Conjurar la culpa con amor
Un silencio lleno de murmullos - Gioconda Belli
Seix Barral, (Barcelona, 2024 - 342 páginas)
La nueva novela de Gioconda Belli reúne algunas de las preocupaciones que atraviesan su personalísima e inconfundible escritura desde la controvertida y revolucionaria década de los 70. Estas tienen siempre como núcleo inevitable la difícil conciliación de la militancia guerrillera con la tríada maternidad-amor-familia. Lucha o casa. La alteridad o lo propio. Seguir como mujer de acción, con conciencia y principios, el impulso audaz de justicia social y dignidad para todos, o refugiarse en lo pequeño, en el disfrute sereno de lo íntimo, ese privilegio. Este dilema que no comprometía a los varones de la misma forma que a las mujeres en aquellos años de utópica confianza en las izquierdas. Como tantos otros. El leitmotiv de la elección entre causa o familia está muy presente en las primeras décadas del siglo XXI hasta constituir casi una tendencia literaria autónoma que revisa, de forma crítica y desde una perspectiva de género, el pasado reciente de las violencias dictatoriales, de los sistemas represivos. Ya no se trata del esclarecimiento de los hechos (torturas, asesinatos, violaciones, secuestros, exilios) o de sanación emocional, cura por la palabra que atestigua y deja huella de la experiencia extrema —como apuntara la gran Beatriz Sarlo en su imprescindible ensayo Tiempo pasado. Cultura de la memoria y giro subjetivo. Una discusión–, sino de poner en el centro las fatales consecuencias del activismo y la acción política en el plano de lo íntimo, de los afectos.
Es constatable, en efecto, una suerte de explosión creativa de cuño autobiográfico o, si se quiere, autoficcional, especialmente en la región del Cono Sur, que reflexiona con escepticismo, y a veces de manera ácida, cínica o a partir del humor negro, sobre las fallas, carencias o errores de una generación idealista que arriesgó su vida, pero puso también en peligro el cuidado, el amor, la confianza de los cercanos: hijas, hijos, compañeros, madres, padres, hermanos. Pienso, por ejemplo, en las novelas Diario de una princesa montonera. 100% verdad (2021 en su versión ampliada) de Mariana Eva Pérez, Yo la quise (2020) de Josefina Giglio, en la Trilogía de la casa de los conejos (2021) de Laura Alcoba o en La llamada (2024) de Leila Guerriero. También en piezas teatrales como Misericordia (2024) de Denise Despeyroux o en la película La nieve entre los dos (2024) de Pablo Martínez Pessi. Y más atrás, en Jamás el fuego nunca (2007) de Diamela Eltit, una de las primeras en ahondar, con lucidez, en la responsabilidad, la culpa y esa disyuntiva atroz de aquellos años entre vida y política. Más allá del testimonio unívoco, del diario o de la crónica fidedigna, omnipresentes en las últimas décadas del siglo XX, se produce hoy una repolitización del cuerpo y una dignificación de la esfera íntima, de los afectos, del dolor personal de cada historia de vida a través de la ficción. Todas las historias son demasiado grandes y, a la vez, demasiado pequeñas.
Lo distintivo del proceso de indagación o introspección autobiográfica que emprende la autora en este relato ficcional es que se trata de un viaje de autoconocimiento que utiliza el mecanismo narrativo del desplazamiento o cambio de perspectiva, pero también el del desdoblamiento entre la mujer del presente y la del pasado, y ambos tamizados por la presencia de las dos mujeres protagonistas, Penélope y Valeria, que juegan a confundirse e intercambiarse bajo el pulso narrativo de la creadora. De alguna manera este libro pudiera entenderse como una entrega actualizada de las biografías, directas o indirectas, anteriores de Gioconda Belli. Y en esa medida resulta clave no solo como relevante ficción, como artefacto imaginado o proyección figurada, sino como documento sobre la propia autora y su revisión, desencantada y crítica, del pasado. Por otra parte, la novela, de ritmo ágil y secuencial, en consonancia con las formas narrativas de estos tiempos de simultaneidad informativa y discursiva, vuelve a demostrar la capacidad de la escritora para situar sus textos en el aquí y en el ahora, además de transparentar una extraordinaria empatía y capacidad para ponerse en la piel y la mirada de los otros, de las otras.
Esto se observa en la manera en que se vierten ideas, dudas, certezas, contradicciones en el personaje de Penélope, la hija de Valeria, la madre guerrillera, pero también en Eugenia o en la madre de esta. En la soledad de un caserón de la sierra de Madrid van sucediendo cosas imprevistas y aparentemente enigmáticas y se van develando secretos a cuentagotas, lo que mantiene a los lectores en vilo, en una permanente inquietud y estado de suspenso. En efecto, la intriga permanece a lo largo de más de trescientas deleitosas páginas que alternan narración, diario, cartas, presente, pasado y futuro y se va disfrutando, lo mismo que se intuye la autora lo hizo durante la escritura, de pequeñas anécdotas, de otras grandes; se va aprendiendo a través de saltos, digresiones o flash-backs que revelan lo interior y lo exterior, lo privado y lo público de una sociedad enmarcada en una historia política tan dolorosa como la de Nicaragua. Y cómo la historia de un país incide en la vida de la gente. De hecho, lo hace en la de varias generaciones que en la vida de nuestra escritora se conjugan.
