Almudena Grandes ante el falso sueño de un mundo feliz

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Todo va a mejorar

Almudena Grandes

Tusquets (Barcelona, 2022)

 

Por más que uno lo pretenda, me temo que esta no puede ser una crítica como otras, pero quiero empezar diciendo que la novela me ha interesado mucho, pues al saber que ya no volveremos a tener nuevos libros de ficción de la autora, la emoción se sobrepone a cualquier otro sentimiento, aunque sé que a los lectores de una reseña no tendrían necesariamente que importarles estos sentimientos del crítico, ni este debería tenerlos en cuenta tampoco. Pero así son las cosas.

Como saben, estamos ante una novela que ha aparecido tras la muerte de su autora, sin que pudiera acabarla. Dejó sin escribir el último capítulo, el séptimo, aunque le dio instrucciones precisas a Luis García Montero para que lo concluyera según ella lo había pensado y hubiera querido que fuera. La Nota final (páginas 483—490) de éste no tiene desperdicio, pues nos cuenta cómo trabajaba Almudena Grandes, su dedicación a esta última obra y el modo en que fue progresando la trama, además de las indicaciones que le dio a su pareja para que concluyera el libro. Asimismo, reproduce el artículo con que Almudena se despidió de los lectores de El País Semanal, donde llevaba muchos años colaborando. Allí se hace presente también el respeto que sintió siempre por sus lectores, pues con su confianza —como le gustaba repetir— le concedían la libertad para poder escribir lo que quisiera.     

Sabemos que la novela surgió en el 2020, tras la aparición de la pandemia. Un poco antes había publicado La madre de Frankenstein (2020). A la vista de la crisis sanitaria y política que se hizo patente con el coronavirus, decidió interrumpir el ambicioso proyecto narrativo en que se hallaba inmersa, los denominados Episodios de una guerra interminable, de los que solo faltaba la sexta y última entrega, titulada Mariano en el Bidasoa, para darle prioridad a esta reflexión, valiéndose —como casi siempre había hecho— del género novela, que era en el que más cómoda se sentía. No en vano, un parón existencial de ese calibre invitaba a pensar cómo podría ser nuestro futuro inmediato, de qué manera reaccionaría la gente tras la pandemia y el consiguiente confinamiento que empezó en marzo del 2020.

Todo va a mejorar, título optimista, como era la autora, es una novela distópica, un —digamos— subgénero que también había tentado a José María Merino y Rosa Montero, por citar a otros narradores que no lo cultivan de manera habitual. Recuérdese que los escritores y cineastas llevan décadas especulando sobre el futuro que nos espera (así, por ejemplo, Rebelión en la granja o 1984, de George Orwell, publicadas en 1945 y 1949; o El cuento de la criada, aparecido en 1985, de Margaret Atwood, obra que adquirió una gran popularidad al convertirse en serie de televisión, que fue estrenada en el 2017), centrándose sobre todo en la posible deriva política de nuestras democracias y los consiguientes peligros que ello acarrea para la libertad, en las consecuencias de las innovaciones tecnológicas, o en cómo sería la vida en una sociedad deshumanizada. Quizá la distopía sea una de las mejores maneras de reflexionar literariamente sobre el futuro, al calor del pasado y el presente cercanos.

La novela está narrada en tercera persona, oxigenada por los diálogos que mantienen los personajes. La acción transcurre en un futuro inmediato, digamos que en la próxima década. Se trata de una novela coral, con 70 personajes (en el útil recuento final de los dramatis personae, echo de menos a Borja Álvarez, a quien se alude en las páginas 20, 21, 24 y 468), puestos al servicio de la historia, si bien en el desenlace adquiere especial protagonismo el policía Rodrigo Sosa. El caso es que una nueva organización que pretendía desbordar los partidos políticos tradicionales, el populista Movimiento Ciudadanos ¡Soluciones Ya!, ideado por un empresario de éxito, un nuevo rico de ideología neoliberal, apodado el Gran Capitán, arrasa en las elecciones y pone en marcha —con el auxilio de hackers (mejor, piratas informáticos), virólogos, biotecnólogos y eso que llamamos con lengua de madera politicólogos— toda una serie de ideas y ambiciosos proyectos para arreglar el país que, según ellos, anda a la deriva y debe gobernarse como una gran empresa capitalista, con el objetivo de crear un mundo feliz, pues el nuevo líder está convencido de que el capitalismo, según hoy lo conocemos, se ha acabado y nada será ya como antes.

El resultado, así suele ocurrir en estos casos, es la represión y el miedo, la falta de libertad, la mentira y el consumo programado en los Centros Comerciales Virtuales. En suma, el abuso de poder, sin que falten los oportunos asesinatos. Todo ello se concreta en la Tercera y Cuarta Pandemia provocadas, con la desconexión de Internet, mediante lo que denominan el Gran Apagón; la desaparición de la prensa independiente; el fin de la Unión Europea y de las grandes empresas españolas; también de la Universidad tradicional; el confinamiento de los disidentes a pueblos de la España vaciada o creando un Cuerpo Nacional de Vigilantes, en el que no faltan los gorilas de discoteca, tras disolverse los cuerpos de seguridad del Estado. En suma, un nuevo tipo de existencia en donde los individuos quedan sometidos a los arbitrarios designios del poder. 

