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Un año de narrativa española

No parece que este año que acaba haya sido el mejor año para la narrativa española, a pesar de que estemos celebrando distintos aniversarios de Anagrama, Tusquets, Acantilado, Lumen y Planeta. De las obras que han publicado los escritores —digamos— consagrados, me gustaría destacar las novelas de Luis Landero (Lluvia fina), Mario Vargas Llosa (Tiempos recios), Antonio Muñoz Molina (Tus pasos en la escalera) y Gonzalo Hidalgo Bayal (La escapada); las cuatro novelas cortas de Luis Mateo Díez (Gente que conocí en los sueños) y la "edición definitiva" de los cuentos de Juan José Millás (Una vocación imposible). En cambio, El negociado del yin y el yang, de Eduardo Mendoza, y Terra alta, la novela de Javier Cercas, resultan demasiado convencionales, pero están bien armadas y se leen con facilidad y gusto, por lo que creo que la segunda es muy adecuada para los abundantes lectores del Premio Planeta. Me gustaría añadir los Recuerdos de vida, de Juan Eduardo Zúñiga, y Una vida. Infancia y juventud, las memorias de Federico Álvarez, un intelectual del exilio republicano, yerno de Max Aub, fallecido el pasado año. Y ya que hablamos del exilio de 1939, me parece obligada la visita a la muestra que se le dedica en la sala de exposiciones Arquerías de Madrid, organizada por el Ministerio de Justicia, así como la lectura de su impresionante catálogo.

Del resto, me han interesado en distinto grado —aunque no me parezca en casi ningún caso que sean sus mejores libros—, los cuentos de Elvira Navarro (La isla de los conejos) y Pablo Andrés Escapa (Fábrica de prodigios) y las novelas de Marina Perezagua (Seis formas de morir en Texas), Ignacio Ferrando (Referencial) y Cristian Crusat (Europa Automatiek). Y entre los —digamos— inclasificables, quiero citar los libros de José María Merino (A través del Quijote), Andrés Neuman (Anatomía sensible) y Ángel Zapata (Luz de tormenta), cuyos textos breves andan a caballo entre el poema en prosa y el microrrelato; y, desde luego, El chico de las flores. Algunos cuentos favoritos, de Óscar Esquivias.

 

Ya saben que estos balances tienen mucho de juego y apuesta, que su fiabilidad depende del conocimiento y del criterio de quien los haga y que hay libros que todavía no hemos podido leer. En mi caso, por ejemplo, Sidi, de Pérez-Reverte; Lejos de Kakania, de Carlos Pardo; y las memorias de Juan Antonio Masoliver, Desde mi celda. Por no insistir en la cicatería que cada vez más las editoriales muestran con la crítica.

El año también ha tenido su faceta pintoresca. Por un lado, la disparatada querella que le viuda de Bolaño le ha puesto a Ignacio Echevarría por escribir lo que muchos sabemos a ciencia cierta; y, por otro, el anuncio de que los herederos de Vázquez Montalbán abandonan la Agencia Balcells. Si los ritos del más allá no han variado, me parece que Roberto y Manolo, en silencio, juntos y en contraste, no tardarán en atormentar en sus pesadillas a tan desagradecidos herederos.

Travesía

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La ventaja de este suplemento es que no está plagado de escritores y los pocos que detecto parece que este año no han publicado nada que nos ataña, por lo que resulta fácil evitar el bochorno de ver —ocurre en otros— cómo se destacan las obras de sus colaboradores, votados por alguien que no ha debido de leer más de seis u ocho libros al año, lo que no está nada mal para gente tan ocupada, si bien ello no los faculta para elegir a los mejores. En efecto, las listas son caprichosas, arbitrarias y polémicas, pero una vez redescubierta por enésima vez la sopa de ajos, es necesario recordar que hay grados de injusticia y que los votantes que conocen mejor la materia y demuestran cierto gusto literario reducen el margen de error y subjetividad, y de compincheo, su peor deriva. _____

Fernando Valls es profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario.

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