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Carta sobre el poder de la lectura

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Sobre el cabecero de mi cama, en un estrechísimo estante que solo se le habría ocurrido comercializar a Ikea, reposan varios libros, como en exposición. Los cambiamos de vez en cuando, como quien mueve los muebles o recoloca las fotos, pero siempre siguiendo una temática. Ahora, la temática es leer. Está el libro de André Kertész que lleva justamente ese título, Leer; está Matilda con su descubrimiento de la biblioteca; está Mujercitas y la escritura de Jo; y está Carta sobre el poder de la escritura, de Claude-Edmonde Magny, con prólogo de Jorge Semprún, un libro muy breve (unas 50 páginas), menudo, pero con tapas duras forradas en tela de un rojo brillante. Hay algo que parece sagrado en este pequeño volumen editado por Periférica. Porque, de alguna manera, lo es. 

La autora francesa redactó esta carta con un destinatario claro: Semprún. Si se escribió en 1943, poco antes de que el militante comunista fuera deportado al campo de concentración de Buchenwald, no llegaría a su destinatario más que dos años después. En 1945, Magny se la lee al futuro ministro de Cultura, y dos años después se publicaría como un librito del que solo se tiraron 300 ejemplares. El de Semprún, cuenta, era el 130: "Desde entonces, ese pequeño volumen de la Carta sobre el poder de la escritura casi nunca me ha abandonado. Lo he llevado conmigo en todas las circunstancias de mi vida, incluso durante los viajes clandestinos". Creo que no es azaroso que decidiéramos al fin instalar en el estante los libros sobre la lectura, algo que queríamos hacer desde hace mucho, justo al inicio del confinamiento. 

El periodista, escritor y músico Enrique F. Aparicio contaba hace poco en ¿Puedo hablar!, el podcast que dirige junto a Perra de Satán, que para él la lectura estaba siendo una tabla de salvación durante estas semanas. Los libros, esos mundos propios que una parece construir con sus propias manos y sobre los que parece tener capacidad de decisión, como oposición al universo descontrolado de allá afuera, donde sucede lo imposible cada día y casi siempre de manera oscura. Los libros como la habitación adolescente, el refugio, y también el túnel de huida más allá de las paredes del hogar y, sobre todo, más allá de una misma, de su ansiedad, de su preocupación, de su cansancio. No para todos: mientras unos achican el montón de libros de la mesita de noche, otros rumian la misma página una y otra vez, incapaces de avanzar por esas líneas antes hermanas y ahora enemigas, como una especie de maldición. 

Leemos. Leemos los whatsapp de mamá, que hoy se hizo dos kilómetros pasillo arriba pasillo abajo, los de papá que envía un pedazo de naturaleza —los corderos recién nacidos, el verde primaveral— desde la casa del campo, de la amiga que trabaja desde la cama y la amiga que se ha entregado a la repostería. Leemos con cierto aburrimiento las redes sociales, más ásperas aún en estos días y también más luminosas —noticias del compañero de la carrera que emigró, noticias de la peluquería de cabecera, noticias del homanaje emocionado a alguien que ha fallecido—. Leemos ávidamente los periódicos tratando de ver el futuro en sus tripas como en las de un pescado podrido. Leemos con angustia los correos del (tele)trabajo. Leemos incluso el BOE. 

Irene Vallejo: "Todos somos frágiles, reconocerlo es una llamada a la colaboración"

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A diferencia de mis padres, que cambiaron progresivamente las cartas por el teléfono, formo parte de una generación que no concibe las relaciones sociales sin la escritura y la lectura. Desde los SMS, acortados para que se adecuaran a nuestros vacíos bolsillos adolescentes, hasta el derroche de letras que ahora nos grita cada minuto desde el móvil. Muchos de los de mi quinta —y un poco mayores— encontraron su primer amor en un chat de Terra y convirtieron su dominio de blogspot en una habitación propia. Y ahora, incluso con las videollamadas y las reuniones virtuales de por medio, nos leemos con más frecuencia, con más atención. Lo hacemos quizás sin ser conscientes de la magia diaria de la palabra escrita, que consigue hacer presente lo ausente, acercar lo lejano, revivir lo perdido. 

En El infinito en un junco, la escritora Irene Vallejo logra —entre otras muchas cosas— atrapar la doble condición de la escritura. Por un lado, es un espacio de emancipación personal, la conquista de una autonomía individual de la que solo puede dar verdadera cuenta quien no sabía leer ni escribir y aprendió a hacerlo. Pero, por otro, es un extraordinario logro colectivo: cuántos años, cuántas personas, cuántos recursos se han destinado a que sepamos comunicarnos por escrito. Vallejo recoge la épica de las escuelas rurales, de las misiones pedagógicas, de las bibliotecas ambulantes, de las campañas de alfabetización, esa utopía realizada: en un siglo, España ha pasado de casi un 60% de analfabetismo a menos de un 2%. A los agoreros, incapaces de pensar —ni de comprometerse con— un mundo mejor, habría que enseñarles esta hazaña contra todo pronóstico, esta herramienta básica de la igualdad, este contenedor de belleza y conocimiento, tan capaz de servir a la tiranía como a la subversión. Uno escribe, otro lee. Magia. 

En estas semanas (ya casi se pueden contar los meses en plural) se ha discutido sobre si los libros eran o no como el pan caliente, bienes de primera necesidad o de segunda, si debían abrir las librerías y si alguien se acordaba de las bibliotecas, un extraño ejemplo de propiedad comunitaria que es, en sí mismo, un pequeño milagro. Mientras, leemos. Y creo sinceramente que reivindicar el poder de esas letras sobre el papel o la pantalla no es ni cursi ni elitista, porque gracias al esfuerzo de muchos la palabra escrita no es propiedad del poder, y los obreros y las jornaleras siguen mandando a sus hijos a la escuela (pública) pensando que en ella encontrarán las herramientas de una vida buena, una vida mejor. Tiene razón Irene Vallejo cuando dice que leer es un gesto tan común que su poder nos pasa desapercibido. Pero quiero pensar que en estos días, cuando nos asomamos a una buena novela, al mensaje de un ser querido o a una noticia sobre la desescalada, aun asustados por la enfermedad y la muerte, por la fragilidad de nuestros planes y la incertidumbre del futuro, estamos un poco más acompañados y somos un poco más libres. No es poca cosa para un puñado de letras. 

Sobre el cabecero de mi cama, en un estrechísimo estante que solo se le habría ocurrido comercializar a Ikea, reposan varios libros, como en exposición. Los cambiamos de vez en cuando, como quien mueve los muebles o recoloca las fotos, pero siempre siguiendo una temática. Ahora, la temática es leer. Está el libro de André Kertész que lleva justamente ese título, Leer; está Matilda con su descubrimiento de la biblioteca; está Mujercitas y la escritura de Jo; y está Carta sobre el poder de la escritura, de Claude-Edmonde Magny, con prólogo de Jorge Semprún, un libro muy breve (unas 50 páginas), menudo, pero con tapas duras forradas en tela de un rojo brillante. Hay algo que parece sagrado en este pequeño volumen editado por Periférica. Porque, de alguna manera, lo es. 

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