Quiero detenerme en unos pocos aspectos de la novela que me han parecido significativos. Así, por ejemplo, en el papel que desempeñan los trabajadores, las sirvientas hispanoamericanas, como Yénifer, Cristal y Altagracia (obsérvese cómo el narrador cuando se refiere a ellas adopta el castellano propio de sus países de origen), víctimas en diversos grados de los abusos de los poderosos, con la complicidad, en un caso, de la chivata Olga (páginas 277, 301 y 324), una emigrante polaca. O bien, ese simpático y valiente dúo compuesto por el rumano Juanito (página 221) y su amigo Juan, autores de pintadas subversivas (página 367) y colaboradores y cómplices del pastelero Duarte. No menos interesante resulta la actuación de algunos disidentes españoles en el Sahara, donde se refugian como exiliados, en un episodio que me parece que tiene algo de reparación con la vergonzosa política del actual gobierno español en ese territorio. De hecho, en la trama, Almudena Grandes se da el gusto de cumplir con lo que podemos entender como un sueño de liberación para los saharauis (páginas 383—391). Y en otro orden de cosas muy distinto, no tienen desperdicio las páginas que dedica a las repercusiones que el nuevo régimen tiene sobre la industria editorial (página 221).

En mi opinión, la novela peca de prolija, pero está perfectamente estructurada (se compone de dos extensos capítulos, el segundo y el cuarto, mientras que el resto resultan mucho más breves) y bien trabada, aunque en el capítulo séptimo, el escrito por García Montero, la acción se precipite —me temo que de forma inevitable— y varíe levemente, pues no solo hay capítulos y subcapítulos como en el resto, sino también una tercera partición (véase, por ejemplo, la página 459), que no se daba en los capítulos anteriores. El caso es que creo que Almudena Grandes podría haber contado la misma historia, y planteado las mismas cuestiones, de forma más sintética, sin tantos detalles, de modo que el efecto sobre la conciencia del lector hubiera sido mayor, más efectivo, que es de lo que me parece que se trataba. Pero la autora opta por componer cada personaje con minuciosidad, le proporciona una cierta vida, una lógica. E impresiona la mucha y muy plausible información que debe de haber manejado sobre los diversos aspectos que adquieren cierto protagonismo en la narración, algo imprescindible para que este tipo de relatos funcione, para que resulte creíble.

Esta novela demuestra que la autora conocía muy bien los mecanismos que activan en nuestra conducta el miedo, las nuevas tecnologías y el lenguaje (se pone de manifiesto la estupidez del lenguaje a la moda del día, la lengua de madera, los discursos vacíos, cada vez más frecuentes en la derecha, y a veces también en la izquierda, en políticos, periodistas e incluso —y esto es casi lo más grave— entre los propios escritores), junto con la predisposición de ciertos políticos y empresarios para saltarse las normas del sistema, la legalidad establecida, y de no pocos particulares para colaborar con el poder arbitrario o mirar hacia otro lado.

Ante un caso como el que nos ocupa, resultará difícil que no nos planteemos alguna que otra pregunta; así, por ejemplo: ¿hizo bien la autora dejando la continuación de sus Episodios…, para escribir esta novela? Si tenemos en cuenta que cuando se puso a escribirla no sabía que la enfermedad y luego la muerte la rondaba, que traía prisa, hay que decir que sí. Pero de haberlo sabido, quizás hubiera preferido cerrar la serie, y que sus deberes de novelista prevalecieran sobre los de ciudadana, en el supuesto de que uno y otro pudieran desligarse, que seguramente no. En fin, todo esto son meras conjeturas, quizá con escaso fundamento. Creo que Luis García Montero, que cumple con su difícil cometido de la mejor manera posible, debe ser el único capaz de responder a estos enigmas.

Hay momentos en la Historia en que es necesario echarse al monte, por utilizar la expresión en el mismo sentido en que se utiliza en la novela, según ocurrió durante la Guerra Civil española, tras el golpe de estado militar, o ahora en Ucrania, ante la agresión rusa. En el caso de Todo va a mejorar es un grupo de ciudadanos —aquellos que se atreven a prever el futuro a la vista de lo que está ocurriendo— quienes se rebelan contra la tiranía, logrando ponerla en jaque, lo que dice mucho sobre las convicciones políticas de la autora y sobre las esperanzas que tenía en la mayoría de la gente, pero sin dejar por ello de alertarla, de captar su atención sobre lo que se nos puede venir encima si no actuamos. Esos héroes anónimos serían los incrédulos e inconformistas, como Camila Alcocer, Elisa Llorente, el pastelero Enrique Duarte y su mujer Laura, la pareja formada por Paula Tascón y Jonás, entre otros. Algunos de ellos, según ocurrió en el franquismo, se nos presentan como lo hijos de aquellos que ocupan altos cargos en el poder.

Se ha dicho, creo que ha sido el editor Juan Cerezo, que esta narración podría leerse como un episodio de la historia de la democracia en España. Y me gustaría pensar que de haber vivido Almudena Grandes, hubiera tenido fuerzas para —como hizo su maestro Galdós— completar su ambiciosa serie con nuevas entregas, sobre el paso de la dictadura a la democracia, los años de la Transición, la alternancia en el poder de la derecha y el socialismo, sin olvidar el terrorismo, el egoísmo y el supremacismo de los nacionalismos periféricos, las crisis económicas, el papel de las nuevas tecnologías en la vida cotidiana, el surgimiento de unos nuevos partidos políticos y su influjo en el desarrollo de la sociedad, o las nuevas olas feministas. Todo esto es lo que quizá nos hayamos perdido. 

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P.S. Como adecuado complemento a la lectura de esta novela, y sentido homenaje a su autora, les recomiendo encarecidamente el monográfico que la revista tintaLibre le ha dedicado a Almudena Grandes.

 

Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.

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