En este sentido, el libro consigue, con solvencia notable, conjugar lo íntimo o privado con lo nacional, continental, universal, habilidad que Gioconda Belli ya ha demostrado tener, con creces, en una poesía con proyección inédita. De alguna manera, la novela, como la mayor parte de las suyas, aúna rasgos de crónica periodística con los de ensayo histórico, nociones de política con conceptos extraídos del psicoanálisis o la mitología, pero también se asoma a lo detectivesco a través de la aparición de unos paquetes misteriosos que rozan el género de la novela gótica —una casa solitaria, el pasado, los espíritus, el desdoblamiento de identidad madre/hija—, e incluso se aproxima a lo sentimental y a la novela bizantina del XVI al XIX, con la utilización ingeniosa de curiosas anagnórisis, la experiencia de identidades familiares cruzadas, potenciales aventuras amorosas y peripecias varias. Es también un retrato ético, vitalísimo, profundamente humano, de las luces y sombras de una mujer nada convencional, excepcional por su compromiso, un tipo de mujer que la sociedad patriarcal ha empezado a aceptar hace muy poco tiempo y que sufrió durante siglos la penalización y la condena por desear, vivir, hablar fuera del ámbito doméstico. Y, significativamente, Valeria muere en las primeras páginas, lo que permite hacer un balance más justo y hasta premonitorio. Sabemos que en el contexto capitalista o neoliberal los hijos se conciben como extensión de la madre (como Lina Meruane explica en Contra los hijos): sus deseos, metas, frustraciones son volcadas en los hijos de la misma manera que en el imaginario tradicional, que tenemos naturalizado e interiorizado, la principal cualidad de la madre debía ser el sacrificio incondicional a la familia, su capacidad de entrega absoluta. Belli, que conoce bien los mitos grecolatinos y también los precolombinos, los originarios de su tierra centroamericana (véase El infinito en la palma de la mano o Waslala) dinamita ese "amor maternal como constante transhistórica" (Elisabeth Badinter) y con perspicacia desmonta o deconstruye el ideal esencialista de la maternidad para optar por diversas formas de maternaje como experiencia intransferible que cada mujer vive a su manera. También existen, claro, múltiples modos de ser hija, de ser hermana en función de variables socioculturales, ambientales y no todo tiene que ver con la familia biológica sino con "crear parentesco" más allá de la genética (Donna Haraway). Las reflexiones sobre la adopción y la sororidad están, en este sentido, llenas de interesantes matices y son uno de los vectores principales de la novela.
Además, el relato tiene el acierto de incorporar una experiencia inédita para varias generaciones y que tiene que ver con el encierro, con la soledad y las dificultades de la socialización durante la pandemia del covid y su vivencia encarnada y sustentada en el miedo a la muerte, la locura y la enfermedad. La reflexión acerca de la importancia de la comunicación con los demás, de que son la convivencia, la comprensión, el cuidado o las múltiples formas del amor lo que nos identifica como seres humanos con dignidad sobre la Tierra es una constante en nuestra autora y vuelve a dar aliento en esta novela, espléndida y que se lee de un tirón, vuelve a confiar en la otredad, tal y como el filósofo Emmanuel Lévinas explica, porque confiar en el otro es construir un yo ético, fruto de los encuentros que se tienen en la vida. Y es, en última instancia, la mejor forma de habitar este planeta.
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El desenlace de la novela supone la clausura o cierre de un círculo de desencuentros madre-hija. Hay comprensión activa, no resignación ni rendición en el momento en que hay perdón. Se dejan atrás los reproches, las culpas, la rabia y los rencores para comenzar a convivir con el pasado, que es también un aprendizaje. Sísifo, tan presente en la poesía de la nicaragüense, vuelve a ser figuración crucial en el epílogo. Nicaragua como el país en el que se hay que seguir subiendo, infinitamente, la roca, como metáfora de este mundo de migraciones, guerras, desigualdades y un cada vez más cercano ecocidio.
Ante el dilema, esta narración conjura la culpa, la cauteriza o exorciza con amor, con comprensión, comunicando, escuchando, sintiendo, esto es, mediante la necesaria reconexión de la empatía y el vínculo social (Franco Berardi). Y no se trata de optar por la ingenuidad, sino de preservar la ilusión, la hermandad, la bondad, esa categoría que parece desactualizada y es tan necesaria, y la fe en el ser humano lejos del individualismo exacerbado, del utilitarismo, de la apatía o indiferencia a las que impulsa el exceso tecnológico (que bien utilizado genera redes de cuidado, amistad y afectos). Es importante seguir soñando con ahínco y tenacidad, de manera activa y aunque los sueños se desplomen incesantemente y la fragilidad emocional amenace con desequilibrarnos. Gioconda Belli sabe, especialmente después de los atroces acontecimientos del 2018 en Nicaragua, que no hay revolución más efectiva, ni en la calle ni en la casa, que la de la imaginación, el sueño, la confianza y la ternura. Y que se pueden seguir cultivando y articulando, con esfuerzo, relaciones afectivas, tiempos y espacios de refugio ante los tiempos arduos por venir.
* María José Bruña Bragado es profesora en la Universidad de Salamanca.