Europa es el sueño de un sueño, es decir, es el sueño que se sueña a sí mismo: fue el sueño de Erasmo y es sueño todavía, pero en su condición de proyecto en permanente (de)construcción es ese anhelo de paz y conciliación compartido por 27 países, que unidos suman la tercera comunidad del mundo tras China e India. Sobre sus inventores o casi profetas escribió obsesivamente el austriaco Stefan Zweig, fecundo escritor que sin embargo solo habría necesitado uno de sus libros, Novela de ajedrez, para que lo amáramos, y que llevó a su cima el género de la biografía literaria. En los años treinta del pasado siglo, y frente al auge de populismos y fascismos —impulsados por una brutal crisis económica—, se entregó a la escritura de una trilogía sobre esos soñadores de Europa que fueron Erasmo, Castellio y Montaigne. El último de esos volúmenes quedó inconcluso: eran los tiempos del triunfo del nazismo, y de la persecución y el exilio que lo abocaron al suicidio en Brasil en 1942.
A través del distanciamiento que le concede el tema histórico, Zweig ilumina con dolorosa lucidez su propia época, de inquietantes afinidades, por cierto, con la nuestra: en todas ellas se mantiene un pulso tenso entre dogmatismo y tolerancia, barbarie y cultura, nacionalismos y universalidad. En aquellos hacedores de futuro, a los que rinde tributo en sus páginas, el escritor ve sus propios anhelos, y ve también su quimera doblegada por la sinrazón y la violencia. Cuando subtitula su Erasmo de Rotterdam como "triunfo y tragedia de un humanista", nos adelanta el sabor de la derrota de aquel primer humanista con conciencia europea, que proscribió de su doctrina el odio, acusó al fanatismo que "solo quiere arder y quemar" y se empeñó en la gran alianza de la cultura.
Erasmo perteneció, como Zweig, a la estirpe de los vencidos, al igual que Miguel Servet o Tomás Moro. Lutero lo maldijo y la Iglesia lo incluyó en el índice, pero él preservó su libertad de conciencia, y nos legó su deslumbrante Elogio de la locura. A pesar de su fracaso, fue maestro de su siglo y de los siguientes: Shakespeare y Cervantes, con sus locos visionarios, le dan carnadura magistral a su alegato —tan inteligente como divertido—, Voltaire y los ilustrados del XVIII beben igualmente de su verbo, y su utopía llega al siglo XX y al XXI, cristalizando en esta Europa convulsa que sin embargo sigue anhelando su sueño.
Recuerda Zweig con tristeza, en esos años crispados, que Europa es para Erasmo una idea moral, y escribe a continuación el libro más luminoso de su trilogía, Castellio contra Calvino. Conciencia contra violencia, publicado en un año terrible para España y para Europa: 1936. Lo dedica a ese humanista francés que —como Erasmo— solo pudo ejercer la crítica desde la sutileza en un tiempo de censura y vigilancia, y que escribió el elocuente título De arte dubitandi. Un hombre que se comprometió con su verdad y defendió peligrosamente al quijotesco Servet frente a Calvino —que lo sacrificó en la hoguera de la intolerancia—, hasta que su defensa de la libertad de conciencia lo llevó a ser también condenado como hereje por su "dogma diabólico". Culmina su tríptico Zweig con el ensayo inconcluso Montaigne, dedicado a ese maestro de librepensadores y en particular de Shakespeare. Con él afirma el pensador austriaco que "quien piensa libremente, respeta toda libertad sobre la tierra".
Cuando Erasmo elogiaba a Locura dándole forma de mujer, y se escudaba en ese personaje imaginario y ambiguo para burlar la censura, jugaba con los diversos sentidos de la propia palabra locura, y se refería tanto a la demencia como a la pasión fervorosa y a la estulticia. La consecuencia de ese significado plural es que Locura puede celebrar la irracionalidad de locos y niños que nos mueve a la ternura, la enajenación de los místicos o los hedonistas, y también la necedad, una vertiente en la que salen bastante mal parados los príncipes que sacrifican a sus pueblos en las guerras, y los eclesiásticos dominados por la ambición, la lujuria o la codicia. Y esa insólita Locura, que es el alter ego de Erasmo, presenta esa diversidad como condición necesaria de la vida, lo que no obsta a que haga su crítica, que también es parte de ese cosmos múltiple y dispar.
