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Juan Marsé entre los vientos de la ficción

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La tristeza por la muerte de Juan Marsé (1933-2020) queda un poco paliada por la revelación de que nos ha dejado dos libros inéditos que publicará Lumen en los próximos meses. Se trata de Viaje al sur, que creíamos perdido, y de Notas para unas memorias que nunca escribiré, del que no teníamos noticia. El primero se remonta a un encargo que le hizo en 1962 Ruedo Ibérico para escribir un libro sobre Andalucía, en colaboración con Antonio Pérez (el inventor del nombre de Pijoaparte) y el fotógrafo Alberto Vidal, pero no llegó a publicarse por los problemas económicos de la editorial. En los últimos tiempos solía comentar que quería escribir un libro de relatos, sería el último, aunque desconozco a ciencia cierta si ni siquiera llegó a empezarlo.

Juan Marsé ocupa un lugar preponderante en la narrativa española de la segunda mitad del siglo XX, pues nos ha dejado un puñado de novelas excelentes: Últimas tardes con Teresa (1966), Si te dicen que caí (1973, que tuvo que publicarse en México por la censura), Un día volveré (1982), El embrujo de Shanghai (1993) y Rabos de lagartija (2000). Dos novelas cortas que se cuentan ya entre las mejores que ha dado tan esquivo género: Ronda del Guinardó (1984) y Noticias felices en aviones de papel (2014). A las que habría que sumar un gran libro de cuentos, Teniente Bravo (1987), que recoge dos narraciones inolvidables, "Historia de detectives" y la que le proporciona título al volumen, así como unos retratos literarios llenos de ironía y, a veces también, por qué no decirlo, de mala baba, un registro que no hay que dejar siempre en manos de los canallas, recogidos en Señoras y señores (1975 y 1988), entre los que aparecen dos autorretratos impagables.

Obtuvo tanto los premios importantes (el Biblioteca Breve, el Premio de la Crítica, en dos ocasiones, el Premio Europeo de Literatura, el Juan Rulfo, el Premio Nacional de Narrativa y el Cervantes), como los comerciales (Planeta y Ateneo de Sevilla), e incluso otro que podía haber sido significativo de no haberlo malbaratado los organizadores y, a veces, también los caprichos del jurado, como es el Ciudad de Barcelona. Y creo que es el único de los grandes escritores catalanes en castellano (Ana María Matute, Barral, Gil de Biedma, los Goytisolo, Esther Tusquets, Antonio Rabinad...) que ha dejado huella en la ciudad, dándole nombre a la biblioteca de su viejo barrio del Carmelo.

Tenía fama de adusto y cascarrabias, de lacónico, pero no es el Marsé que recuerdo, pues conmigo se mostraba siempre sincero, ocurrente y muy crítico con los disparates que nos deparaba la realidad, que en Cataluña siempre se servían con colmo... Dos anécdotas lo definen: no solía asistir a ningún acto literario, si bien hizo una excepción cuando apareció en la presentación de un libro de cuentos de Juan Eduardo Zúñiga, como un asistente más, pues ambos escritores se admiraban y compartían una ética y estética semejante. Y las veces en que al volver de Berlín, donde paso parte del año, cuando solía llamarlo por teléfono para saludarlo y quedar para charlar un rato, siempre me repetía: "¡Fernando, chaval, no vuelvas; este es un lugar de locos! ¡Si yo fuera más joven me iría!".

Como hombre apasionado que era tenía sus filias y fobias. Entre las primeras estaba Paulina Crusat, Gil de Biedma, Carlos Barral, Juan García Hortelano, Manuel Vázquez Montalbán, Ana María Moix, y por lo insólito, siendo director de cine español, Víctor Erice. Y entre sus fobias más relevantes aparecían Baltasar Porcel (a quien menospreciaba por su apego al poder y su afán de medro), Castellet, Juan y Luis Goytisolo, los comisarios políticos nacionalistas (a lo Francesc Vallverdú), Sánchez Dragó (a quien llamaba "el monito dicharachero"), Lluís Llach (de quien solía decir que tenía voz de cabra enamorada), los señoritos y los que se las daban de intelectuales. Quizás uno de sus últimos actos sociales fuera la asistencia, los domingos, a una tertulia con Joan de Sagarra, Vila-Matas y otros, que con el tiempo fue cambiando de local.

