El rincón de los lectores
Todos somos Anarcoma
Hubo un mundo de color en un tiempo blanquinegro. Nos lo cuenta Nazario en La vida cotidiana del dibujante underground (Anagrama), una autobiografía a calzón quitado, sin taparrabos ni orejeras. Desde sus primeras páginas elude la infancia, aunque no falten alusiones varias al colegio de Isla Cristina, a los juegos callejeros del Condado, entre su Castilleja del Campo natal y el Carrión materno. En cambio, en esta primera entrega de sus memorias, apenas aborda su inicial adiós a Sevilla, que reserva para un segundo volumen de recuerdos. No obstante, nos sumerge en aquellos años jóvenes de gris franquismo que viraba a kistch democrático, la contracultura de este país en el que, paradójicamente, el mayor antisistema era el propio régimen que le gobernaba, hortera y faltón, asesino y canalla.
Centrada fundamentalmente en su etapa barcelonesa, Nazario brinda un breve aperitivo andaluz, cuando entonces se reprimía la homosexualidad que hoy se normaliza incluso en el ámbito rural. La vida progre en Sevilla, por entonces, según nos cuenta Nazario Luque Vera, quedaba entre los descampados que hubo por detrás de la Cruz del Campo hasta las escalinatas del Archivo de Indias de Sevilla, donde se arracimaban melenudos y petardos, litronas y utopías, de la mano de los Smash o el Teatro Estudio Lebrijano, con la banda sonora de Fresa y Nata, el programa de radio que Joaquín Salvador urgía con los discos que llegaban hasta la base de Morón, la localidad sevillana donde llegó a ejercer como maestro de escuela: andando el tiempo, el mismísimo Lou Reed escogería un dibujo suyo para ilustrar de gratis la portada de Take No Prisioners. El pleito por los derechos duró varios años y Nazario terminó ganándolo a cambio de cuatro millones de pesetas.
De Don Juanito El Supermacho hasta Anarcoma
En Sevilla, por entonces, ni demasiado cerca ni demasiado lejos de los estudios de Gabi o de Sancha como formidables mentideros del momento, rulaban Gonzalo García Pelayo y lo que iba a ser Imán, Lole y Manuel, Antonio Castro, Pepe Benavides o Marcos Mantero. Por los vericuetos de aquella ciudad tapiada por el muro de la calle Torneo nos lleva el autor de la mano de amigos suyos como María Antonia y Juan Moyano, hasta La Cuadra primitiva de Francisco Lira o los paraderos de aquella homosexualidad diversa en la que también, como en España toda, cabía por entonces la caspa o la maravilla, entre la calle Goya, los jardines de Murillo o el Prado de San Sebastián.
Hasta allí nos lleva su mirada, cuando los automovilistas noctámbulos examinaban la carne fresca de dichos paraderos, hoy tan de ley y orden: “Los conductores daban vueltas lentamente acercándose a los paseantes, junto a los que paraban si eran de su agrado. El paseante subía al coche si el tipo le gustaba y le ofrecía confianza, o exigía que el hombre bajara para poder verlo mejor y decidirse más tarde. Algunos paseantes ya conocían bien el terreno y sabían de agujeros practicados en tapias dentro de los que poder ocultarse, rincones apartados o matorrales. No tardé en convertirme en un experto y fui conociendo poco a poco a algunos conductores y a muchos de los paseantes; era un avezado conocedor de todos los vericuetos de los alrededores. Aquellas tapias llenas de agujeros tras las cuales se amontonaban los escombros y la basura se convertirían en el escenario perfecto para algunas de las aventuras de mi personaje de cómic Don Juanito el Supermacho”.
Se torea como se es: sus peripecias vitales afloran en sus viñetas. Desde el bar Postigo de Sevilla al bar Kike de Barcelona, Nazario va trenzando su vida con su obra, desde el día en que descubrió la revista norteamericana MAD en un quiosco trianero, hasta sus primeras publicaciones en El Rrollo Enmascarado, Star, El Víbora o la revista francesa Zinc: “Yo no quería publicar cómics gays en revistas para gays. Cuando empecé a publicar en El Víbora no pasó nada, salvo que las ventas se multiplicaron”, afirma Nazario, admirador de Tom de Finlandia pero que no suele frecuentar en demasía la lectura de cómics.
Así nació su más célebre personaje, Anarcoma, un detective de los bajos fondos, mitad Humprey Bogart, mitad Lauren Bacall, al que resucitará en una nueva entrega tras haber colgado las viñetas por los lienzos: “Tras el fracaso comercial de Turandot, decidí dedicarme a la pintura porque me pagaban mucho por los cuadros. Me convertí en pintor y dejé de ser dibujante, lo mismo que antes había dejado de ser guitarrista”.
Desde San Reprimonio a Ali Babá y los cuarenta maricones o su exquisita versión de Salomé, de Oscar Wilde, Nazario tuvo tiempo y arrojo para convertirse en uno de los principales iconos de la contracultura patria.
Ocaña, en el reino de los chulos
Su libro está escrito con el mismo desparpajo que su biografía real, la que se amigó con Pepichek, Onliyú, Ana Briongos, Alberto Cardín, Marta Sentís o Montesol. Y con Camilo y con Ocaña, aquel pintor de Cantillana que cantaba coplas en los cementerios de su retrato intermitente y al que terminó dedicándole otro cantable eterno Carlos Cano: “Dios nos libre de la clase media”, entona eternamente el cantautor granadino en memoria de aquel que ardió como un sol después de quemar Las Ramblas.
