Javier Krahe, el genio cotidiano que “no necesitaba a nadie para ser alguien”

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¿De cuántos encuentros, de cuántas memorias, de cuántos días aparentemente banales está construido un ser humano? ¿Cuántos construyeron al muy particular ser humano que fue el músico Javier Krahe? Casi seis años después de su muerte, el periodista Federico de Haro se embarca en la tarea de responder a esa pregunta en la biografía Javier Krahe. Ni feo, ni católico, ni sentimental, editada por Reservoir Books.

Si tuviera que elegir un solo elemento fundacional que hiciera exclamar eureka, el autor señala la figura del padre, Enrique Krahe, un ingeniero “de los que habían ganado la guerra” que en el barrio de Salamanca de Madrid enseñó a sus hijos lo que era la autoridad. Y también, extrañamente, lo que era el humor, a menudo teñido de negro. Lo explica una anécdota recogida por De Haro en los primeros capítulos del libro. El padre anuncia a la familia: “La buena noticia es que he comprado unos terrenos”. “¡Qué bien! ¿Y dónde están?”, preguntan ellos. “En el cementerio sacramental de San Justo, pero solo hay sitio para los cinco primeros. Esa es la mala noticia”.

Si sobre el libro planea la figura del padre, lo hace también la del maestro, el cantautor francés Georges Brassens, “quizá el primero, quizá el único” al que aceptaría Krahe. El biógrafo lo señala como espejo en el que se miró el músico madrileño, tanto en su concepción poética y humorística de la música como en sus planteamientos políticos. En su canción Le pluriel, El plural, que habla de la aversión de ser incluido en las masas, encuentra De Haro una perfecta definición de Krahe: “Yo no necesito a nadie para ser alguien”.

“Me sorprende que nadie hubiera hecho antes su biografía”, confiesa Federico de Haro por teléfono. “Un personaje tan singular, que estuvo una parte tan grande de su vida dedicada a la canción, al que Joaquín Sabina tiene entre sus maestros, que ha tenido tantos encontronazos con el poder, un personaje tan atractivo que tenía, más que seguidores, devotos... Cómo no se le ha ocurrido a nadie antes, ¡y cómo no se me ocurrió antes a mí!”. La composición del libro, que recorre en 280 páginas desde la infancia del músico hasta su muerte por un infarto en Zahara de los Atunes (Cádiz), uno de sus paraísos personales, se ha fraguado durante cuatro años a través de entrevistas con 60 personas que han generado más de 200 horas de grabación. En ella ha colaborado intensamente su familia, su mujer, Annick Bloyard, y sus hijos, Violante y Marco, pero también amigos cercanos y lejanos. Todos aquellos que, en algún momento, conocieron de cerca al artista, desde su infancia de niño respetuoso y más bien seriote, hasta su vejez, segada a los 77 años. Aunque, en palabras de Joaquín Sabina, amigo y compañero, Krahe “nunca fue viejo porque nunca fue joven”. “Todo aquel con el que he contactado ha estado encantado de compartir su amistad y sus anécdotas. Creo que esto es fruto de la admiración que suscitaba en muchos”, cuenta el biógrafo. “Sí que quiero agradecer a Annick su valentía emocional, porque ponerse a rememorar toda una vida, estando tan cercana su muerte, es algo por lo que le estoy enormemente agradecido”.

Trabajo, sexo y todo lo contrario

De Haro se enfrentaba a dos retos: por una parte, pintar un retrato del músico que estuviera compuesto por algo más que fechas y nombres; por otra, deconstruir ciertos rasgos de Krahe que se habían tratado casi como una caricatura, particularmente su relación con el sexo, muy presente en sus letras, y su poco amor por el trabajo, que él mismo convertía en un chiste frecuente. Para lo primero, recurrió a los testimonios directos, que permiten acercarse a episodios menos conocidos de su biografía, como su infancia o su relación con su hermano Jorge, clave en su vocación musical, pero que también ofrecían material para trazar lo que el biógrafo llama “la genialidad cotidiana, la genialidad del aquí y el ahora”, de Javier Krahe. Como esa escena con su hija Violante, cuando esta era una niña, que el libro narra así:

“Un día que Violante estaba dispuesta a lanzarse a sus brazos desde lo alto de una escalera, se acercó y le dijo:

—Recuerda: no te fíes ni de tu padre, ¿vale?

