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Entre Borges y Fernando Quiñones

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A pocos premios de cuentos se les ha debido de sacar más rentabilidad que al que ganó Fernando Quiñones en Buenos Aires, en 1960, organizado por el diario La Nación, de cuyo jurado formaban parte nada menos que Borges, Bioy Casares y Eduardo Mallea, entre otros de menos relieve. A partir de entonces, el exquisito autor de Ficciones convirtió al gaditano en su autor español preferido, uniéndolo en su lista de preferencias —brevísima y arbitraria— a Rafael Cansinos Assens y Jorge Guillén. El texto que años más tarde le dedicó Borges, apareció como prólogo a El viejo país (1978), se ha reproducido en numerosas ocasiones, aduciéndose una y otra vez como marchamo de calidad de la obra de Quiñones. Pero, además, este galardón al libro que acabó titulándose La gran temporada (1960), junto a los citados elogios, debió de abrirle las puertas de dos prestigiosos sellos editoriales argentinos, en los que acabaría publicando narraciones: Emecé (La guerra, el mar y otros excesos, 1966) y Jorge Álvarez (Historias de la Argentina, 1966).

Pero sobre la relación que ambos mantuvieron a lo largo de 25 años, y sobre la influencia y presencia de la obra de Borges en la de Quiñones, apenas poco más sabíamos. Y eso es precisamente lo que estudia el periodista, escritor y músico Alejandro Luque, proporcionándonos numerosos datos y estableciendo relaciones muy útiles para poder calibrar y entender mejor la obra del autor español. El aquilatado prólogo de Muñoz Molina completa y matiza el retrato de un gran narrador oral, con voz propia, pero sobre todo con oído, y escritor de éxito, pero que tuvo que seguir ganándose la vida protagonizando todo tipo de actos, más o menos literarios.

El libro puede leerse como la historia de una amistad, pero creo que es más cierta la idea de que Quiñones encontró en Borges, siendo ambos tan distintos, una referencia constante, un modelo a seguir. El caso es que reutilizó a su manera, provechosa e inteligente, algunos aspectos de la obra del maestro argentino. Recuérdese, por lo demás, que Quiñones apenas si pudo completar tres cursos de bachillerato, y que fue un escritor autodidacta, a la manera de tantos grandes autores mexicanos, como Juan José Arreola o el hispanomexicano José de la Colina.

Aunque soy poco partidario de este tipo de explicaciones, Luque apuesta por que ambos, de orígenes sociales, formación y carácter muy distintos, se complementaban: el uno vivió alejado de la calle, centrado en los libros y en las conversaciones con muy pocos y escogidos amigos, de los que Bioy Casares sería el paradigma; mientras que el otro había vivido más bien enfrascado en los ambientes populares de Cádiz y su provincia. Por tanto, según Luque, ambos se complementaban. Sea como fuere, Borges llamaba a Quiñones Cabrera (por el andaluz Fernando Luis de Cabrera, quien fundó en 1573 la ciudad argentina de Córdoba); y este al autor de la Historia universal de la infamia, lo apelaba de maestro, jefe, capitán (también llamaba capitán a Picasso y al rey Juan Carlos) o Simurg (el pájaro que en la leyenda asiática encarna a todos los pájaros del mundo y, en su caso, a los escritores).

Quiñones ha contado, dando pábulo a una cierta anécdota convertida en casi leyenda, fomentada por él mismo, que mientras hacía el servicio militar, o sea, hacia 1950, encontró en un saldo de libros, en Cádiz, un ejemplar de Ficciones, en la edición  de Emecé, empezando así su fascinación por el poeta, narrador y ensayista argentino; no en vano, tres de sus cuentos (“Una mejicana bombón”, “Por lo común, hasta la muerte” y “El monedero o Victoria y muerte de la Pepa Montes”) aparecen encabezados por citas de este. Debe recordarse, además, que las primeras ediciones de Borges en España son las de El Aleph y Ficciones, ambas de 1971, en El libro de Bolsillo, de Alianza editorial. Esto es, casi treinta años más tarde que las primeras correspondientes argentinas.

Quiñones viajó numerosas veces a Buenos Aires, a partir de 1965, cuando estuvo por primera vez, encontrándose siempre con Borges; mientras que el porteño lo convirtió en su principal acompañante durante sus breves estancias en España (“chico para todo”, según Caballero Bonald), desde la primera visita a nuestro país en 1963, invitado por el Instituto de Cultura Hispánica, tras obtener el Premio Formentor dos años antes. Ambos fueron a ver entonces a Cansinos Assens, quien moriría el año siguiente. Lo que no logró Quiñones es flamenquizar a Borges, a pesar del empeño que puso en empaparlo del cante. En cambio, él se mostró mucho más permeable al tango.

El caso es que Fernando Quiñones, 20 años después de su muerte sigue sin ocupar el lugar que le corresponde en la historia de la literatura española, habida cuenta de que su obra como escritor de cuentos y como poeta especialmente, pero sin olvidar alguna de sus novelas, merece ser mejor estudiada y editada. Se echa de menos unas asequibles y cuidadas antologías de poemas y cuentos en alguna colección de clásicos, al cuidado de expertos en la materia. Me parece, en suma, que a Quiñones, a pesar de haberse ocupado de su obra críticos atinados, le ha perjudicado —como a tantos otros autores— la dispersión, y tantas anécdotas y leyendas que han acabado orillando en parte su obra.

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El que este no sea un libro académico, ni falta que hace, no lo exime de la necesidad de que se cite la bibliografía con cuidado, completa. El ensayismo ajeno a la universidad también debería tener en cuenta ciertas normas. Pero lo importante es que este estudio de Alejandro Luque da mucho más de lo que anuncia su título, pues nos proporciona también una visión panorámica de los diversos pormenores tanto de la vida como de la obra de Quiñones, siempre tratados de manera sugestiva, consiguiendo que el libro se lea con placer.

*Fernando Valls es crítico literario y profesor de Literatura.Fernando Valls

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