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Juan Madrid ajusta cuentas con la Transición

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Juan Madrid (Málaga, 1947) no ha perdido la memoria. Ni la histórica ni esa otra personal, apenas sujeta por una red de conexiones neuronales. El escritor y periodista batalla contra la primera —acosada, opina, por "un olvido impuesto"— y también contra la segunda. Perros que duermen (Alianza) es la primera novela que publica después del derrame cerebral que sufrió en octubre y todavía le bailan algunas palabras. "No llevo bastón por chulería", bromea durante un encuentro con varios medios de comunicación para presentar el libro. Tarda poco en ponerse grave: "No he perdido la memoria del todo, pero a lo que le tengo miedo es a perder la posibilidad de escribir". 

Madrid, una de las figuras clave del desarrollo de la novela negra con sagas como la de Toni Romano, llevaba tres años trabajando en este nuevo título. Un tiempo anormalmente largo para un autor que presume de haber escrito libros en cuatro semanas. Pero esta era distinta. Perros que duermen aúna la investigación policial con un ejercicio de memoria personal. En ella, Juan Delforo (del foro, de la capital), personaje y trasunto evidente del autor, debe enfrentarse a un pasado familiar que coincide en gran medida con el de Madrid. El escritor ficticio recibe el legado de un viejo falangista al que cree no conocer. Pronto descubrirá que la vida de Dimas Prado, comisario de la dictadura, se cruza con la de su padre, Juan Delforo Farrel, oficial republicano y opositor al régimen.

La novela pretende ser la recuperación de una historia de la Guerra Civil y la Transición que considera colonizada por esos "opresores" que "se disponen a dominar otros diez mil años más", según las palabras de Bertolt Brecht que cita al inicio de la novela. Y ha querido la vida que Juan Madrid haya tenido que acercarse a ella, tras el accidente, como si no hubiera sido escrita por él mismo, sino por su personaje. El derrame le ha robado parte de los recuerdos del proceso, y el autor está "gozando de la no-escritura". Las versiones del libro se acumulan en su escritorio sin que recuerde cuál fue primero y cuál después. Sabe que, en algún momento, las 525 páginas se redujeron a 430. Y sabe que tiene miedo a escribir de nuevo por si se encontrara incapaz de hacerlo. 

El paralelismo entre personajes y personas es tan evidente que hasta al autor se le escapa un "mi padre, Delforo Farrel...". Ambos combatieron en el bando republicano y ambos pasaron por el penal del Puerto de Santa María. "Esta novela es un homenaje a mi padre", confiesa, refiriéndose ahora al real. El que renunció a ser ingeniero industrial para no jurar los principios del movimiento. El que le escudaba cuando la policía iba a buscarle a casa siendo él adolescente precoz. El que le contaba cuentos que él, a su vez, transmitió a los suyos. Y el que murió en 1970, en un accidente de coche, sin ver la muerte de Francisco Franco ni la llegada de la democracia. Es también un reconocimiento a su madre, un personaje con menos protagonismo en el libro y al que ni siquiera cambia el nombre, pero muy presente en sus palabras: "Mi madre murió en 2014, a los 98 años. No quería escribir sobre ella estando viva". 

Si Perros que duermen es un homenaje, también es un "ajuste de cuentas". "Toda novela es una especie de venganza", admite. Esta pretende dar "una visión del mundo" lejana de "la del dueño de la hacienda, el caballo y la pistola, que es también el dueño de la palabra". La Transición que dibuja, la que vivió como licenciado de Historia al que no dejaban ejercer como profesor "por carecer del certificado de buena conducta social y moral", no es una ruta ejemplar y pacífica hacia la democracia. "Esta Transición modélica costó ríos de sangre", dice en el libro por boca de Delforo, recordando los asesinatos de los abogados de Atocha, la represión policial de las manifestaciones obreras de Vitoria que dejó cinco muertos, el tiroteo de Montejurra. "Dicen que aquello fue el renacer de un país, y fue un pacto de las élites", denuncia. 

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Frente al olvido, Madrid apuesta, también en la novela, por "la memoria de la República", que considera "el mayor monumento ético del siglo XX". Una época que no aparece en la novela, sumergida ya en la Guerra Civil —y especialmente en la resistencia madrileña—, pero que se ilumina por el contraste de la represión franquista. De hecho, uno de los tres hilos narrativos se sitúa en 1946, cuando Juan Delforo padre escribe un diario desde la cárcel, en la que está apresado por "rebelión militar en grado de tentativa". Hay mucho de historia en una novela plagada de nombres de batallas y que incluye una breve bibliografía en la que se leen los nombres de Ángel Viñas, Paul Preston y Antony Beevor.

A aquella represión achaca Juan Madrid un "sufrimiento generacional que se ha pasado de padres a hijos", un "miedo" nacido de "la falta de diálogo" sobre el pasado colectivo. "Mi padre me hizo luchador y republicano, pero otros no hablaron", cuenta. No hay que precisar qué piensa de que gobierne "un partido absolutamente corrupto como no lo ha sido ningún otro". "La gente, los ciudadanos, nuestros compañeros lo aceptan", se resigna. Antes de recuperar el humor que no ha conseguido robarle el accidente: "Mi generación somos unos... Bueno, yo he sido un tarado". Seguirá ejercitando el recuerdo, releyendo quizás sus propias páginas. Porque "sin memoria no se puede escribir". 

 

Juan Madrid (Málaga, 1947) no ha perdido la memoria. Ni la histórica ni esa otra personal, apenas sujeta por una red de conexiones neuronales. El escritor y periodista batalla contra la primera —acosada, opina, por "un olvido impuesto"— y también contra la segunda. Perros que duermen (Alianza) es la primera novela que publica después del derrame cerebral que sufrió en octubre y todavía le bailan algunas palabras. "No llevo bastón por chulería", bromea durante un encuentro con varios medios de comunicación para presentar el libro. Tarda poco en ponerse grave: "No he perdido la memoria del todo, pero a lo que le tengo miedo es a perder la posibilidad de escribir". 

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