—¡Vale!

—Venga, ahora salta, que te cojo”.

Y la niña saltó.

Pasaporte de Javier Krahe durante su etapa canadiense. / Cortesía de las familias Bloyard y Krahe

Sobre la aversión de Krahe al trabajo, Federico de Haro pone un par de objeciones: es cierto que recaló sin demasiado éxito en una librería y un restaurante durante la etapa en la que residió en Canadá, pero también es cierto que trabajó durante largos años en la agencia de publicidad Fontán. El retrato de Ni feo, ni católico, ni sentimental dibuja a un trabajador eficiente y rápido pero sin ninguna intención de trabajar de más: al terminar sus tareas, en lugar de emprender otras se dedicaba a leerse un libro u hojear el periódico, cosa que no gustaba a muchos empleadores. Tampoco accedió a considerar su labor creativa como un oficio, para frustración de algunos compañeros, que habrían preferido algo más de profesionalidad. Pero lo cierto es que en algunas épocas de su vida llega a hacer 60 o 70 conciertos al año —lo que él llamaba “subirse al andamio”—, y que su aversión al directo y a las grabaciones mejoró sustancialmente cuando dejó de insistir en tocar la guitarra, un empeño que le provocaba verdaderos bloqueos físicos, solo aliviados por los compañeros que, en proyectos como La Mandrágora, se turnaban frente al micrófono. “Yo creo que todos tendemos a lo que él llamaba una 'vocación' de no trabajar: el trabajo viene de trepalium, que es un instrumento de tortura, lo que pasa es que estamos en un momento de sacralización absoluta del trabajo”, apunta De Haro. Frente a una ideología de la productividad, Krahe defendía el “aprovechar el tiempo en derrocharlo”.

Sobre la relación del músico con el sexo, presente en algunos de sus temas más conocidos, como No todo va a ser follar (seguramente el más popular), Eros y civilización o Sábanas de seda, dice Federico de Haro que no puede entenderse sino con una brizna de rebeldía. Y para ello recurre a la pluma de Krahe, en una de las canciones inéditas descubiertas durante el proceso de investigación, titulada, cómo no, “El obseso sexual”: “Ya ha crecido y es cantante, / y si escucháis sus canciones / encontraréis que hay bastante / sexo en sus composiciones, / porque no aplica a su vida / la educación recibida; / y es una manía suya / que el sonar de su guitarra / a la lucha contribuya / contra las hojas de parra”. El descubrimiento de los cinco temas llegó por caminos inescrutables. En su Diccionario secreto, Camilo José Cela cita un par de versos de El obseso sexual, que atribuye a J. Krahe, sacados de un artículo de la revista Triunfo titulado “Rosa y Jorge: rehabilitación de lo 'verde”. Jorge era Krahe, el hermano menor, y Rosa era León: ambos musicalizaron y tocaron las letras que Javier enviaba desde Canadá, donde residió desde 1969 hasta 1972. Aquella primera eclosión artística estuvo motivada por el descubrimiento de Georges Brassens, de quien además adaptaría algunos temas al español, como Marieta o La tormenta. En casa de Rosa León, se produce el milagro: la música conserva unas grabaciones de Jorge Krahe de cuya existencia nadie sabía. A partir de ellas, De Haro transcribe las letras de El obseso sexual, Cupido en invierno, Madrid al día, El canto de un duro y Mi bella Frankenstina, que el propio Javier Krahe creyó perdidas para siempre.