“En algún escrito –narra Nazario— Ocaña definía sus actuaciones como 'Chou, exhibicionismo y cachondeo' y consideraba el primer disfraz de su vida su aparición acompañado de Camilo, frente a la terraza del Café de la Ópera, vestido con un roquete blanco de monaguillo, con unas alas de plumas blancas y una corona de flores en la frente. Esta performance iba acompañada de caballetes, lienzos y pinceles y ambos se entregaron con entusiasmo a mostrar sus cualidades pictóricas. Por primera vez explotaba de forma daliniana su desparpajo exhibicionista para llamar la atención sobre su otra gran pasión, la pintura. A partir de entonces, para el gran público ambas pasiones irán encadenadas y revueltas, quedando a veces la pintura, a su pesar, oculta bajo el show, el exhibicionismo y el cachondeo. Cuando quiso dar marcha atrás, para su gran desesperación, el concepto Ocaña/travesti desplazaba y casi anulaba al de Ocaña/pintor”.
Las circunstancias de su muerte –días después de que ardiese bajo su disfraz de sol en una fiesta estival de Cantillana— las narra Nazario casi de forma hilarante, aunque atribuye su inesperada muerte a la falta de defensas que terminaron por afectar seriamente a su hígado Por entonces, en 1984, no existía todavía el acrónimo VIH. Como catarsis, luto y homenaje, Nazario creó La gloriosa asunción de Ocaña al reino de los chulos.
Discípulo de Diego el del Gastor
Nazario, en este memorial recién publicado por Anagrama, huye de lo obvio, de sucedidos que ya ha contado antes o que ha repetido incansablemente ante los reporteros que acudían a preguntarle cómo llegó a Barcelona. Anarcoma flirtea aquí con Jean Genet y Rainer María Rilke o su admirado Copi, entre canciones de Sisa y lluvia dorada en Zeleste. Hay mucha Barcelona en esta remembranza, como no podía ser de otra manera, pero cómo gusta ese mestizaje andaluz que lleva hasta el mercado de Sant Feliú la arena de Playa Antilla, las coplas de Quintero, León y Quiroga, las putas de la Alameda de Hércules o las bailaoras de Cádiz, entre el toque a uña pelá de su amigo Diego el del Gastor que perfeccionó su toque.
“Yo estuve ocho años tocando la guitarra, hasta que dejé de hacerlo, se la regalé a Sisa y no he vuelto a coger ninguna –me cuenta—. Tuve el honor de conocer a Juan Talega, a Fernanda y Bernarda. Luego, apareció Camarón de la Isla y el flamenco dejó de interesarme. Comprendo que tenía una voz prodigiosa pero aquello ya no me gustaba, lo mismo que no me gustaba Antonio Mairena, ni sus discípulos, El Lebrijano o José Menese, porque no lograban emocionarme.”
¿Y Paco de Lucía? “Tampoco. A mí me gustaba Niño Ricardo y algunos guitarristas de Jerez, como Morao”.
Tres días en la cárcel
Desconfíen de las apariencias. Más allá de los aparentes cotilleos en la relación entre Pilar Tomás, Javier Mariscal o Miquel Barceló, en su adiós al colegio, en sus ocasionales escarceos con mujeres y en la descarnada y tierna descripción de su propia querencia con Alejandro Molina, hasta su ausencia, no pareciera que existe trascendencia, pero es falso.
Nazario usa la trivialidad para retratar un tiempo y un país, que diría Raimon, tan alejado de su estética, aunque sí estuviera próximo a Lluis Llach. Por aquí asoman los punkis y la antisiquiatría de Ana Seró, las teorías de Wilhelm Reich, los paraísos artificiales y el cuartel de invierno de la gastronomía, la sombra de la muerte, el sexo y su renuncia, el movimiento libertario. También la cárcel, como aquella temporada que pasó en La Modelo con Ocaña, cuando parte de la compañía de Els Joglars también estaba a la sombra tras el estreno de La torna y el grito de guerra era “presos a la calle, comunes también”, como el eslogan que la COPEL, la Coordinadora de Presos en Lucha, esgrimía desde el tejado de sus motines: “Apenas estuvimos tres días en la cárcel pero Ocaña conocía a todos los presos. Hubiera sido heroico que fuera por motivos políticos pero no. Ni siquiera nos aplicaron la Ley de Vagos y Maleantes, la gandula. Sencillamente, tuvimos un rifirrafe con la policía local porque nos dio por salir travestidos a la calle y uno de los agentes era novato”.
La música que sonó contra el franquismo
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A Nazario le interesa escribir bien y procura hacerlo. Su libro se lee con el mismo desparpajo con el que fue escrito. Toda una hoja de ruta, por lo tanto, no solo para escudriñar a su persona y a sus personajes, sino para comprobar cuánto hay de uno y de otros en nosotros mismos. En el fondo, todos somos Anarcoma, pero alguna vez quisimos ser Nazario.
*Juan José Téllez es escritor. Su último libro, Paco de Lucía. El hijo de la portuguesa (Planeta, 2015).