Gran lector (entre sus escritores preferidos se encontraban Cervantes, Galdós, Clarín, Valle-Inclán, Pío Baroja, y entre los extranjeros Dickens, Tolstoi, Stevenson, Joseph Roth, Nabokov y Onetti, ¡a ver quién iguala o mejora la selección!), autodidacta y profundo conocedor de la cultura popular que supo integrar como pocos en sus narraciones (las canciones, los tebeos, las fiestas de barrio), sobre todo del cine, el acicate ideal para sus sueños, destaca el gran cuidado que ponía en la escritura, aprovechando alguna de las reediciones de sus libros para pulirlos, pues comentaba que disfrutaba corrigiendo, intentando mejorar la prosa. Nunca le gustaron las teorías, pero supo muy bien —y cómo— construir una narración amena, emocionante y trascendente. En sus libros nos encontramos con la Historia y la vida cotidiana, la casa familiar y el barrio, las viejas salas de cine, los marginados, los entrañables majaretas y los poderosos, la burla y el cuestionamiento de los mitos de la España eterna, de los vencedores en la guerra, que en diversas ocasiones representó también como perdedores.

Cuestionó con sus narraciones la estética —digámoslo así, para entendernos— del realismo social, no creyó en la llamada literatura charnega que hoy intentan reivindicar como cultura (¡un viejo disparate alentado por nuevos oportunistas!), y no siguió nunca moda alguna, pues ya cultivaba lo que ahora llaman tanto autoficción como narrativa de la memoria histórica, sin pensar que eso le diera un plus de autenticidad y calidad, y de cuyos cultivadores se burlaba, pero contó siempre con el apoyo de los lectores, los editores y los mejores críticos, y con el incondicional de su agente, Carmen Balcells, una especie de tercera madre. Una noche, volviendo de Jerez, donde habíamos mantenido una conversación pública en la Fundación Caballero Bonald, nos esperaba el taxista de la Balcells en el aeropuerto de Barcelona, para hacerle lo más cómodo posible el regreso a casa.

Juan Marsé boxeó siempre en su peso, muy consciente de cuáles eran sus virtudes como narrador, haciendo lo que mejor sabía, transformar las aventis en gran literatura. Podría añadirse que se pasó la vida disfrazándose, y así pudo ser Mastroianni, con quien le encontraba parecido la escritora Helena Valentí, Pijoaparte y los jóvenes Ringo y Bruno, Juanito Marés y Juan Faneca Roca.... Marsé fue todos ellos, y al fin y a la postre un grandísimo narrador y un tipo sincero y valiente en sus declaraciones públicas, pues se enfrentó a los malos directores de cine, a los mecanismos de los premios fraudulentos, a los políticos de la derecha rancia española y a los insolidarios, intolerantes y racistas que han gobernado Cataluña en las últimas décadas, de Pujol a Torra, pasando por el fugado Puigdemont, tres mamarrachos, por repetir el calificativo que les daba Marsé.

Amigos y familiares de Juan Marsé dan un último adiós al escritor en un funeral íntimo en Barcelona

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Echaremos de menos sus libros, y creo que los que tuvieron la suerte de tratarlo tampoco lo olvidarán. Ojalá haya encontrado en el más allá esas verdades verdaderasverdades verdaderas que buscó, aun sabiendo que lo más probable sea que no existan.

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Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona.

La tristeza por la muerte de Juan Marsé (1933-2020) queda un poco paliada por la revelación de que nos ha dejado dos libros inéditos que publicará Lumen en los próximos meses. Se trata de Viaje al sur, que creíamos perdido, y de Notas para unas memorias que nunca escribiré, del que no teníamos noticia. El primero se remonta a un encargo que le hizo en 1962 Ruedo Ibérico para escribir un libro sobre Andalucía, en colaboración con Antonio Pérez (el inventor del nombre de Pijoaparte) y el fotógrafo Alberto Vidal, pero no llegó a publicarse por los problemas económicos de la editorial. En los últimos tiempos solía comentar que quería escribir un libro de relatos, sería el último, aunque desconozco a ciencia cierta si ni siquiera llegó a empezarlo.

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