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Tras la infancia, tras los viajes a París y su estancia en Canadá, tras su boda con Annick y su relación con Jorge —de quien se alejó con el tiempo y que falleció en un accidente de tráfico en 1984, a los 30 años—, tras su vida familiar un tanto tumultuosa, Federico de Haro se interesa también por los encontronazos más célebres con el poder. Quizás el más famoso sea su Cuervo ingenuo: en 1986, Joaquín Sabina ofrece un recital en el Teatro Salamanca, que Televisión Española compra con la intención de retransmitir unos días más tarde. Allí acuden varios amigos, entre ellos Krahe, que rehace la letra de una canción ya esbozada para criticar —entre otras cosas— el cambio de postura del PSOE, que pasó de oponerse a la entrada de España en la OTAN cuando estaba en la oposición a apoyarla cuando entró en el Gobierno. “Tú mucho partido, pero / ¿es socialista, es obrero / o es español solamente?”, cantaban Krahe y Sabina, aunque su verso más doloroso e intemporal, quizás por poético, sea “Hombre blanco hablar con lengua de serpiente”. Resultado: TVE veta la canción, que no se emite por la tele, a lo que sigue una gran polémica... y la cancelación de varios contratos que el músico tenía ya firmados con ayuntamientos socialistas.

Pero después llegaría otra gran polémica, con juzgado incluido: en 2004, el programa Lo + Plus recupera uno de los cortos grabados en los setenta por el músico y su amigo José Seseña, titulado Sobre la cristofagia, en el que se dan instrucciones para hornear un crucifijo, a la manera de los programa de cocina y en un guiño a la eucaristía, en la que según el dogma de la transubstanciación, el pan y el vino se convierten de manera literal en la carne y la sangre de Cristo, que los fieles ingieren. Al poco llegó la denuncia de dos abogados del Centro Jurídico Tomás Moro, alentada por la organización ultra Hazte Oír, que le acusaban de un delito contra los sentimientos religiosos. El juicio no llegará hasta 2010 y la sentencia, hasta 2012: absuelto. Además del engorro del juicio —y de llegar a valorar exiliarse a Francia si resultaba condenado—, a Krahe le molestaba especialmente que no se respetara el título del corto, que a menudo se presentó como Cómo cocinar a un Cristo. “A nosotros nos queda el consuelo de que de allí saliera la canción 'Fuera de la grey”, dice De Haro.

Uno de los mayores desafíos biográficos ha sido tratar de definir la filiación ideológica de Krahe. En el prólogo, Julio Llamazares le llama “el juglar anarquista”, una calificación que él solo aceptó son sorna: “Soy anarquista de cinco a seis y media, que es cuando duermo la siesta”. En su estantería sí figuraban unos cuantos volúmenes dedicados al pensamiento libertario, que es en el que podría situarse también a su maestro, Georges Brassens, pero Krahe no ejerció nunca ningún tipo de militancia activa, huía de los movimientos colectivos y decía que lo suyo eran las poquedumbres. “Creo en la profunda inutilidad de todos los actos de tipo político”, llegó a decir. “Creo que lo que más lo define es el rechazo total a ser etiquetado”, dice su biógrafo. “Creo que Krahe era muy consciente de que definir es limitar, y definirse es limitarse. Eso hace que no responda a estereotipos, que no se le incluya en las grandes multitudes a las que podría ser cercano”. No es casualidad que el título, sacado de la canción Sonata de otoño, sea una triple negación: “Ni feo, ni católico, ni sentimental”. Dejó claro lo que no era. ¿Y lo que sí era? Pues todo lo demás, por supuesto.

¿De cuántos encuentros, de cuántas memorias, de cuántos días aparentemente banales está construido un ser humano? ¿Cuántos construyeron al muy particular ser humano que fue el músico Javier Krahe? Casi seis años después de su muerte, el periodista Federico de Haro se embarca en la tarea de responder a esa pregunta en la biografía Javier Krahe. Ni feo, ni católico, ni sentimental, editada por Reservoir Books.

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