Los diablos azules
20 años de novios
Cuando El novio del mundo se publicó en 1998, su autor, Felipe Benítez Reyes (Rota, Cádiz, 1960), recibió varias cartas de Walter Arias. Nada fuera de lo normal, recibir cartas, si no fuera porque iban firmadas con el nombre de su protagonista y le reprochaban haber contado su vida sin su autorización. "Walter es un personaje que algunos lectores han convertido casi en una persona. Hay veces en que incluso yo mismo lo pienso como alguien de carne y hueso, como una especie de pariente lejano y un poco majareta", confiesa el novelista. En homenaje a él, y como celebración de un título transformado en libro de culto, la Fundación José Manuel Lara lo reedita para que vuelva a las librerías el próximo 16 de enero.
Un día antes, el lunes 15, el autor se encontrará con los lectores en una presentación en la librería Rafael Alberti (Madrid), junto al poeta y periodista Antonio Lucas. Allí tendrá que responder a cuestiones como por qué recuperar El novio del mundo ahora, más de una decena de libros más tarde. "Cuando se me planteó la posibilidad de esta reedición, sentí inquietud. Releí la novela con miedo, sin saber qué iba a encontrarme tantos años después", admite. "¿Me gustó en esa relectura? Bueno, creo que a ningún escritor le gustan del todo sus libros, y mejor así, porque esa insatisfacción es el mejor estímulo para seguir escribiendo. No es una cuestión de gusto o de decepción lo que te guía, sino más bien una cuestión de funcionamiento". Y el mecanismo seguía marchando como un reloj.
Carlos Marzal no duda en calificarla como "una de las mejores novelas españolas de finales del siglo XX", opinión que secunda Carlos Pardo. Y Juan Bonilla va un poco más allá: "Una de las pocas grandes novelas que ha producido la narrativa española en los últimos 30 años". Antes de que vuelva a los lectores, reproducimos parte del nuevo epílogo que ahora acompaña a Walter.
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Felipe Benítez Reyes en 1998, cuando se publicó 'El novio del mundo'.
"(…) Empecé a escribir esta novela en mayo de 1996 y le puse el punto final en julio del año siguiente. Recuerdo su proceso de escritura como un trance un tanto febril, con sentadas diarias de hasta catorce horas, algo que hoy no sólo me parece impensable, sino también imprudente, tanto en aspectos puramente literarios como en cuestiones de salubridad.
(…) Imagino que casi por las mismas razones por las que algunos lectores sintieron simpatía por este personaje, otros sintieron en cambio aversión, y me parece comprensible. No estamos ante la vida ejemplar de un santo ni siquiera laico, que es lo menos que se oferta en santos, sino ante el informe en crudo de las oscilaciones de los pensamientos más íntimos –y por tanto más desprejuiciados- de un individuo que no renuncia al ejercicio de la brutalidad física ni de la crueldad psicológica, a pesar de sus contrapesos de fragilidad y de ternura… o al menos esa es la percepción que he tenido en esta relectura tan postergada, aunque a estas alturas mi opinión vale tanto y tan poco como la de cualquiera: los libros que escribimos, al releerlos, los reinterpretamos desde un ángulo oblicuo al ángulo desde el que fueron ideados y resueltos.
(…) Se trataba de construir un personaje a través de un pensamiento anómalo —valga la redundancia, como sin duda apostillaría el propio Walter— y a partir de un enfoque que oscilase entre la lucidez y el disparate, entre el razonamiento y el desvarío. Para dar un poco de coherencia a ese mixtifori, pretendí la conciliación del humor con el horror, de la broma con el espanto. No consideré tan importantes las peripecias como la interpretación que el personaje aplicara a tales peripecias: centrar la acción esencial en la glosa de las acciones circunstanciales. (Y me acuerdo de aquella apreciación de Epicteto que Laurence Sterne puso al frente de su Tristram Shandy: 'Lo que turba a los hombres no son las cosas en sí, sino las opiniones sobre tales cosas'.)"