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‘Los allanadores’, de Carlos Pardo

José Andújar Almansa

Los allanadoresCarlos PardoPre-TextosValencia2015

Seamus Heaney se refirió en cierta ocasión a la obra de Joseph Brodsky como "poesía de alto octanaje". Pretendía sugerir que hay autores capaces de propulsar la escritura de un poema hacia el lugar que solo ellos se proponen, siempre un poco más lejos. Ese resulta también el caso de Carlos Pardo. Al intrínseco valor literario de Los allanadores (2015), su último título publicado, hay que añadir el riesgo y la ambición, no solo para ir más allá dentro de una trayectoria reconocible desde el principio por su exigencia, sino para poder hacerlo en direcciones diversas, se diría que a veces estudiadamente contrapuntísticas. Así, las tonalidades de este libro oscilan del individuo a la comunidad; de las reflexiones artísticas a las pláticas de familia; de las fulguraciones líricas a los deliberados injertos prosaicos; del Sturm und drang a los abismos de apatía de la convivencia en pareja; de la melodía a las fugas discursivas, o lo que es lo mismo en este último caso, de una sintaxis del verso a otra sintaxis del verso. La poesía de Carlos Pardo opera con su propia versión de la teoría del caos, eso que en la sección central de Los allanadores se denomina "Los armónicos": "Para que una experiencia esté completa / un imprevisto / agente secundario / añade su ingrediente / disonante, pensé, / disonante tan solo en apariencia, / porque eso es un armónico".

La primera y más significativa disonancia que hallamos en Los allanadores es la de la voz poética: antes que una voz que se dice, es una voz que se escucha, lo que supone sortear ya esa primera red de ingenuidades. Conviene tener en cuenta que el autor regresa al género tras dos exitosas experiencias narrativas, Vida de Pablo (2011) y El viaje a pie de Johann Sebastian (2014), cuyo acierto estético se debe en parte a un planteamiento atractivo, diferenciador y hasta radical de lo subjetivo. Más que con la autoficción o el personaje, Carlos Pardo coquetea allí con lo autobiográfico, aunque partiendo de una premisa: es la vida quien imita a la autobiografía. Los allanadores, que mantiene evidentes conexiones con la segunda de las novelas al mostrarse coincidente o recurrente en poemas como "El hombre indivisible", "Basura" o "Judee Sill", nos recuerda que la poesía no reproduce exactamente la realidad, es una construcción de la vida y la biografía sobre el papel o la pantalla del ordenador. El sujeto moderno resulta ese "experto en fugas" que decía Gottfried Benn, por eso cobra especial relieve cuando falla el contrato social, y necesita de igual modo hacerse presente ante la fractura de las relaciones semánticas. Si existe un pacto poético de las correspondencias, Los allanadores muestra la analogía entre el yo y las cosas, entre el yo y los otros: lo otro.

No debe extrañar, por tanto, la preocupación, el interrogante, que se aprecia en estas páginas en torno a algunas cuestiones sociales o los alrededores de la política. Además del espléndido "Mis problemas con el judaísmo", donde se rememoran los acontecimientos del 15-M, nos encontramos con textos como "Trabajadores en el autobús", exponente de una reflexión que no se deposita en la superficie de la protesta, pues la historia o la época hablan siempre en voz alta, sino que indaga en resortes de mayor complejidad, observaciones que transitan entre la explotación laboral y "la emotividad / del ocio", las dos caras alienadas de una misma moneda circulante. A la apilada humanidad de setenta pasajeros camino de su jornada de trabajo en un amanecer irreal —visualizada por el poeta como "el instante previo a la hornada del alba"—, sucede la escena de un domingo, cuyo "uniforme / menos premeditado" no rescata, sin embargo, de ese algo "fascinante y burdo" que hay "en mantenerse a flote". Lo que llama en otro sitio "un complejo mitológico / domesticado". Caer en la normalidad.

Uno se mantiene a flote por medio de esas "cáscaras, pensamientos, / costumbres" que componen nuestra cotidianeidad y hace ostensible el poema "Basura", otro texto que reclama ser leído desde varios ángulos. La basura es la plusvalía de nuestro consumismo, constituye por tanto un rastro primigenio de civilización. Del mismo modo que la poesía se desliza sobre el filo oxidado de los clichés, el habla instrumentalizada, los estilos postergados, para expresar el espíritu de una manera rítmica. ¿Hay ironía en todo esto? La hay. Porque se trata de un rasgo caracterizador de la lírica de Carlos Pardo, quien no duda en tributar un íntimo e irónico homenaje a uno de sus maestros en ese inaprensible arte de equilibrismo: "Laforgue en Benidorm". Ironía no consistente en negar lo que se afirma, ni en disfrutar "pervirtiendo la belleza", sino como una forma de relacionarse con la propia vida, con el arte. Incluso para situarla al lado mismo de un fervor con que sabotearse mutuamente, según ocurre en "Lejía", la composición amorosa que sin duda prefiero del libro, y que hace pensar en aquellas consideraciones de Roland Barthes sobre el amor como "lo intratable" y el discurso de "una extrema soledad".

