El camino

Lara Moreno

(Comienza Lara Moreno.) Lara Moreno

Me levanté con la noticia de la muerte de Fidel Castro. Mi padre estaba sentado a la mesa de la cocina y me miró retador cuando entré; parecía que llevara un tiempo esperándome. ¿Te has enterado? Mi padre en camiseta de manga corta, las ventanas de la cocina abiertas, puro otoño húmedo, la carne cuarteada de sus brazos soportando el helor, ajena a él. De qué me tengo que enterar. El café estaba frío, era del día anterior, mis manos torpes, ateridas, incapaces de abrir la cafetera, de resolver aquello. Se ha muerto el viejo cabrón, me dijo. Giré la cabeza para verle la cara: la cara de mi padre burlona, con migas de pan tostado en la barbilla, la quijada sin afeitar, barba rala de dos días. Había satisfacción en sus ojos, casi ya de pez y tan turbios. Sus ínfimos momentos de felicidad. La muerte del viejo cabrón. La muerte de todos los viejos cabrones, hasta que luego ya no quede ninguno. Ya faltan menos, musité, estate tranquilo. No moví los labios. Rellené la cafetera de agua y busqué el bote del café. Me temblaban los dedos. Apenas había ya, ni siquiera para un caldo sucio. Quise dar un golpe en la encimera, uno fuerte que me hiciera daño y que le hiciera daño a él, que lo asustara. En vez de eso me giré para mirarlo de nuevo, abrí la boca y dije, esta vez muy alto, como si llorara: no hay más café. Mi padre, su camiseta blanca sin planchar, la carne fría caída de sus brazos. ¡No hay más café!, repetí. Entonces él, enfrentándome retador desde su puesto de vigilancia, desde su trinchera, me dijo: ¿te has enterado? Se ha muerto el viejo cabrón.

Después de aquello no volví a entrar en la cocina. Me duché durante quince minutos, quemándome la piel, frotando bien las ingles, las axilas, me vestí elegante, con ropa antigua, un poco de olor a alcanfor, crucé el pasillo, apenas una sombra al pasar por la puerta de la cocina, el viejo cabrón sentado a la mesa celebrando. Bajé a la calle y me alejé del edificio de nuestra casa, crucé la avenida y atravesé el barrio por su parte más oscura, más detenida. Al fondo de la callejuela, en la esquina, estaban los de siempre sentados a la puerta del locutorio. Dos en el suelo y otros dos en sillas de plástico vencidas. Fumaban en silencio pero se miraban de vez en cuando los unos a los otros como si se hablasen mentalmente, pequeños gestos de aprobación. El mayor, gordo y bigotudo, adelantó la barbilla para saludarme. Temprano hoy. Metí las manos en los bolsillos de la chaqueta y apreté los brazos contra mi cuerpo. Sí, vine pronto. El gordo me habló otra vez, ya sin mirarme, no hay nada todavía, no tengo nada. ¿Luego? Saqué las manos de los bolsillos, blancas, las extendí como si ofreciera algo. ¿Cuándo vuelvo? Y ahora fue uno de los más jóvenes el que se dignó hacerme caso, sus ojos rápidos clavados más allá de mis ojos. Negó con la cabeza, dos veces, seco y amenazante, y yo seguí camino, porque el día era largo, bien largo y repetido, aunque hubiera un viejo cabrón menos.

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*Lara Moreno es escritora. Su último libro, Lara MorenoPiel de lobo (Lumen, 2016). 

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