El difícil arte de la tolerancia enlaza con su hilo secreto los libros de esos humanistas a través de los siglos, y tiene en Galdós, devoto de Shakespeare y Cervantes y de esa tradición, una de sus voces emblemáticas. Las figuras de los locos visionarios, la libertad de pensamiento y ese humor distendido que nunca ofende son compartidos por el gran novelista, y cabe aquí volver sobre el supuesto anticlericalismo de su obra. La consideración merece el regreso al arte de la duda y al recuerdo de Erasmo, para quien hay "religiosos que entienden su misión de manera tan extraña, que antes tolerarán una gravísima blasfemia contra Cristo, que la más breve broma sobre un pontífice o un príncipe, sobre todo si viven a sus expensas". Esa incapacidad para aceptar la sonrisa y la crítica, y esa fe en los dogmas monolíticos, extendió su anatema hacia quien simplemente quiso presentar la realidad diversa del mundo eclesiástico.
Galdós —como Erasmo— se alejó de esa rigidez que no perdonaba las debilidades del hombre: en sus novelas retrató a clérigos como el zafio y glotón Nicolás Rubín de Fortunata y Jacinta, o el cura Pedro Polo, obsesionado por una mujer en Tormento, o el Bailón que en Torquemada cuelga los hábitos y se hace librecultista para afirmar que infierno y cielo solo existen aquí en la tierra, pero también presentó a sacerdotes entrañables y bondadosos, como el iluminado Nazarín o el misionero Gamborena con su "bravura mística", y habló de los antagonismos entre pensamiento libre y tradicionalismo a ultranza en novelas como La familia de León Roch.
El escritor canario pudo en su siglo llegar más lejos que sus antecedentes en el ejercicio de la libertad, entre otras cosas, porque el nacimiento del periodismo ya había hecho del novelista alguien que no tenía que depender de protectores poderosos: sus obras se publicaban por entregas en la prensa, y los lectores eran sus nuevos mecenas. Fueron ellos, sus innumerables lectores, los que permitieron a Galdós seguir dedicándose a la escritura a pesar de las furias desatadas por los intransigentes, y son ellos, somos sus lectores, quienes mantenemos viva su llama, porque su genio ha trascendido su tiempo y sigue vigente, y porque es un clásico al que leemos como un contemporáneo. De su don proverbial para la tolerancia hablan su vida y su obra, y tal vez uno de los mejores ejemplos de esa nobleza de carácter está en sus brevísimas Memorias de un desmemoriado: la ironía de ese título, sobre los escasos recuerdos de un novelista que en realidad gozaba de excelente memoria, anuncia el modo como, fiel a su bonhomía, evita alimentar la chismografía y acusar ahí a todos los que persiguieron o condenaron su tarea creadora.
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Por lo demás, Galdós no necesitó de artificios o novedades formales para conquistar a su público, pero adelantó el uso del monólogo interior, y también el esperpento —por ejemplo, en Torquemada—, e incluso se aventuró en lo real maravilloso, que él llamó "real... inverosímil", en El caballero encantado. Manejó además con maestría y gracejo los puntos de vista juguetones y cambiantes, el intrusismo narrativo y la prosodia y cadencia de la oralidad, y construyó personajes inolvidables, entre los que destacan mujeres que buscaron la libertad en un tiempo en que la libertad de la mujer aún era una quimera. Y qué más da que le negaran en vida tantas cosas, o que la larga sombra de una dictadura lo proscribiera del espacio cultural —y de los programas de enseñanza— durante décadas. Hay tanta vida y tanta verdad en sus páginas que no ha podido apagarse ese fuego. Su prosa envolvente, natural y adictiva sigue siendo un océano que nunca se acaba de navegar, y una invitación incesante al viaje, al diálogo y al conocimiento del alma humana.
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Selena Millares es escritora. Su último libro publicado es La isla del fin del mundo (Barataria).
Europa es el sueño de un sueño, es decir, es el sueño que se sueña a sí mismo: fue el sueño de Erasmo y es sueño todavía, pero en su condición de proyecto en permanente (de)construcción es ese anhelo de paz y conciliación compartido por 27 países, que unidos suman la tercera comunidad del mundo tras China e India. Sobre sus inventores o casi profetas escribió obsesivamente el austriaco Stefan Zweig, fecundo escritor que sin embargo solo habría necesitado uno de sus libros, Novela de ajedrez, para que lo amáramos, y que llevó a su cima el género de la biografía literaria. En los años treinta del pasado siglo, y frente al auge de populismos y fascismos —impulsados por una brutal crisis económica—, se entregó a la escritura de una trilogía sobre esos soñadores de Europa que fueron Erasmo, Castellio y Montaigne. El último de esos volúmenes quedó inconcluso: eran los tiempos del triunfo del nazismo, y de la persecución y el exilio que lo abocaron al suicidio en Brasil en 1942.