar sobre el lienzo tocándolo apenas para posar su trazo. Los colores refulgen y, vistos de cerca, revelan su miríada de contrastes.

Tal descripción correspondería, a bote pronto, a la obra de un impresionista francés. El firmante del cuadro es sin embargo Childe Hassam, estadounidense, que realizó su Pabellón de la Horticultura, Exposición Universal Colombina de Chicago en 1893. La pieza es una de las 80 que se podrán ver hasta el 1 de febrero de 2015 en el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid, enmarcadas en la exposición Impresionismo americano. Presentada por el director de la pinacoteca, Guillermo Solana, y la comisaria del proyecto, Katherine Bourguignon, de la Fundación Terra, la muestra quiere ser, como señaló esta última, el acicate para plantearse una reflexión: ¿qué es el impresionismo?

Aunque sus orígenes se remontan a la década de los sesenta del siglo XIX, el punto de inicio oficial del impresionismo se ha marcado para la historia en el año 1872, cuando Claude Monet pintó su célebre Impresión. Sol Naciente, que dio nombre al movimiento. Desde su nacimiento en Francia, el estilo enseguida se expandió por el mundo occidental. Sus pinceladas livianas, sus estudios ópticos sobre la luz y el color y sus formas disueltas, casi volátiles, influyeron en pintores y escuelas de buena parte de Europa, aterrizando en España tardíamente de la mano de –entre otros- Joaquín Sorolla, de quien precisamente se expone una selección de sus obras producidas en EEUU en la Fundación Mapfre de Madrid. En el país americano no fue tanto que llegara el impresionismo, sino que fueron los pintores los que viajaron a Francia para después importarlo.

'El cortejo nupcial', 1892. THEODORE ROBINSON

Los pioneros en embarcar rumbo a Francia para conocer de cerca las tendencias que surgían de allí fueron John Singer Sargent y Mary Cassatt, quienes rubrican, además, dos de las firmas más conocidas del impresionismo americano. “Cassat es probablemente la única impresionista verdadera”, apuntó Bourguignon, “porque fue la única que expuso con los impresionistas”.

Hubo más estadounidenses que se interesaron por la creatividad europea, artistas que, sin saber exactamente lo que iban a encontrar, partieron en busca del arte galo.“Los americanos no fueron a Francia a aprender impresionismo, sino formas de pinturas más clásicas”, explicó la comisaria, que dijo haber trabajado durante cuatro años para levantar esta exposición, que ya ha pasado por el Museo de los impresionistas en Giverny y las National Galleries of Scotland en Edimburgo. “Solo Cassat y Sargent sabían a lo que iban, los demás se llevaron una sorpresa”.

'Dos mujeres dormidas en una barca bajo los sauces', c. 1887. JOHN SINGER SARGENT

Un grupo de estos afanosos aprendices se reunió en torno al gurú Monet, quien los acogió en su hogar y estudio al aire libre de Giverny, cerca de París, el enclave donde flotaban sus inmortales nenúfares. Allí, “trataron de comprender lo que hacía el pintor”, dijo Bourguignon, que quiso poner de relevancia un aspecto de la muestra: el de "diálogo". El que entablaron estadounidenses y franceses en aquella época, el que ha mantenido su fundación con el Thyssen, y el que generan las piezas expuestas en las salas.

Esta última cualidad queda reflejada de manera literal, dado que, junto a las pinturas de EEUU, se han colocado diversos cuadros relacionados con ellas, obra de maestros franceses. Así, por ejemplo, junto a un lienzo de Sargent en el que este representó a Monet pintando junto a un bosque, cuelga, precisamente, el óleo del bosque realizado por Monet.

Más allá de esta obra, acompañan a los impresionistas americanos piezas de Degas, de Manet o de Morisot. Y la comparación, que devuelve a la pregunta planteada por Bourguignon sobre los límites del impresionismo, saca a relucir ciertas diferencias, como la pincelada mucho menos empastada y ágil de los estadounidenses, cuyas obras tienen un nivel menor de relieve y vibración. De algún modo, los franceses sacuden y conmueven, mientras que los americanos se conforman con la moderación y la ensoñación tranquila. 

'En el parque. Un camino', c. 1889. WILLIAM MERRITT CHASE

El recorrido de la muestra presenta en su inicio pinturas de los precursores Cassat y Singer, y evoluciona con la visión de artistas más desconocidos como Theodore Robinson o John Henry Twachtman. Conceptualmente, el paseo transita por las temáticas humanas hasta las pinturas de exteriores realizadas en Giverny. También pueden verse escenas urbanas en Chicago, Nueva York y Boston, creadas a instancias del propio Monet, quien recomendó a sus inopinados discípulos abordar los paisajes que les eran propios. Hacia el final emerge otra figura de calado, la de James Whistler, un artista eminentemente esteticista que dejó poso no solo en los impresionistas, sino también en los simbolistas

Y Sorolla hizo las Américas

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'Nocturno: Azul y plata. Chelsea', 1871. JAMES WHISTLER

Guillermo Solana, el director del Thyssen, quiso subrayar, además, que su museo es uno de los pocos en Europa en cultivar el coleccionismo de arte estadounidense. El instigador no fue otro que el barón Heini Thyssen, de quien dijo “tenía pasión” por el arte de aquel país, y acumuló obras “empezando por el pop hacia atrás”, hasta el siglo XVIII. “Aquí no se conoce suficientemente bien a esos pintores”, abundó el gestor, por lo que “este es un proyecto ideal para poner en valor nuestras colecciones”.

*Crédito de la fotografía vertical: 'Eleanor', 1901. FRANK WESTON BENSON

El pabellón de cristal, al fondo, trasluce el azul grisáceo, al borde de lo plomizo, de un despejado cielo de día. Más cerca se atisba el camino de grava, que abre paso entre el verdor del jardín. Pasean las mujeres con sus pomposos vestidos de encaje y sus sombreros; una, sentada, sostiene un parasol que usa para cubrir la cabeza del niño. También hay hombres, que caminan igualmente distendidos en su tiempo de asueto, enfundados en sus elegantes trajes del siglo XIX. La pincelada que los representa es suelta, casi etérea. Parece volar sobre el lienzo tocándolo apenas para posar su trazo. Los colores refulgen y, vistos de cerca, revelan su miríada de contrastes.

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