La ironía es un verbo, dice una poeta que no dejo de leer, la canadiense Anne Carson, cuya deliberada indeterminación a la hora de deslizarse a través del ensayo, la poesía y la prosa recuerda los intentos de Carlos Pardo por hacer algo semejante ("El poema es un frankenstein / cosido a una caducidad sublime"). Y ahí están, ignorando las rutinarias aduanas fronterizas, ejemplos como "Una novela no escrita" y, sobre todo, "Mis problemas con el judaísmo", que vuelvo a citar por considerarlo un texto de absoluta referencia dentro de la poesía escrita en español en los últimos años.

Hay algo que conviene dejar claro. Los poetas como Carlos Pardo no están de vuelta de lo poético. O sí. Pero no consienten en resultar epigonales, ni exhiben un pensamiento literariamente débil. No rehúsan la palabra, pese a que la sepan "síntoma de una enfermedad" ("Poetas en la grabadora") cuya alegoría más exacta fue Babel. Tampoco esquivan la tradición, sino que la desplazan como a placas tectónicas para producir con ello perceptibles sacudidas sísmicas. El desencanto incuba inéditas posibilidades, un punto de partida que induce a levantar nuevos escenarios, aunque sea con vistas a mitológicas ruinas. O dicho de otro modo: no conviene pasar de la efervescencia romántica a dudar permanentemente de las sombras, ateridos de frío en la caverna semiológica. Tal vez por todo esto me parece Los allanadores un libro verdaderamente necesario para la poesía de ahora mismo. Pone de manifiesto que en el centro mismo de la escritura hay un cuestionamiento de la escritura (al igual que de la propia biografía que la impulsa). Da pistas sobre la tarea del poeta, que comienza con la reflexión sobre lo clausurado por el lenguaje.

¿Se plantea el lenguaje enigmas de la realidad? En verdad nada hay más enigmático que el lenguaje. Nada más invasor a su vez, como nos recuerda el título Los allanadores: colonizamos el mundo, allanamos la morada de las cosas mediante la palabra. La poesía sabe utilizar sus recursos, añade perspectiva, deja su huella sobre la realidad para que pueda prender la imagen. Por ejemplo, el tipo de imágenes antropomórficas sobre las que ironiza Pardo en una página del libro y que, sin embargo, resultan deslumbrantes en muchos otros momentos: ese sol (tan de Apollinaire) "evidente medusa / decapitada"; "el reflejo de una cristalera con nubes, bypass del cielo"; o bien unas amapolas:

"Desde tu casa se ve un campo de mapolas.

Por la tarde, cuando el sol está bajo, las

amapolas

son menos interrogativas.

Parece el fin del mundo o el principio del verano".

Si algo de esto produce extrañeza, el lector no debe achacarlo a una voluntad de resultar hermético, adjetivo —paradójicamente simplista— que ha acompañado al autor con cierta frecuencia, a modo de comodín crítico. No se trata de dirimir entre la claridad o la oscuridad expresiva, sino de recoger con otra mirada la búsqueda de nuevas posibilidades de alusión. Quizás ningún poeta llega a estar completamente seguro de las líneas que delimitan lo objetivo de lo subjetivo, lo visible de lo invisible o menos visible, pero intuye que todo aquello reclama una coartada recíproca en la ejecución del poema. Recuerdo cómo afrontaba dicha controversia Montale, un integrante del hermetismo italiano que se sintió siempre incómodo ante ese tipo de etiquetas. A los dictámenes de oscurecimiento o excesiva subjetividad solía responder que "la impureza echada por la puerta suele volver a entrar por la ventana". Montale, como Carlos Pardo, mantenía una teoría de los armónicos.

Los allanadores se publica en la editorial Pre-Textos, sello que, con esmero y acierto, ha venido apostando desde un principio por los nombres más interesantes del grupo generacional en que podría situarse a Carlos Pardo, uno de los imprescindibles, sin duda. Supongo que el enunciado "situar generacionalmente", algo que suena como una red para cazar mariposas, suscita hoy demasiados recelos epistemológicos (comenzando por los que pondría sobre la mesa el propio Carlos Pardo). No es desde luego mi intención hacer un discurso del método, que no ha tenido más utilidad que parcelar, o incluso fragmentar, la poesía dentro del propio idioma. Aunque al fin y al cabo, ¿qué es una generación poética, sino un conjunto de disonancias? Pues eso.

*José Andújar es profesor de Literatura.José Andújar

Los allanadoresCarlos PardoPre-TextosValencia2015

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